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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (69 page)

BOOK: El rey del invierno
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El siguiente ataque no se hizo esperar, y fue duro. Al igual que en el primero, en este tercer asalto tomó parte una gran masa de lanceros, pero salimos a su encuentro hasta nuestra orilla del río para que la presión de los hombres de las segundas filas enemigas empujara a sus principales lanceros y les hiciera tropezar con el montón de cadáveres. Al tropezar, abrieron huecos en la defensa que nosotros aprovechamos para contraatacar acuchillando con nuestras rojas lanzas y profiriendo gritos de victoria. Después los escudos chocaron de nuevo, los moribundos gritaban y clamaban a sus dioses y las espadas entrechocaban fragorosamente como los yunques de Magnis. Me encontraba otra vez en primera fila, apretado contra el enemigo a tan poca distancia que olía su aliento de hidromiel. Un hombre intentó quitarme el yelmo y perdió la mano de una estocada. El combate de empujones comenzó de nuevo y una vez más pareció que el enemigo nos haría retroceder a fuerza de peso, pero Morfans volvió a intervenir con sus pesados caballos y nuevamente el enemigo arrojó lanzas que rebotaron en nuestros escudos; hasta que el enemigo hubo de retirarse una vez más. Dicen los bardos que el río bajaba rojo, lo cual no es cierto, aunque si se veían algunos hilillos de sangre que iban deshaciéndose en la corriente; era la sangre de los heridos que intentaban retirarse por el vado sin conseguirlo.

—Podemos luchar contra esos mal nacidos aquí todo el día —dijo Morfan.

Su caballo sangraba y desmontó para curarle la herida.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—Más arriba hay otro vado —le dije, señalando hacia poniente—. No tardarán en colocar lanceros en esta orilla.

Las tropas que habían de rodearnos aparecieron antes de lo que esperaba, pues al cabo de diez minutos un grito de nuestro flanco izquierdo nos avisó de la presencia en la parte occidental del río de un grupo enemigo que avanzaba por nuestra orilla.

—Es el momento de retirarse —me dijo Sagramor. Su rostro negro y bien afeitado tenía sangre y sudor, pero los ojos le brillaban de alegría, pues ésta seria una batalla que haría forjar palabras nuevas a los poetas para describir un combate que seria rememorado a lo largo de muchos inviernos en los salones llenos de humo; una lucha que, aunque se perdiera, enviaría a los guerreros a los salones del más allá con todos los honores—. Es el momento de llevarlos a la trampa —añadió, y dio a voces la orden de retirada.

Y así, el grueso de nuestras fuerzas inició la retirada lenta y torpemente hasta detenerse cien pasos más allá de la aldea y el edificio romano. Nuestro flanco izquierdo se asentó en la empinada ladera occidental del valle, mientras que el derecho quedó protegido por el terreno pantanoso que llevaba al río. A pesar de todo nuestra posícion era mucho más vulnerable que antes, porque la barrera de escudos era desesperadamente poco tupida y el enemigo podía atacarla en toda su longitud.

Gorfyddyd tardó una hora larga en conseguir que sus hombres cruzaran el río y formaran una nueva barrera de escudos. Me imaginé que seria ya mediodía y miré hacia atrás por sí veía alguna señal de Galahad o de los hombres de Tewdric, pero nadie aparecía en lontananza. Aunque tampoco vi, afortunadamente, ni a un solo hombre en la montaña occidental donde Nimue había levantado la valla de espíritus para protegernos por ese lado; de todos modos, Gorfyddyd no necesitaba colocar hombres allí porque su ejército ya era más numeroso que nunca. Habían llegado contingentes de refresco de Branogeníum y los comandantes de Gorfyddyd arrastraban y arrojaban a los recién llegados a la barrera de escudos. Observamos a los capitanes, que enderezaban las líneas con sus largas lanzas, y todos nosotros, a pesar de las amenazas que proferíamos, sabíamos que por cada hombre que habíamos matado en el río, diez más acababan de cruzar el vado.

