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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (59 page)

BOOK: El rey del invierno
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Esos nombres nada significaban para nosotros, pero Arturo daba a entender que dominaba la geografía.

—¿De forma que los montes que nos separan de Branogeníum están defendidos?

—Todos los pasos —corroboró Agrícola— y todos los picos.

—¿Cuántos son en el valle del Lugg? —preguntó Arturo.

—Por lo menos doscientos lanceros de los mejores. No son incautos, señor —añadió Agrícola con acritud.

Arturo se puso en pie. En los consejos se manejaba con destreza, sabía imponerse a las multitudes descontentas. Nos sonrío.

—Lo que ahora voy a decir lo entenderán muy bien los cristianos —anunció, halagando sutilmente a los que con mayor probabilidad se le opondrían—. Imaginaos una cruz cristiana. Aquí, en Magnis, nos hallamos al pie de la cruz. El madero vertical es la calzada romana que va de norte a sur desde Magnis hasta Branogenium, y el transversal es la cadena de montañas que cierra el paso de la calzada. Monte Coel está a la izquierda del madero transversal y el valle del Lugg en el centro. La calzada y el río cruzan las montañas por ese mismo valle.

Adelantóse hasta la parte anterior de la mesa y sentóse en el borde para estar más cerca de los que escuchábamos.

—Ahora, imaginaos la situación —continuó—. La luz de las antorchas proyectaba sombras en sus alargadas mejillas, pero los ojos le brillaban y hablaba con tono enérgico.

—Todos creen saber que perderemos la batalla, pues el enemigo nos supera en numero. Esperamos aquí a que Gorfyddyd nos ataque. Esperamos aquí y el desánimo empieza a cundir entre nosotros; unos nos arrojamos sobre nuestras lanzas, otros caen enfermos y en todos arraiga la amargura de pensar en el gran ejército que nos acecha desde las hondonadas de los montes que rodean Branogenium. Procuramos no imaginar nuestra línea de defensa emparedada y el enemigo atacando desde tres flancos a la vez. ¡Pero reparad en el enemigo! ¡También se mantiene a la espera! Mientras tanto, se hacen fuertes. Llegan refuerzos de Cornovia, de Elmet, de Demetia, de Gwynned. Los desterrados se les unen para ganar un terruño y los proscritos para participar en el botín. Saben que van a ganar y que nosotros aguardamos como ratones acorralados por una manada de gatos.

Volvió a sonreír y se levantó.

—Pero no somos ratones. Con nosotros se encuentran algunos de los más grandes guerreros que empuñaran jamás la lanza. ¡Tenemos campeones entre nosotros! —Comenzaron las ovaciones—. ¡Podemos matar como gatos! ¡Y también sabemos despellejar! Pero —añadió, frenando la siguiente demostración de euforia que ya comenzaba a oírse—, pero, no será así si nos quedamos aquí esperando el ataque. Si permanecemos encerrados entre las murallas de Magnis, ¿qué sucede? El enemigo nos rodea. Se apodera de nuestros hogares, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de nuestras tierras, de nuestros rebaños y de nuestra cosecha recién recogida, y quedamos reducidos a la situación de ratones atrapados. Tenemos que lanzarnos al ataque, ¡y enseguida!

Agrícola esperó a que terminaran las ovaciones.

—Y ¿por dónde atacamos? —inquirió desabrido.

—Donde menos lo esperan, señor, ¡en su plaza más fuerte! En el valle del Lugg. ¡En el centro de la cruz! ¡Directo al corazón! —Levantó una mano para detener los vivas—. El valle es angosto y no permite rodear una barrera de escudo por los flancos. La calzada vadea el río al norte del valle. —Hablaba con el ceño fruncido, tratando de recordar un lugar que sólo había visto una vez en la vida, pero Arturo poseía la memoria de un soldado para el terreno y no necesitaba ver un terreno más que una vez para no olvidarlo—. Tendremos que situar hombres en la montaña occidental para impedir que los arqueros enemigos arrojen flechas desde lo alto, pero tan pronto como alcancemos el valle, juro que nadie nos moverá.

