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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (70 page)

BOOK: El rey del invierno
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Lancé una maldición y volví a mirar al enemigo. Sólo los dioses nos habían salvado en el último ataque, y sólo ellos sabían cuánto resistiríamos a partir de aquel momento.

—¿Nadie vendrá? —pregunté con amargura.

—Unos pocos, quizás. —Anunció las malas noticias en voz baja—. Tewdric cree que estamos condenados y Agrícola dice que deberían acudir en nuestra ayuda, pero Meurig quiere dejarnos morir. Están todos discutiendo; de todos modos, Tewdric proclamó que todo aquel que deseara morir aquí tenía licencia para seguirme. Tal vez unos pocos se hayan puesto en camino.

Rogué por que así fuera, pues los contingentes de la leva de Gorfyddyd que acababan de llegar se habían situado en el monte occidental, aunque ni uno solo de la harapienta horda había osado todavía cruzar la valla de espíritus de Nimue. Juzgué que podríamos resistir dos horas más y después estaríamos sentenciados, aunque seguro que Arturo llegaría antes.

—¿No ha habido señales de los irlandeses Escudos Negros? —pregunté a Galahad.

—No, a Dios gracias —dijo.

Una pequeña bendición en un día sin bendiciones apenas, aunque media hora después de la llegada de Galahad recibimos algún refuerzo. Siete hombres cabalgaban hacia el norte en dirección a nuestra maltrecha barrera de escudos, siete hombres vestidos para la guerra, con lanzas, escudos y espadas, con el símbolo del halcón en el escudo, el halcón de Kernow, enemigo nuestro. Sin embargo, aquellos hombres no acudían como enemigos. Eran seis guerreros avezados y curtidos con su Edling a la cabeza, el príncipe Tristan.

Pasada la primera emoción de los saludos, Tristán justificó su presencia.

—En una ocasión Arturo luchó por mi, hace mucho tiempo que deseaba devolverle el favor.

—¿A costa de vuestra vida? —cuestionó Sagramor gravemente.

—Él arriesgó la suya —replicó Tristán con sencillez. El recuerdo que yo guardaba de él era el de un hombre alto y atractivo, y seguía siendo así, aunque los años habían entristecido su expresión y parecía más fatigado, como si hubiera sufrido numerosas decepciones—. Es posible que mi padre no me perdone jamás el haber venido aquí —añadió compungido—, pero yo no podría perdonarme la ausencia.

—¿Cómo se encuentra Sarlinna? —le pregunté.

—¿Sarlinna? —Tardó unos segundos en recordar a la pequeña que había acusado a Owain en Caer Cadarn—. ¡Ah, Sarlinna! Se casó con un pescador. —Sonrió—. Vos le regalasteis un gatito, ¿no es así?

Colocamos a Tristán y a sus hombres en el centro, el lugar de honor en aquel campo de batalla, aunque durante el siguiente ataque el enemigo no dirigió las fuerzas al centro sino a la barrera de árboles que protegía nuestros flancos. Durante un tiempo la zanja, poco profunda, y las enredadas ramas del parapeto les causaron dificultades, pero no tardaron en aprender a utilizar los árboles caídos como protección; lograron penetrar limpiamente por algunas partes y curvar de nuevo nuestra línea hacia atrás de nuevo. Pero una vez más logramos contenerlos y Griffid, mi antiguo enemigo, se cubrió de gloria acabando con la vida de Nasiens, el paladín de Gundleus. Los escudos chocaban sin cesar. Quebrábanse las lanzas, saltaban las espadas hechas pedazos y resquebrajábanse los escudos en el embate de hombres exhaustos contra hombres fatigados. El ejército de leva se agrupó en la cima del monte y observaba desde lejos la valla de espíritus de Nimue; Morfans obligó una vez más a su cansado caballo a subir por la peligrosa pendiente. Estuvo mirando hacia el norte y todos rogamos por que hiciera sonar el cuerno. Observó al enemigo largo rato y debió de sentirse satisfecho al ver a todas las tropas enemigas atrapadas por fin en el valle, pues se llevó el cuerno de plata a la boca y envió la esperada llamada por encima del fragor de la batalla.

