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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (67 page)

BOOK: El rey del invierno
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—El miedo os prestará velocidad, señor —me dijo Issa tras ganarme diez asaltos y asestarme en la cabeza un golpe que me resonó como un trueno en los oídos.

—No rompas las plumas —le advertí.

En mi fuero interno deseaba no haber aceptado la pesada armadura. Era propia de soldados de caballería, estaba pensada para aumentar el peso y hacer que el jinete que tenía que abrirse paso entre las filas enemigas causara una impresión más imponente, pero los lanceros confiábamos en la agilidad y la velocidad siempre que no estábamos apretados hombro con hombro en la línea de defensa.

—Tenéis un aspecto magnifico, señor —comentó Issa con admiración.

—Seré un cadáver de magnifico aspecto sí no me cubres el flanco —le contesté—. Es como luchar dentro de un caldero. —Me quité el yelmo y sentí un gran alivio en el cráneo—. La primera vez que vi esta armadura —le dije— deseé poseerla más que cualquier otra cosa en el mundo. Ahora la regalaría a cambio de una buena cota de cuero.

—Saldréis bien parado, señor —me consoló con un gesto burlón.

Teníamos mucho que hacer. Las mujeres y los niños que los hombres vencidos de Valerin habían dejado abandonados fueron conducidos hacia el sur, lejos del valle; después preparamos defensas cerca del parapeto de árboles. Sagramor temía que la fuerza arrolladora del enemigo nos expulsara del valle antes de que la caballería de Arturo llegara a rescatamos, de modo que preparó el terreno con meticulosidad. Mis hombres querían dormir, pero hubimos de cavar una zanja en medio del valle, no tan profunda como para impedir el paso a nadie pero si lo suficiente como para dificultar la marcha a los lanceros e incluso hacerlos tropezar al acercarse a nuestra línea de lanzas. El parapeto de árboles se hallaba justo detrás de la zanja y marcaba el limite hasta el que podíamos retirarnos por el sur y el lugar que habríamos de defender a muerte. Para reforzar la defensa Sagramor clavó entre los troncos unas cuantas lanzas abandonadas por los hombres de Valerin y ordenó que las hundieran firmemente en la tierra de modo que formaran un seto de puntas de lanza en diversos ángulos entre las ramas de los pinos. Dejamos libre la parte del camino que habíamos despejado para tener la posibilidad de atrincheramos detrás de la frágil barrera y defenderla.

Me preocupaba la ladera empinada y abierta por la que habíamos descendido de madrugada. Sin duda los guerreros de Gorfyddyd lanzarían el ataque desde el mismo valle, pero los de la leva serian enviados a terreno elevado para amenazarnos por el flanco izquierdo, y Sagramor no podía prescindir de hombres para enviarlos a defender la colina; sin embargo, Nimue dijo que no había necesidad de preocuparse. Tomó diez lanzas enemigas y con ayuda de seis hombres cortó la cabeza a diez de los lanceros caídos de Valerin y entre todos llevaron las lanzas y las cabezas sangrantes monte arriba; hundió las lanzas en el suelo por el extremo inferior y empaló las cabezas en las puntas de hierro; luego las envolvió en macabras pelucas de hierbas entretejidas, con un encantamiento en cada nudo, y esparció ramas de tejo entre los postes, que estaban bastante separados. Había hecho una barrera de espíritus, una fila de espantapájaros humanos cargados de encantamientos y hechizos que nadie se atrevería a cruzar sin ayuda de un druida. Sagramor le pidió que pusiera otra igual en la parte norte del vado, pero Nimue se negó.

—Los guerreros de Gorfyddyd traerán a sus druidas —le dijo—, y la barrera de espíritus haría reír a cualquier druida. Sin embargo, los de la leva vendrán solos.

Nimue había recogido un puñado de verbena en la ladera y distribuyó las pequeñas flores moradas entre los lanceros; todos sabían que la hierba les protegería en la batalla. A mí me introdujo un buen puñado en la armadura.

