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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (65 page)

BOOK: El rey del invierno
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Me sentí todavía más desanimado, con el cuerpo empapado y embargado por la pesadumbre. Creía tener una imagen clara de aquella parte del país que se extendía justo al norte del campamento de mis hombres, pero las dificultades del avance me la habían borrado. No sabía dónde me encontraba ni hacia dónde debíamos ir. Suponía que habíamos caminado en dirección

norte, pero sin estrellas que me orientasen ni luna que me iluminase, los temores acabaron por socavarme el ánimo.

—¿A qué esperáis? —me preguntó Nimue al oído.

No contesté, no quería reconocer que me había perdido, o tal vez no deseaba decirle que estaba asustado.

Nimue notó mi absoluta indefensión y tomó el mando.

—Ahora tenemos un largo trecho de prados abiertos ante nosotros —dijo a mis hombres—. Aquí antes pastaban las ovejas, pero se han llevado los rebaños a otra parte, de modo que no habrá pastores ni perros que nos descubran. Todo el camino es cuesta arriba, pero fácil de cubrir si nos mantenemos juntos. Al final de los prados encontraremos un bosque y allí aguardaremos hasta el alba. No está lejos ni es difícil. Sé que estamos empapados y que tenemos frío, pero mañana nos calentaremos en las hogueras de nuestros enemigos. —Habló con una confianza inamovible.

No creo que yo hubiera sido capaz de llevar a mis hombres a ninguna parte aquella noche, pero Nimue lo hizo. Dijo que con su único ojo veía en la oscuridad mejor que nosotros con los dos y acaso fuera cierto, o quizá conociera mejor aquella parte del país; fuera como fuese, lo logró. Durante la última hora caminamos por la ladera de una colina, y de pronto la marcha se hizo más fácil al alcanzar la cima occidental del valle del Lugg; las fogatas de los centinelas enemigos ardían en la oscuridad por debajo de nosotros. Distinguí incluso el parapeto de pinos y el brillo del río Lugg un poco más allá. En el valle, los hombres alimentaban con grandes brazadas de leña las hogueras que iluminaban el camino por donde podía llegar un ataque desde el sur.

Llegamos al bosque y nos dejamos caer en el suelo húmedo. Algunos caímos en esa somnolencia superficial y engañosa, plagada de sueños, que no es dormir ni cosa que se le parezca y que deja el cuerpo destemplado, entumecido y dolorido; pero Nimue se mantuvo en vela musitando encantamientos y hablando con los que no podían conciliar el sueño. Su conversación no era mero pasatiempo, pues no tenía tiempo que perder, sino que les dio ardientes explicaciones de los motivos por los que luchábamos. Les dijo que no era por Mordred sino por una Britania limpia de foráneos y de ideas ajenas, y hasta los cristianos la escucharon.

No esperé al amanecer para ordenar el ataque. Tan pronto como el cielo preñado de lluvia se iluminó por levante con la primera claridad mortecina de luz acerada, desperté a los que dormían y llevé a mis cincuenta hombres colina abajo hasta el lindero del bosque. Allí aguardamos, sobre un lomo de tierra herbosa que caía hasta el lecho del valle tan verticalmente como las laderas del monte de Ynys Wydryn. Con el brazo izquierdo sujetaba firmemente las correas del escudo, llevaba a Hywelbane ceñida a la cadera y la pesada lanza en la diestra. Una fina neblina se levantó en el punto donde el río abandonaba el valle.

Un búho blanco pasó volando bajo por entre los árboles, muy cerca de nosotros, y los hombres creyeron que era un mal augurio; pero después un gato montés nos enseñó los dientes en la retaguardia y Nimue dijo que el efecto nefasto del búho blanco había quedado neutralizado. Oré a Mitra y ofrecí en su honor las horas venideras; luego dije a mis hombres que los francos habían sido enemigos mil veces más feroces que aquella soldadesca adormilada de Powys que estaba en el valle, a nuestros pies. Dudaba de la veracidad de mis palabras, pero cuando nos aprestamos a la batalla no son verdades lo que necesitamos, sino confianza. En privado ordené a Issa y a otro de mis hombres que permanecieran cerca de Nimue, pues sabía que si ella moría, la confianza de mis filas se evaporaría como una niebla estival.