Nunca el sonido de un cuerno había causado tanta alegría. Nuestras filas empujaron a una y las espadas abolladas cayeron sobre el enemigo con energía renovada. El cuerno de plata emitió su nota pura y limpia una y otra vez avisando para la matanza, y cada vez que sonaba, nuestros hombres empujaban y avanzaban entre las ramas de los árboles amontonados cortando, cercenando y gritando al enemigo, el cual, temiéndose una encerrona, miraba con inquietud la extensión del valle sin dejar de defenderse. Gorfyddyd ordenó a sus hombres que rompieran nuestra defensa en ese momento y su guardia real dirigió el ataque contra nuestras posiciones centrales. Oí a los hombres de Kernow lanzar sus gritos de guerra y satisfacer de ese modo la deuda de su Edling. Nimue estaba entre los lanceros blandiendo una espada con ambas manos. Le grité que se alejara, pero la sed de sangre se había apoderado de su espíritu y luchaba fanáticamente. Inspiraba temor al enemigo, pues sabían que estaba con los dioses, y los hombres procuraban evitarla en vez de enfrentarse a ella; de todas formas, me alegré cuando Galahad la sacó de un empujón del centro de la batalla. Aunque Galahad hubiera llegado tarde, batiase con un regocijo salvaje que obligaba al enemigo a recular sobre el montículo de muertos y moribundos.

El cuerno sonó por última vez y finalmente Arturo se lanzó a la carga.

Sus lanceros, vestidos de armadura, salieron de su escondite, al norte del río, y sus caballos entraron en el vado como una tormenta repentina, levantando espuma. Pisotearon a los muertos del primer enfrentamiento y cargaron con sus brillantes lanzas contra las unidades de la retaguardia enemiga. Las filas se esparcían como broza en el aire al paso de los caballos herrados, que lograron adentrarse mucho en el ejército de Gorfyddyd. Los hombres de Arturo se dividieron en dos grupos y abrieron sendos canales en la masa de lanceros. Cargaron, dejaron las lanzas en los cuerpos y continuaron matando con las espadas.

Por un momento, por un breve momento triunfal, creí que el enemigo rompería filas, pero Gorfyddyd, previniendo el mismo peligro, ordenó formar otra barrera de escudos de cara al norte. Sacrificaría a los hombres de la retaguardia y formaría otra línea de lanzas con las últimas filas de sus tropas delanteras. Y la táctica dio resultado. ¡Con cuánta razón me decía Owain, hacia ya tanto tiempo, que ni siquiera los caballos de Arturo se lanzarían a la carga contra una barrera de escudos bien formada! Y no lo hicieron. Arturo sembró la muerte y el pánico entre un tercio del ejército de Cuneglas, pero los demás formaron atinadamente y se enfrentaron al reducido contingente de caballería.

A pesar de todo, el enemigo nos seguía superando en número.

Tras el parapeto de árboles, nuestras lineas no contaban con más de dos hombres por puesto, y en algunos puntos uno solo. Arturo no logró llegar hasta nosotros y Gorfyddyd sabia que jamás lo lograría mientras la barrera de escudos se mantuviera firme frente a los caballos. Formó dicha barrera de escudos, dejó al tercio perdido de su ejército a merced de Arturo y colocó al resto de sus hombres frente a Sagramor. Gorfyddyd comprendía la estrategia de Arturo y se la echó por tierra, de modo que estaba en condiciones de azuzar a sus hombres a la batalla con confianza renovada, aunque en esta ocasión, en vez de ordenar el ataque a lo largo de toda nuestra barrera, lo concentró en el extremo occidental del valle en un intento de rompernos el flanco izquierdo.