—Aquí no conseguiremos detenerlos —dijo Sagramor, observando el aumento de las fuerzas enemigas—, tenemos que volver al parapeto de árboles.

En ese momento, antes de que Sagramor pudiera dar la orden de retirada, Gorfyddyd en persona se adelantó para provocarnos. Cabalgó solo, sin siquiera la compañía de su hijo, únicamente con la espada envainada y una lanza, pues no tenía brazo con que sujetar el escudo. El yelmo con ribetes de oro, el que Arturo le devolviera el día de su compromiso con Ceinwyn, estaba rematado con unas alas de águila abiertas y doradas y llevaba el manto negro extendido sobre la grupa del caballo. Sagramor me dijo que no me moviera de donde estaba y salió al encuentro del rey.

En vez de usar las riendas, Gorfyddyd habló a su caballo en voz baja y éste se detuvo obediente a dos pasos de Sagramor. Gorfyddyd apoyó el extremo de la lanza en el suelo, retiróse los protectores de las mejillas y mostró su rostro avinagrado.

—Tú eres el demonio negro de Arturo —dijo a Sagramor, y escupió para espantar el mal—, y tu señor, el amante de la ramera, se refugia tras tu espada. —Volvió a escupir, pero esta vez en direccion a mí—. ¿Por qué no parlamentas conmigo, Arturo? —gritó—. ¿Acaso te has quedado sin lengua?

—Mi señor Arturo —respondió Sagramor con su fuerte acento extranjero— ahorra el aliento para cantar la canción de victoria.

Gorfyddyd levantó la lanza.

—Sólo tengo un brazo —me dijo a voces—, ¡pero lucharé contra ti!

No respondí ni me moví. Sabia que Arturo jamás se enfrentaría en combate singular con un manco; aunque tampoco habría guardado silencio sino que, a esas alturas, estaría abogando ante Gorfyddyd por la paz.

Gorfyddyd no deseaba la paz, quería matar. Recorrió nuestra línea de arriba abajo gobernando al caballo con las rodillas e increpando a nuestros hombres.

—¡Morís porque vuestro señor no puede apartar las manos de una ramera! ¡Morís por una perra de ancas calientes! ¡Una perra que arde en fuego perpetuo! Vuestros espíritus serán malditos. Mis muertos ya están disfrutando en el más allá, pero vuestros espíritus serán sus dados. ¿Y por qué vais a morir? ¿Por su ramera pelirroja? —dijo señalándome con la lanza; entonces azuzó al caballo directamente hacia mi y retrocedí para que no percibiera, por la ranura de la visera del yelmo, que yo no era Arturo, y mis lanceros cerraron filas para protegerme. Gorfyddyd soltó una risa sarcástica ante mi aparente timidez. Su caballo estaba tan cerca de mis hombres que podían tocarlo, pero él no mostró temor de las lanzas cuando me escupió—. ¡Mujer! —me llamó, su peor insulto.

Rozó al caballo con el pie izquierdo, la bestia dio media vuelta y salió al galope hacia los suyos.

Sagramor se dirigió a nosotros con los brazos en alto.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Al parapeto! ¡Rápido! ¡Atrás!

Dimos la espalda al enemigo e iniciamos la marcha a paso vivo. Cuando vieron que nuestras dos enseñas se retiraban, rompieron a gritar pensando que huíamos y rompieron filas para lanzarse a la persecución; sin embargo, habíamos iniciado la maniobra con mucha ventaja y pasamos todos al otro lado del parapeto de árboles mucho antes de que los hombres de Gorfyddyd pudieran darnos alcance. Formamos rápidamente tras el parapeto y yo me situé en el lugar de Arturo, en el centro mismo, por donde pasaba el camino despejado entre los árboles amontonados. Dejamos el hueco libre de obstáculos intencionadamente con la esperanza de que Gorfyddyd concentrara el ataque en ese punto y nuestros flancos pudieran tomarse un respiro. Icé las dos enseñas de Arturo allí y me dispuse a esperar el asalto.