La lluvia nos azotaba desde atrás y la hierba de la ladera nos hacia resbalar. El cielo se iluminó un poco más por el lado opuesto del valle y entre las nubes aparecieron las primeras sombras. El mundo amanecía gris y negro, negro como la noche en lo hondo del valle, pero clareaba en el lindero del bosque, un contraste que me hizo temer que el enemigo nos descubriera antes de que nosotros pudiéramos distinguirlo nítidamente. Sus hogueras brillaban todavía, pero mucho más tenues que durante las negras profundidades misteriosas de la noche. No avisté centinelas, era el momento de avanzar.

—Avanzad despacio —les ordené.

Me había imaginado una carrera precipitada ladera abajo, pero cambié de opinión sobre la marcha. La hierba húmeda nos haría resbalar y juzgué más conveniente acercarnos con sigilo, arrastrándonos como espectros al amanecer. Me puse en cabeza, avanzando con mayor precaución a medida que la pendiente se hacía pronunciada. Ni siquiera las botas de clavos permitían caminar con paso seguro en el suelo empapado, de modo que continuamos lentamente, como gatos al acecho, y el sonido más audible en la penumbra era el de nuestras respiraciones.

Utilizamos las lanzas a modo de varas. En dos ocasiones un grupo tropezó y cayó al suelo con todo su peso, haciendo entrechocar escudos, vainas y lanzas, y en ambas ocasiones nos detuvimos en seco en espera de una respuesta que no se produjo.

El último tramo de la pendiente era el más pronunciado, pero antes de iniciar la última etapa alcanzamos a ver por fin todo el fondo del valle. El río discurría como una sombra negra por su extremo más lejano y la calzada romana pasaba justo por debajo de nosotros, entre unas chozas con techumbre de paja donde el enemigo debía de haberse refugiado. Sólo avisté cuatro hombres, dos acuclillados junto a las hogueras, uno sentado bajo el alero de una cabaña y otro paseando de acá para allá al lado de la empalizada de troncos. El cielo iba aclarándose por el este hasta alcanzar el destello brillante de la aurora; había llegado el momento de soltar a mis lanceros de cola de lobo tras las presas.

—¡Que los dioses sean vuestra barrera de escudos! —les dije—. ¡Matad y rematad!

Cubrimos a la carrera el final de la pronunciada pendiente. Algunos optaron por deslizarse de costado en vez de esforzarse por mantener el equilibrio, otros se lanzaron de cabeza y yo, como era el jefe, corrí con ellos. El miedo nos prestaba alas y nos hacia lanzar amenazas a voz en grito. Éramos los lobos de Benoic, llegados a las montañas fronterizas de Powys con la muerte entre las fauces, y de súbito, como siempre en la batalla, la euforia me dominó. Un júbilo vertiginoso nos encendió el espíritu barriendo todo rastro de contención, raciocinio y decencia, dejando tan sólo el furor implacable del combate. Salvé el último tramo de un salto, caí entre unas matas de frambuesa, di un puntapié a un cubo vacio y entonces vi al primer hombre, que salía sobresaltado de una choza cercana. Iba en calzas y jubón, sostenía una lanza y parpadeaba en la lluviosa madrugada; y así murió, con el vientre atravesado por mi lanza. Aullé como aúllan los lobos, retando al enemigo a buscar la muerte en mis manos.