Los hombres del flanco izquierdo lucharon, mataron y murieron, pero pocos habrían sido capaces de mantener la barrera mucho tiempo, y ninguno lo habría conseguido desde el momento en que los silurios de Gundleus nos rodearon situándose en las pendientes más bajas del monte, sin llegar a la macabra valla de espíritus. Atacaron brutalmente y nos defendimos con pareja ferocidad. Los hombres de Morfans que aún sobrevivían se arrojaron contra los silurios, Nimue los cubrió de maldiciones y los recién llegados hombres de Tristán se debatieron como campeones; pero aunque hubiéramos contado con el doble de los que éramos, no habríamos podido evitar que el enemigo nos rodeara, y así, nuestro frente de batalla, retorciéndose como una culebra, desembocó en la orilla del río, donde formamos un semicírculo de defensa en torno a las dos enseñas y a unos cuantos heridos que pudimos arrastrar con nosotros.

Fueron momentos espantosos. Vi romperse nuestra barrera de escudos, vi al enemigo dar comienzo a la matanza de los que huían y después corrí con los demás al desesperado corrillo de supervivientes. Sólo hubo tiempo para improvisar una barrera de escudos poco compacta y quedarnos mirando a las fuerzas triunfadoras de Gorfyddyd, que perseguían y mataban a nuestros fugitivos. Tristán sobrevivió, y también Galahad y Sagramor, pero era magro consuelo, pues habíamos perdido la batalla y sólo restaba morir como héroes. En la mitad norte del valle, Arturo seguía detenido por la barrera de escudos, mientras que en el sur nuestra barrera, que había resistido al enemigo durante toda la jornada, se había roto y sus restos se hallaban rodeados. Habíamos comenzado la batalla con doscientos hombres y quedábamos pocos más de cien.

El príncipe Cuneglas se acercó a caballo a pedir nuestra rendición. Su padre se hallaba al frente de los hombres que luchaban contra Arturo y no le importó dejar en manos de su hijo y del rey Gundleus la destrucción de los restantes lanceros de Sagramor. Al menos, Cuneglas no insultó a mis hombres. Frenó su caballo a doce pasos de nuestra línea y levantó la mano derecha, vacía, en señal de tregua.

—¡Hombres de Dumnonia! —les dijo—. Habéis luchado bien, pero seguir luchando es procurarse una muerte segura. Os ofrezco la vida.

—Estrenaos al menos con la espada antes de pedir la rendición a unos hombres valientes —le grité.

—Tenéis miedo de luchar, ¿no es así? —se burló Sagramor, pues hasta el momento ninguno habíamos visto a Gorfyddyd, a Cuneglas ni a Gundleus en el frente de batalla.

El rey Gundleus permanecía en su caballo a pocos pasos de Cuneglas. Nimue le lanzaba maldiciones pero no sabría decir si él llegó a percibir su presencia o no. Si llegó a verla, no le importaría porque estábamos todos atrapados y condenados.

—¡Enfrentaos conmigo ahora! —le dije a Cuneglas—. Hombre contra hombre, si os atreveis.

Cuneglas me miró con expresión triste. Yo estaba cubierto de sangre y barro, sudoroso, magullado y dolorido, mientras que él aparecía elegante con su cota corta de malla y su yelmo rematado con plumas de águila. Me dedicó una media sonrisa.

—Sé que no sois Arturo —dijo—, pues le he visto a lomos de un caballo, pero seáis quien seáis, habéis combatido noblemente. Os ofrezco la vida.

Me quité el asfixiante y sudado yelmo de la cabeza y lo arrojé al centro del semicírculo.

—Me conocéis, lord príncipe —dije.

—Lord Derfel —dijo, haciéndome el honor de reconocerme—. Lord Derfel Cadarn, si os doy mi palabra de respetar vuestra vida y la de vuestros hombres, ¿os rendiréis?

—Lord príncipe, no soy yo quien da las órdenes aquí. Debéis hablar con lord Sagramor.

Sagramor se situó a mi lado y se quitó el yelmo negro rematado por una espiral; había recibido el impacto de una lanza y tenía una costra de sangre en el pelo, rizado y negro.

—Lord príncipe —dijo con cautela.