Los cristianos rezaron juntos sus oraciones mientras los paganos pedían ayuda a los dioses. Algunos arrojaron monedas al río y presentaron sus talismanes a Nimue para que los tocara. La mayoría llevaban patas de liebre, pero unos cuantos tenían dardos mágicos o piedras de serpiente. Los dardos mágicos eran diminutas puntas de flecha hechas de pedernal disparadas por los espíritus y muy preciadas entre los soldados, y las piedras de serpiente tenían vivos colores que Nimue hizo resaltar mojándolas en el río antes de llevárselas al ojo sano. Yo me apreté la cota con la mano hasta notar el broche de Ceinwyn en el pecho, luego me arrodillé y besé la tierra. Toqué el suelo húmedo con la frente y pedí a Mitra fuerza, valor y, si tal era su designio, una muerte honrosa. Algunos bebieron hidromiel, que encontramos en la aldea, pero yo sólo bebí agua. Comimos los alimentos que los hombres de Valerin habían llevado para el almuerzo y a continuación un grupo ayudó a Nimue a atrapar sapos y musarañas; luego los mató y los colocó en el camino, mas allá del vado, para que esparcieran influencias nefastas sobre el enemigo cuando se acercara. Después volvimos a afilar nuestras armas y nos quedamos a la espera. Sagramor encontró a un hombre oculto en los bosques, detrás de la aldea. Se trataba de un pastor y Sagramor le interrogó acerca del terreno circundante; el hombre le dijo que río arriba había otro vado desde donde el enemigo podría rodearnos si intentábamos defender la orilla en el extremo norte del valle. Por el momento no nos preocupaba que hubiera un segundo vado, pero no debíamos olvidar su existencia porque el enemigo podría aprovecharlo para desbaratar nuestra línea de defensa por el lado norte. Me inquietaba la proximidad del combate, pero Nimue no parecía tener miedo.

—Nada tengo que temer —me dijo—. Ya he recibido las tres heridas, nada puede hacerme daño. —Estaba sentada a mi lado, cerca del vado del extremo norte del valle. Ahí situaríamos nuestra primera línea defensiva, y desde allí comenzaríamos a retirarnos poco a poco hasta llevar al enemigo al corazón del valle y a la trampa preparada por Arturo—. Además —añadió—, estoy bajo la protección de Merlín.

—¿Sabe que estamos aquí? —pregunté.

—Lo sabe —respondió tras una pausa.

—¿Va a venir?

Frunció el ceño como si la pregunta estuviera de más.

—Merlín hará —dijo despacio— lo que tenga que hacer.

—Entonces, vendrá —añadí con esperanza ferviente.

Nimue hizo un gesto de impaciencia con la cabeza.

—Lo único que le importa es Britania. Cree que Arturo podría ayudarle a restaurar la sabiduría de Britania, pero si creyera a Gorfyddyd más adecuado para la misión, créeme, Derfel, Merlín se pondría de parte de Gorfyddyd.

Ya me lo había insinuado el propio Merlín en Caer Sws, pero de todas formas me costaba trabajo creer que sus ambiciones se alejaran tanto de mis propias lealtades y esperanzas.

—¿Y tú, Nimue?

—Un vínculo me une a este ejército —dijo—, después quedaré libre para ayudar a Merlín.

—Gundleus —dije, y ella asintió.

—Entrégame a Gundleus vivo, Derfel —me dijo mirándome a los ojos—, entrégamelo vivo, te lo ruego. —Se tocó el parche de cuero y se quedó en silencio, reuniendo energías para la venganza que tanto ansiaba. Todavía tenía el rostro macilento y el negro pelo le caía lacio sobre las mejillas. La suavidad que me demostrara en Lughnasa se había transformado en una frialdad sombría que me hizo pensar que jamás llegaría a comprenderla. La amaba, pero no de la misma forma en que creía amar a Ceinwyn, sino con el amor que se pueda sentir hacia un gran ejemplar de animal salvaje, un águila o un gato montés, pues sabia que nunca entendería por completo su vida ni sus sueños. De repente, sonrío—. Haré que el espíritu de Gundleus aúlle eternamente —dijo en voz baja—. Lo enviaré por el abismo hasta la nada, pero jamás la alcanzará, Derfel, sufrirá para siempre al borde de la nada, lamentándose sin tregua.