Gorfyddyd daba instrucciones a grandes voces para que los soldados reorganizaran la barrera de escudos. El rey Gundleus se puso al frente del flanco derecho y el príncipe Cuneglas dirigió el izquierdo. Tal disposición no parecía indicar que Gorfyddyd hubiera mordido el anzuelo del hueco abierto, sino que tenía intenciones de atacar en todo el frente a la vez.

—¡Este es vuestro puesto! —gritó Sagramor a nuestros lanceros—. ¡Sois guerreros! ¡Ahora vais a demostrarlo! ¡Éste es vuestro puesto, matad aquí y venced aquí!

Morfans había obligado a su caballo a subir un poco por la ladera occidental, desde donde observaba el valle que se extendía hacia el norte, considerando si seria el momento oportuno de tocar el cuerno y llamar a Arturo; pero los refuerzos del enemigo todavía cruzaban el vado y regresó sin haberse llevado el cuerno de plata a los labios.

El cuerno que sí sonó fue el de Gorfyddyd, un estentóreo cuerno de carnero que no hizo avanzar la fila de escudos sino que precipitó a doce hombres desnudos y locos fuera de la línea y los lanzó hasta el centro de la nuestra. Esa clase de hombres encomiendan su espíritu a los dioses y embotan sus sentidos con una mezcla de hidromiel, zumo de manzanas silvestres, mandrágora y belladona, bebedizo capaz de producir alucinaciones de pesadilla, aunque quite el miedo. A pesar de tratarse de hombres locos, borrachos y desnudos, eran peligrosos porque les movía el único propósito de abatir a los comandantes enemigos. Se abalanzaron hacia mi con la boca llena de espumarajos de las hierbas mágicas que habían mascado, levantando las lanzas por encima de la cabeza y dispuestos a terminar conmigo.

Mis lanceros de cola de lobo avanzaron a su encuentro. A aquellos desnudos no íes importaba morir; se arrojaron contra nosotros como dando la bienvenida a las puntas de las lanzas. Un bruto desnudo se tiró a los ojos de uno de mis hombres escupiéndole en la cara y le hizo retroceder. Issa acabó con él, pero otro logró matar a uno de mis mejores lanceros y cantó victoria a grandes gritos, plantado con las piernas separadas, los brazos levantados, la lanza ensangrentada en la mano ensangrentada, y todos mis hombres creyeron que los dioses nos habían abandonado; Sagramor le rajó las tripas y le cortó la cabeza casi por completo incluso antes de que el cuerpo cayera a tierra. Escupió al cadáver desnudo y destripado y volvió a escupir en dirección a la barrera de escudos del enemigo; ellos, al ver el desorden del centro de la nuestra, cargaron.

Mis hombres se realinearon precipitadamente y la barrera se dobló por el centro bajo el peso de los lanceros. La poco nutrida formación que cerraba el camino se combó como un árbol joven, pero logramos resistir. Nos animábamos unos a otros, clamábamos a los dioses, acuchillábamos y cercenábamos mientras Morfans y sus hombres recorrían la formación de lado a lado a caballo, arrojándose al combate allá donde pareciera que el enemigo estuviera a punto de rompernos la defensa. Los flancos quedaban protegidos por el parapeto y se defendían mejor, pero en el centro el combate era desesperado. Yo ya era presa del delirio, la euforia de la batalla me arrastraba. Perdí la lanza a manos de un enemigo y desenvainé a Hywelbane, pero no asesté el primer golpe porque hube de detener con el escudo plateado de Arturo el impacto de otro escudo enemigo.