Quedóse la lanza atascada en las tripas del hombre y no la saqué, sino que desenvainé a Hywelbane. Otro hombre se asomó a la puerta de la choza a ver qué había pasado, me abalancé contra él y lo hice retroceder. Mis hombres pasaron a mi lado corríendo, aullando y gritando. Los centinelas huían. Uno echó a correr hacia el río, vaciló un momento, dio media vuelta y murió de dos lanzazos. Uno de mis hombres cogió una tea encendida de la hoguera y la arrojó al húmedo tejado de paja. A ésa siguieron otras, hasta que por fin las chozas prendieron y obligaron a los ocupantes a salir a campo abierto, donde aguardaban mis lanceros. Una mujer gritó cuando el techo en llamas le cayó encima. Nimue se había apoderado de la espada de un enemigo muerto y la hundía en el cuello de un hombre caído. Chillaba con una lamento agudo y extraño que añadió un nuevo terror a la helada madrugada.

Cavan ordenó a voces a los hombres que empezaran a retirar la valía de árboles. Dejé a los pocos supervivientes de las cabañas a merced de mis hombres y fui a ayudar a los otros. El parapeto había sido levantado con dos docenas de pinos caídos y hacia falta veinte hombres para levantar cada árbol. Habíamos despejado de la carretera una anchura de unos cuarenta pies cuando Issa dio una voz de alarma.

Los hombres a los que habíamos matado no eran la única fuerza que guardaba el valle, sino un simple piquete que vigilaba el parapeto, y en aquel momento el grueso de la guarnición, alarmado por la barahúnda, asomaba por el sombrío extremo septentrional del valle.

—¡Barrera de escudos! —exclamé—. ¡Barrera de escudos!

Cerramos la línea de defensa al norte de las chozas incendiadas. Dos de mis hombres se habían roto el tobillo al bajar la pendiente y otro había muerto en los primeros momentos de la lucha, pero los demás cerramos filas en una compacta línea de defensa. Envainé a Hywelbane tras recuperar la lanza y la apunté hacia el frente junto a las demás, que sobresalían cinco pies con respecto a la línea de escudos. Ordené a seis hombres que permanecieran en retaguardia con Nimue por si quedaba algún enemigo oculto entre las sombras y esperamos a que Cavan cambiara de escudo, pues las correas del suyo se habían roto. Tomó el de un enemigo, quitóle de un tajo rápido la cubierta de cuero con el águila y se situó en el extremo derecho de la barrera de escudos, la posición más vulnerable, pues el hombre de la diestra tiene que proteger al compañero de la siniestra con el escudo dejando su propio flanco derecho expuesto a los golpes del enemigo.

—¡Listos, señor! —me dijo.

—¡Adelante! —grité.

Me pareció mejor avanzar que dar tiempo al enemigo para formarse y atacar.

A medida que avanzábamos hacia el norte, las laderas del valle se tornaban más altas y escarpadas. La pared de la derecha, al otro lado del río, era una espesa maraña de árboles, pero la de la izquierda estaba cubierta de hierba al principio y de matorrales después. El valle se estrechaba, aunque no llegaba a formar una garganta. El valle del Lugg tenía espacio suficiente para maniobrar, aunque la cenagosa ribera del río restringía el terreno seco y nivelado que se necesita para librar batallas. La primera luz que se filtraba entre las nubes iluminaba ya las montañas occidentales, pero no penetraba todavía en las profundidades del valle, donde al menos había dejado de llover, aunque el viento soplaba frío y húmedo y hacía parpadear el fuego de las hogueras que ardían en la parte alta del valle. A la luz de esas hogueras divisamos una aldea de chozas alrededor de un edificio romano. Ante las llamas pasaban sombras de hombres que se afanaban de un lado a otro; un caballo relinchó y de pronto, cuando la luz mortecina de la aurora alcanzó por fin el camino, vi que se estaba formando una barrera de escudos.

También percibí que la componían unos cien hombres, al menos, e iban sumándose más y mas.

—¡Alto! —ordené a mis hombres.

Agucé la vista y calculé unos doscientos guerreros en la barrera de escudos. La luz gris brillaba en las puntas de sus lanzas. Se trataba de la guardia de elite que Gorfyddyd había situado en el valle para defenderlo.