Sentí un escalofrío al pensar en Gundleus.

Un grito me llamó la atención hacia el otro lado del río. Seis caballos se acercaban al galope. Nuestra barrera de escudos se puso en pie y entre las curvas de los escudos asomaron las armas, pero entonces distinguí al que cabalgaba en cabeza: era Morfans. Corría a toda prisa clavando los talones a su montura, cansada y sudorosa, y temí que aquellos seis fueran lo único que quedara de los hombres de Arturo.

Los caballos cruzaron el vado chapoteando en el río y Sagramor salió a su encuentro. Morfans se detuvo en la orilla.

—A dos millas de aquí —dijo jadeante—, Arturo nos envía en vuestra ayuda. ¡Dioses! ¡Son cientos y cientos de malnacidos! —Se limpió el sudor de la frente y sonrió—. ¡Habrá botín para mil de los nuestros.

Se apeó del caballo y vi que llevaba el cuerno de plata; supuse que seria para avisar a Arturo cuando llegara el momento oportuno.

—¿Dónde está Arturo? —preguntó Sagramor.

—Escondido a buen recaudo —dijo, y al verme con la armadura su fea cara se torció en una sonrisa asimétrica—. El peso de esa armadura hunde,¿verdad?

—¿Cómo es capaz de luchar con ella puesta? —pregunte.

—Pues lo hace, y muy bien. Como lo harás tú, Derfel. —Me dio unas palmadas en el hombro—. ¿Hay noticias de Galahad?

—Ninguna.

—Agrícola no nos abandonará, digan lo que digan ese rey cristiano y el cobarde de su hijo —declaró Morfans, y se llevó a sus cinco jinetes al otro lado de la barrera de escudos—. Dejadnos cinco minutos para que descansen los caballos.

Sagramor se colocó el yelmo. El númida llevaba cota de malla, manto negro y botas altas. Su casco de hierro estaba pintado de negro, con pez, y terminaba en una punta afilada que le confería un aspecto exótico. Solía luchar a caballo, pero no parecia apenarle formar parte de la infantería aquel día. Tampoco daba muestras de nerviosismo mientras recorría de un lado a otro la barrera de escudos animando a sus hombres.

Me coloqué el agobiante yelmo de Arturo y me até el barboquejo por debajo de la barbilla. Después, ataviado como mi señor, recorrí a mi vez la línea de defensa advirtiendo a mis hombres que la batalla seria dura, pero que teníamos la victoria asegurada mientras la barrera de escudos resistiera. Nuestra barrera se afinaba mucho en algunos puntos, con sólo tres hombres, pero todos eran grandes luchadores. Uno de ellos salió de la fila al acercarme yo al punto donde mis lanceros se unían a los de Sagramor.

—¿Os acordáis de mi, señor? —me pregunto.

Por un momento pensé que me había confundido con Arturo y me retiré los protectores de las mejillas para que me viera bien la cara, hasta que por fin lo reconocí. Se trataba de Griffid, el capitán de Owain, el que había intentado matarme en Lindinís, aunque no lo logró gracias a la intervención de Nimue.

—Griffid ap Annan —le saludé.

—Hay sangre entre nosotros, señor —me dijo, y se postró de hinojos—. Perdonadme.

Lo levanté y lo abracé. Tenía la barba gris pero seguía siendo el mismo hombre de huesos largos y rostro triste que yo recordaba.

—Mi espíritu está bajo tu protección —le dije—, y me alegro por ello.

—Y el mio bajo la vuestra, señor —dijo.

—¡Minac! —exclamé, al reconocer a otro de mis antiguos camaradas—. ¿Me habéis perdonado?

—¿Hubo algo que perdonar, señor? —preguntó, cohibido por mi pregunta.