Los escudos entrechocaron con estrépito, mi oponente asomó la cara por un momento, lancé una estocada directa y, de súbito, la presión sobre el escudo cedió. El hombre cayó formando una barrera sobre la que habían de pasar sus camaradas. Issa mató a un hombre y recibió un lanzazo en el brazo del escudo que le empapó la manga de sangre, pero continuó luchando. Yo repartía tajos a diestra y siniestra en el espacio que había dejado mí enemigo al caer y trataba de abrir una brecha en la defensa de Gorfyddyd. Una vez vi al monarca enemigo, que me observaba desde el caballo mientras yo gritaba, atacaba y provocaba a sus hombres para que vinieran a tomar mi espíritu. Algunos se atrevieron con la esperanza de convertirse en tema de canciones, pero sólo encontraron la muerte. Hywelbane chorreaba sangre, yo tenía ya la mano empapada y pegajosa, y también la manga de la pesada cota maciada, pero ni una gota era sangre mía.

Nuestra barrera, cuyo centro no contaba con la protección del parapeto de árboles, estuvo a punto de romperse en una ocasión, pero los hombres de Morfans taparon el hueco con los caballos. Una de las bestias murió entre relinchos de agonía, coceando y desangrándose en el suelo. Después recompusimos la barrera de escudos y empujamos de nuevo contra el enemigo, que poco a poco, lentamente, iba asfixiándose bajo la presión de los muertos y los moribundos caídos por entrambos bandos. Nimue estaba situada detrás de nosotros, aullando y lanzando maldiciones sin fin.

El enemigo se retiró y por fin pudimos descansar. Todos estábamos cubiertos de sangre y barro, resollábamos como perros y teníamos los brazos fatigados. Comenzaron a circular entre las filas noticias sobre los camaradas. Minac había muerto, tal hombre estaba herido, tal otro agonizaba. Los unos curaban heridas a los otros y juraban defenderse mutuamente hasta la muerte. Intenté aliviar el peso mortificante de la armadura de Arturo, que me había producido dolorosas rozaduras en los hombros.

El enemigo estaba cansado, los hombres que habían luchado contra nosotros habían probado el temple de nuestras espadas y nos temían; no obstante, atacaron de nuevo. Fue la guardia de Gundleus la encargada de asaltar el centro, y salimos a su encuentro hasta el macabro montón de cadáveres y moribundos, despojos del ataque anterior; esto fue nuestra salvación, porque los lanceros contrarios no podían trepar por los cuerpos y protegerse al mismo tiempo. Así, partimos tobillos, rajamos piernas y clavamos lanzas al caer los hombres, que a su vez hacían crecer más el sangriento parapeto. Negros cuervos trazaban círculos en el aire, sobre el vado, alas serradas contra el cielo pardo. Vi a Ligessac, el traidor que entregara a Norwenna a la espada de Gundleus, e intenté abrirme camino hasta él, pero el tumulto de la batalla se lo llevó lejos de Hywelbane. El enemigo se retiró de nuevo y ordené a mis hombres con voz ronca que trajeran pellejos de agua del río. Todos estábamos sedientos, empapados de sangre y sudor. Yo tenía un rasguño en la mano de la espada, pero nada más. Supuse que mi buena suerte en la batalla se debía a que había estado en el pozo de la muerte.

El enemigo empezó a situar tropas de refresco en primera línea. Unos llevaban el águila de Cuneglas, otros el zorro de Gundleus, y algunos enseñas que no habíamos visto nunca. Oí un clamor a la espalda y me volví con la esperanza de ver llegar a los hombres de Tewdric en uniforme romano, pero fue a Galahad a quien vi, a lomos de un caballo sudoroso. Se detuvo detrás de nuestras lineas y a punto estuvo de caer de la montura por la prisa que tenía en unírse a nosotros.

—Creí que llegaba tarde —dijo.

—¿Van a venir? —pregunte.

Tardó un poco en responder, pero antes de que hablara yo ya sabia que nos habían abandonado.

—No —dijo al fin.

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