—Os ofrezco la vida —repitió Cuneglas— a cambio de la rendición.

Sagramor señaló con su espada curva hacia el norte del valle, donde los jinetes de Arturo dominaban.

—Mi señor no se ha rendido —le dijo a Cuneglas—, por tanto yo no puedo rendirme. Sin embargo —levantó la voz— libero a mis hombres de su juramento.

—Yo también —dije a mis hombres.

Sin duda algunos sintieron la tentación de abandonar las filas, pero ante el abucheo de otros, nadie se movió; aunque quizás el abucheo que oi no fuera más que las burlas de unos hombres cansados. El príncipe Cuneglas aguardó unos segundos y después sacó dos finas torques de oro de una bolsa que llevaba al cinturón. Nos sonrio.

—Rindo homenaje a vuestro valor, lord Sagramor. Os rindo homenaje a vos, lord Derfel. —Arrojó el oro a nuestros pies. Yo recogí una torques y apreté los extremos para ajustármela al cuello—. Derfel Cadarn —añadió Cuneglas sonriendo.

—Hablad, lord príncipe.

—Mi hermana me ha pedido que os salude, y así lo hago.

Mi espíritu, tan próximo a la muerte, saltó de dicha al oir esas palabras.

—Saludadla también de mi parte, lord príncipe —respondí—, y decidle que espero disfrutar de su compañía en el más allá.

Entonces, la idea de no volver a ver a Ceinwyn en este mundo se sobrepuso a la felicidad y me embargó un deseo incontenible de llorar. A Cuneglas no le pasó desapercibida mi tristeza.

—No es necesario morir, lord Derfel —dijo—. Os ofrezco la vida y os garantizo seguridad. Os ofrezco mi amistad también, sí estáis dispuesto a aceptaría.

—Sería un honor, lord príncipe, pero mientras mi señor luche, yo lucho.

Sagramor se puso el yelmo de nuevo y se estremeció ligeramente al rozar el metal la herida de la lanza.

—Os doy las gracias, lord príncipe —le dijo a Cuneglas—, pero escojo luchar contra vos.

Cuneglas dio media vuelta. Miré mi espada, mellada y pegajosa, y miré a mis hombres.

—Aunque no hayamos logrado otra cosa —les dije—, al menos es seguro que el ejército de Gorfyddyd tardará muchos días en marchar sobre Dumnonia. ¡Quizá nunca lo consiga! ¿Quién

se atreverá a enfrentarse dos veces contra hombres como nosotros?

—Los irlandeses Escudos Negros —replicó Sagramor, y señaló con la cabeza hacia la ladera, donde la valla de espíritus había protegido aquel flanco todo el día.

Y allí, tras los postes mágicos, vimos una banda guerrera con los escudos redondos y negros y las temibles lanzas largas de los irlandeses. Era la guarnición de Monte Coel, los irlandeses Escudos Negros de Oengus Mac Airem que acudían a participar en la carnicería.

Arturo seguía luchando. Había reducido a despojos rojos a un tercio del ejército enemigo, pero el resto le tenía en jaque. Cargaba una y otra vez esforzándose por romper la barrera, pero no hay caballo en la tierra capaz de atravesar un matorral de hombres, escudos y lanzas. Incluso Llamrei flaqueó. Pensé que sólo faltaba clavar a Excalibur profundamente en el suelo teñido de sangre y desear que el dios Gofannon acudiera a rescatarlo desde el abismo más profundo del otro mundo.

No acudió dios alguno, ni tampoco los hombres de Magnis. Más tarde supimos que unos cuantos voluntarios se habían puesto en camino, pero llegaron tarde.

El ejército de leva de Powys permanecía en la montaña, sin atreverse a cruzar la valla de espíritus; se les habían juntado más de cien guerreros irlandeses, que empezaron a marchar hacia el sur con la intención de pasar rodeando a los espíritus vengativos de la valla. Pensé que al cabo de media hora esos Escudos Negros se unirían al ataque final de Cuneglas; entonces fui a hablar con Nimue.

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