—Nada hubo que perdonar —le aseguré—, porque no rompí el juramento, lo juro ahora de nuevo.

Minac se adelantó y me abrazó. Toda clase de querellas semejantes iban solucionándose a lo largo de la barrera de escudos.

—¿Qué ha sido de vosotros? —pregunté a Griffid.

—Hemos luchado mucho, señor, sobre todo contra los sajones de Cerdic. La batalla de hoy será fácil comparada con aquellos malnacidos, excepto en una cosa —añadió vacilante.

—¿De qué se trata?

—¿Nos devolverá ella nuestros espíritus, señor? —preguntó Griffid mirando a Nimue.

Se acordaba del espantoso maleficio que les había echado a él y a sus hombres.

—Naturalmente —dije, y llamé a Nimue; tocó a Griffid en la frente, y a todos los que me amenazaron aquel lejano día en Lindinis.

De esa forma conjuró y deshizo la maldición; ellos se lo agradecieron besándole la mano. Abracé a Griffid de nuevo y levanté la voz para que me oyeran todos mis hombres.

—En el día de hoy —declaré— daremos a los bardos canciones para cantar durante mil años. íY en el día de hoy volveremos a ser ricos!

Todos aplaudieron. Tan grande era la emoción en la barrera de escudos que algunos lloraban de alegría. Ahora sé que no hay gozo comparable al de servir a Cristo Jesús, pero ¡cuánto echo de menos la compañía de los guerreros! Aquella mañana se esfumó cualquier traba del pasado que hubiera entre nosotros y un gran amor nos unió en la espera. Éramos hermanos, éramos invencibles, y hasta el lacónico Sagramor derramó algunas lágrimas. Un lancero empezó a cantar la canción de guerra de Beli Mawr, la más famosa canción guerrera de Britania, y las fuertes voces masculinas fueron agregándose, empujadas por el instinto, a lo largo de toda la fila. Algunos iniciaron un baile entre las espadas, brincando torpemente con la armadura de cuero puesta y marcando los intrincados pasos de un lado a otro de la hoja. Nuestros cristianos abrían los brazos completamente al cantar, como si la canción de guerra fuera una plegaria pagana a su dios, mientras que otros hacían chocar las lanzas contra los escudos al ritmo de la melodía.

Estábamos cantando todavía sobre la sangre enemiga que derramaríamos cuando apareció el enemigo en carne y hueso. Seguimos cantando a voz en grito al tiempo que las filas de enemigos iban apareciendo, una tras otra, ocupando la extensión de los lejanos campos bajo las enseñas reales que brillaban a la oscurecida luz del día. Y no dejamos de cantar; era un torrente

musical que desafiaba al ejército de Gorfyddyd, el ejército del padre de la mujer a quien yo amaba. Ese era el verdadero motiyo por el que yo luchaba; no sólo por Arturo, sino porque únicamente a través de la victoria podría volver a Caer Sws y verla de nuevo. Tal aspiración escapaba a mis posibilidades, no tenía esperanzas porque yo era hijo de una esclava y ella princesa de Powys; sin embargo, de alguna manera, aquel día creí que me jugaba mucho más de lo que había poseido en toda mi vida.

Aquella horda, lenta y pesada, tardó más de una hora en formarse en línea de batalla en la otra orilla del río. El río sólo podía cruzarse por el vado, lo cual nos daría tiempo para la retirada, llegado el momento; pero de momento el enemigo debió de pensar que íbamos a defender el vado durante todo el día, porque concentró a sus mejores hombres en el centro de la barrera. El propio Gorfyddyd estaba presente, y su enseña con el águila parecía empapada ya de sangre nuestra, pues la lluvia había corrido los colores. En el centro de nuestro frente ondeaban el oso negro y el dragón rojo de Arturo, y allí estaba yo, frente al vado. Sagramor se encontraba a mi lado y contaba las enseñas enemigas. Allí estaban el zorro de Gundleus y el caballo rojo de Elmet, además de otras muchas que no reconocíamos.

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