—Aunque resistamos allí —objetó Agrícola—, ¿cómo lograremos llegar? Ya han colocado doscientos arqueros en ese paso, más tal vez, pero aunque sólo fueran cien, podrían defender el

valle el día entero. Cuando hayamos conseguido abrirnos camino hasta el otro extremo del valle, Gorfyddyd ya habrá llegado con sus hordas desde Branogenium. O peor aún, los irlandeses Escudos Negros que guarnecen Monte Coel pueden avanzar hacia el sur y cortarnos la retirada. Aunque no nos muevan, señor, nos matarán en el sitio.

—Los irlandeses de Monte Coel no importan —replicó Arturo con despreocupación. Estaba emocionado y azogado y empezó a pasear de un lado a otro del estrado dando explicaciones, tratando de ganarse a la audiencia—. Os ruego que penséis, lord rey —le dijo a Tewdric—, en las consecuencias que nos acarrearía atrincheramos aquí. Llega el enemigo, nos retiramos tras los inexpugnables muros y ellos invaden nuestras tierras. A mediados de invierno seguiremos con vida, ¿pero quién más, en toda Gwent o Dumnonia? No. Esos montes al sur de Branogenium son las murallas de Gorfyddyd. Si las cruzamos, tendrá que luchar contra nosotros y, si esa lucha se produce en el valle del Lugg, ya puede darse por vencido.

—Los doscientos hombres situados en el valle del Lugg nos detendrán —insistió Agrícola.

—¡Se evaporarán como niebla! —exclamó Arturo con convicción—. Son doscientos hombres que jamás se han enfrentado a caballos con armadura.

—Hay una barrera de árboles caídos que impide el acceso al valle —arguyó Agrícola haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Los caballos con armadura no podrán pasar —hizo una pausa y abrió el puño para alzar la palma— y morirán —afirmó sin sombra de duda, en tono tan determinante que Arturo hubo de sentarse.

En el recinto se respiraban aires de derrota. En el exterior, donde los herreros trabajaban día y noche, oí el hervor de una hoja recién forjada al ser templada en agua.

—¿Me concedéis venia para hablar? —intervino Meurig, el hijo de Tewdric. Tenía una voz muy aguda y un tono rayano en mohíno; además, era ostensiblemente miope, pues forzaba la vista y torcía la cabeza cuando quería mirar a alguno de los que presidian el consejo—. Quisiera preguntar —dijo una vez su padre le hubo dado permiso para dirigirse al consejo— por qué hemos de presentar batalla.

Parpadeó repetidas veces tras formular la pregunta. Nadie respondió, quizá porque a todos nos sorprendió grandemente la pregunta.

—Dejadme, permitidme, consentid que os conteste yo mismo —prosiguió Meurig con cierta pedantería. Aunque fuera joven, mostraba la seguridad en sí mismo propia de un príncipe, si bien la falsa modestia de que revistió su intervencion me pareció irritante—. Nos enfrentamos a Gorfyddyd, corregidme si yerro, por nuestra antigua alianza con Dumnonia. Dicha alianza nos ha sido valiosa, sin duda, pero a mi entender Gorfyddyd no tiene los ojos puestos en el trono de Dumnonía.

Un murmullo de protesta se produjo entre los dumnonios presentes, pero Arturo levantó la mano en demanda de silencio y luego indicó a Meurig que continuara. Meurig parpadeó y tironeó de la cruz que llevaba al cuello.

—¿Por qué presentamos batalla? Yo lo diría con otras palabras, ¿se trata de nuestro casus belli?

—¿Casus belli? —repitió Culhwch a gritos. Me había visto llegar. Cruzó el salón para saludarme y me habló al oído—. Los hijos de perra tienen escudos endebles, Derfel, y están buscando la forma de escabullirse.