Efectivamente, la anchura del valle excedía nuestra defensa de cincuenta hombres; el camino discurría junto a la ladera occidental dejando a nuestra derecha una ancha pradera por donde el enemigo podría rodearnos los flancos sin dificultad, de forma que ordené la retirada.

—¡Atrás, despacio! —dije—. Despacio y pisando firme. ¡Volvemos al parapeto! —Podríamos defender el hueco que habíamos abierto en la valla de troncos, aunque de todos modos el enemigo no tardaría en trepar por los árboles que aún quedaban y rodearnos—. ¡Atrás, despacio! —repetí, pero no di un paso más mientras mis hombres se retiraban.

Aguardé al ver que un solo hombre a caballo se destacaba de entre las filas enemigas y cabalgaba hacia nosotros.

El emisario era un hombre alto que dominaba su montura. Llevaba un yelmo de hierro con penacho de plumas de cisne, lanza y espada, pero no escudo. Vestía coraza y su silla era una piel de oveja. Su rostro de ojos oscuros y barba negra llamaba la atención y sus rasgos me resultaban familiares, pero no llegué a reconocerle hasta que detuvo el caballo cerca de mi. Tratábase de Valerin, el cacique al que Ginebra estaba prometida cuando conoció a Arturo. Me miró desde arriba y fue levantando la lanza poco a poco hasta colocármela a la altura de la garganta.

—Tenía la esperanza de que fuerais Arturo.

—Mi señor os envía saludos, lord Valerin —le dije.

Valerin escupió hacia mi escudo, donde había vuelto a pintar el símbolo del oso de Arturo.

—Enviadle los míos —dijo—, y también a la ramera que desposó. —Hizo una pausa y levantó un poco la punta de la lanza, hasta la altura de mis ojos—. Estás muy lejos de casa, muchacho —dijo—, ¿sabe tu madre que no estás en la cama?

—Mi madre —repliqué— está preparando la olla para hervir vuestros huesos, lord Valerin. Nos hace falta cola y dicen que los huesos de oveja la hacen de mejor calidad.

Sentíase halagado porque le había reconocido, pero lo achacó a la fama, sin caer en la cuenta de que yo había estado en Caer Sws con Arturo hacía ya muchos años. Retiró la lanza de mi cara y miró fijamente a mis hombres.

—Sois pocos, y nosotros muchos. ¿No queréis rendiros ahora?

—Sois muchos —dije—, pero mis hombres están hambrientos de lucha y agradecen una ración generosa de enemigos.

Los jefes habían de saber comportarse en las sesiones rituales de insultos que precedían a las batallas, y a mí me divertía. Arturo no solía hacer buen papel en dichas ocasiones, pues hasta el último momento, antes de comenzar la matanza, trataba de congraciarse con sus enemigos.

—¿Tu nombre? —inquirió Valerin, a punto de volver la grupa.

—Lord Derfel Cadarn —respondí con orgullo, y me pareció detectar, o eso hubiera deseado, un destello de reconocimiento antes de que me diera la espalda para volver con los suyos.

Pensé que si Arturo no venia podíamos darnos todos por muertos, pero antes de volver junto a mis lanceros, al lado del parapeto, vi a Culhwch y a Arturo aguardándome. Culhwch había logrado al fin lo que deseaba, esto es, luchar de nuevo junto a Arturo. Su enorme caballo triscaba hierba ruidosamente por los alrededores.

—No estamos lejos, Derfel —me dijo animosamente—, cuando esos gusanos ataquen, tenéis que daros a la huida. ¿Entendido? Que os persigan, así se dispersarán, y cuando veáis que nos acercamos, apartaos de nuestro camino. —Me dio la mano y luego me envolvió entre sus brazos como un oso—. Es más divertido que hablar de paz, ¿cierto? —dijo; fue a buscar su caballo y montó—. Mostraos cobardes por una vez —recomendó a mis hombres; levantó la mano y azuzó al caballo hacia el sur.

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