Arturo se levantó de nuevo y se dirigió secamente a Meurig.

—La causa de la guerra, lord príncipe, es el juramento hecho por vuestro padre de mantener al rey Mordred en el trono, y es evidente que Gorfyddyd piensa arrebatárselo a nuestro rey.

—Pero a mi entender —continuó Meurig—, y corregidme sí me equivoco, os lo ruego, Gorfydyyd no aspira a destronar al rey Mordred.

—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —terció Culhwch a voces.

—Existen indicios —contestó Meurig irritado.

—Algunos hijos de perra han estado en contacto con el enemigo —me dijo Culhwch al oído—. ¿Alguna vez te han puesto un cuchillo en la espalda, Derfel? Porque creo que a Arturo se lo acaban de poner.

Arturo mantenía la calma.

—¿Qué indicios son ésos? —preguntó con tono apacible.

El rey Tewdric guardó silencio durante la intervención de su hijo, prueba suficiente de que éste contaba con su aprobación para insinuar, aunque fuera con delicadeza, que más valía aplacar a Gorfyddyd que enfrentarse a él; sin embargo, en ese momento el rey, envejecido y cansado tomó el control del salón.

—No existen indicios, señor, sobre los cuales desee apoyar mi posición. No obstante —cuando pronunció estas palabras con tanto énfasis, todos comprendimos que Arturo había perdido el debate—, no obstante, señor, estoy convencido de que no debemos provocar a Powys innecesariamente. Veamos si es cierto que no podemos tener paz. —Hizo una pausa como sí temiera provocar la ira de Arturo, pero éste no dijo nada. Tewdric suspiró—. Gorfyddyd lucha —prosiguió lentamente, escogiendo las palabras con mesura— a causa de una ofensa hecha a su familia. —Volvió a detenerse temiendo que su franqueza pudiera molestar a Arturo, pero Arturo, que jamás eludía responsabilidades, la aceptó con un gesto poco entusiasta—. Pero nosotros —prosiguió Tewdric— luchamos por mantener la palabra dada a Uter, el rey supremo, palabra por la que nos comprometimos a mantener a Mordred en el trono. Y yo declaro que no romperé ese juramento.

—¡Ni yo! —exclamó Arturo en voz alta.

—Pero, lord Arturo, ¿y si el rey Gorfyddyd no tuviera intenciones de usurpar el trono? —preguntó Tewdric—. Sí sus intenciones fueran mantener a Mordred como rey, ¿por qué lucharíamos nosotros?

Se produjo un gran alboroto en el salón. Los dumnonios olíamos la traición y los de Gwent olfateaban la posibilidad de eludir la guerra; empezamos a insultarnos unos a otros hasta que Arturo impuso silencio de un manotazo en la mesa.

—El último mensajero que envié a Gorfyddyd —informó Arturo— me fue devuelto con la cabeza cortada dentro de un saco. ¿Deseáis, lord rey, que enviemos a otro?

Tewdric hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Gorfyddyd no quiere recibir a mis mensajeros. Les obliga a retroceder en la frontera. Pero si aguardamos aquí y dejamos que su ejército malgaste esfuerzos contra las murallas, confio en que se desanime y se muestre dispuesto a negociar.

Un murmullo de aprobación se elevó entre sus hombres.

Arturo intentó una vez más persuadir a Tewdric. Describió a nuestro ejército enterrado tras los muros mientras la horda de Gorfyddyd saqueaba los graneros con la cosecha recién recogida, mas los hombres de Gwent resistieron el poder persuasorío de su apasionada oratoria. No veían sino líneas de defensa rodeadas por el enemigo y campos de cadáveres, de modo que se aferraron a la creencia de su rey según la cual la paz sólo seria posible si se atrincheraban en Magnis y dejaban que Gorfyddyd agotara las fuerzas de los suyos tratando de abatir las inexpugnables murallas. Empezaron a exigir el consentimiento de Arturo a dicha estrategia y vi el dolor que ello le causaba.

Había perdido. Si se quedaba allí, Gorfyddyd pediría su cabeza. Si huía a Armórica, viviría, pero abandonaría a Mordred y renunciaría a su sueño de una Britania justa y unida. El clamor iba en aumento, y fue entonces cuando Galahad se puso en pie y pidió a gritos la palabra.

Tewdric señaló hacia él y mi amigo se presento.

—Lord rey, soy Galahad —dijo—, un príncipe de Benoic. Si el rey Gorfyddyd se niega a recibir mensajeros de Gwent o de Dumnonia, seguro que no rechazará a uno de Armórica. Lord rey, dadme vuestro consentimiento para partir a Caer Sws y averiguar las intenciones de Gorfyddyd en lo que concierne a Mordred. En caso de que me concedáis licencia, lord rey, ¿daréis por buena mi palabra como veredicto?

Twedric aceptó de muy buen grado. Cualquier intento de evitar la guerra le parecía adecuado, pero seguía pendiente de la opinión de Arturo.

—Supongamos que Gorfyddyd declara que Mordred está a salvo —le dijo a Arturo—. ¿Qué haríais en tal caso?

Arturo miraba la mesa fijamente. Su sueño se le escapaba de las manos pero no podía mentir para salvarlo, de modo que levantó los ojos con una sonrisa triste.

—En tal caso, lord rey, abandonaría Britania y os confiaría a Mordred por entero.

Los dumnonios volvimos a manifestar nuestro desacuerdo, pero fue Tewdric quien nos impuso silencio.

—No sabemos la respuesta que nos traerá el príncipe Galahad —dijo—, pero os prometo que si el trono de Mordred está amenazado, yo, el rey Tewdric, presentaré batalla. En caso contrario, no veo razón alguna para ir a la guerra.

Hubimos de conformarnos con tal promesa. Al parecer, la guerra dependía de la respuesta de Gorfyddyd. Al día siguiente Galahad partió hacia el norte en busca de la respuesta.

Y yo partí con él. Decidí acompañarlo aun en contra de sus deseos, pues arguyó que mi vida corría peligro. Mantuvimos una discusión enconada como nunca hasta entonces y rogué a Arturo que intercediera por mí, pues al menos un dumnonio debía escuchar la declaración de intenciones de Gorfyddyd con respecto a nuestro rey. Arturo discutió mi caso con Galahad y por fin, éste cedió. A fin de cuentas éramos amigos, pero por mí propia seguridad insistió en que me hiciera pasar por criado suyo durante el viaje y que pintara su enseña en mi escudo.

—¡No tienes enseña! —le dije.

—Ahora si —replicó, y ordenó que pintaran una cruz en nuestros escudos—. ¿Por qué no? —me preguntó—. Soy cristiano.

—No me parece apropiado —repuse.

Yo estaba acostumbrado a escudos de guerra con toros, águilas, dragones y ciervos, no con un pobre motivo de geometría religiosa.

—A mí me gusta —dijo—; y además ahora eres mi humilde siervo, Derfel, de modo que tu opinión no me interesa para nada. Para nada.

Lanzó una carcajada y esquivó un puñetazo que le dirigí al brazo.

Me vi obligado a cabalgar hasta Caer Sws. En todos los años que compartí con Arturo nunca llegué a acostumbrarme a ir sentado a lomos de un caballo. Me parecía más natural sentarme en la parte más baja de la espalda del animal, pero cabalgando de aquella forma era imposible sujetarse a los flancos con las rodillas, para lo cual había que deslizarse hacia delante hasta quedar colgado justo en la base del cuello, con los pies colgando por detrás de sus cuartos delanteros. Al final opté por asegurar un pie en la cincha para tener un punto de apoyo, variante que ofendió a Galahad, orgulloso como estaba de su estilo hípico.

—¡Monta como Dios manda! —me decía.

—¡Pero no tengo dónde apoyar los pies!

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