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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (7 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Quédate —me dijo—. Por favor, quédate. Y cierra la puerta.

Para poder cerrar, tenía que desclavar la lanza primero. No quise preguntarle cómo había logrado atravesar el roble con ella porque me dio la impresión de que no estaba de humor para explicaciones, de modo que me quedé en silencio sacando la lanza mientras ella se quitaba la sangre de su blanca piel. Cuando terminó, se envolvió en una bata negra.

—Ven aquí —me dijo.

Obedecí y me acerqué a la cama de pieles y cobertores de lana, que se alzaba sobre una plataforma baja de madera y en la que, evidentemente, dormía por las noches. El lecho tenía un dosel de paño oscuro que olía a moho; me senté y la consolé entre mis brazos. Le notaba las costillas bajo la suave bata de lana. Nimue lloraba y, como yo no sabía por qué, me limité a servirle de torpe compañía, y de paso, examiné a fondo la habitación de Merlín.

Era una estancia extraordinaria. Había montones de cajoneras de madera y cestos de mimbre apilados de tal modo que formaban recovecos y pasillos por donde se paseaba una colonia de flacos gatitos. Algunas pilas habían caído por el suelo como si alguien hubiera buscado un objeto en la caja inferior y, en vez de molestarse en quitar las que tenía encima, las hubiera tirado sin más. Había polvo por todas partes. Me pareció que hacia años que no se cambiaban los juncos del suelo, aunque en muchas partes estaban cubiertos por alfombras o mantas que iban pudriéndose poco a poco. El hedor mareaba; era una mezcla de polvo, orines de gato, humedad, podredumbre y moho, aderezado con los aromas más sutiles de los manojos de hierbas que colgaban de las vigas. A un lado de la puerta había una mesa repleta de pergaminos ondulados y quebradizos y sobre ésta, en un polvoriento estante, se amontonaban cráneos de animales entre los que había al menos dos humanos, según comprobé cuando mis ojos se acostumbraron a la sepulcral penumbra. Había unos escudos descoloridos apoyados contra una panzuda tina de barro, de la que sobresalía un manojo de

lanzas llenas de telarañas. De la pared colgaba una espada y, sobre un montón de grises cenizas de hoguera, se encontraba un brasero humeante, cerca del gran espejo de cobre sobre el que, increiblemente, pendía una cruz cristiana con la retorcida figura de su dios clavado por los brazos. La cruz estaba cubierta de muérdago para prevenir su inherente influencia maléfica. De las vigas del techo colgaba una maraña de cuernos y ramas secas de muérdago, además de una bandada de murciélagos en reposo, cuyos excrementos formaban pequeños montones en el suelo. Tener murciélagos en el interior de la casa era un augurio fatal, pero supuse que los poderosos como Merlín y Nimue no daban importancia a supercherías tan prosaicas. Había otra mesa con una balanza de metal y un sinnúmero de cuencos, morteros, manos de mortero, frascos y tarros lacrados con cera que contenían, según descubrí más tarde, rocio recogido en tumbas de hombres asesinados, cráneos molidos y belladona, mandrágora y estramonio para infusiones. En un cofre de piedra, cerca de la mesa, se mezclaban piedras de águila, panes de hada, flechas de elfo, piedras de serpiente y piedras de bruja con plumas, conchas y piñas piñoneras. Nunca había visto una estancia tan abigarrada, sucia y fascinante y me pregunté si la habitación de al lado, la Torre de Merlín, seria tan maravillosa y terrible.

Nimue había dejado de llorar y permanecía inmóvil entre mis brazos; debió de percibir la maravilla y la revulsión que me inspiraba la estancia.

—Nunca tira nada —me dijo en tono cansado—, nada. —Yo no dije una palabra, sólo la calmaba y la acariciaba. Descansó un poco, exhausta como estaba, pero cuando le toqué uno de sus pequeños senos por encima de la bata, se apartó furiosa—. Si es eso lo que quieres —me dijo—, ve a buscar a Sebile.

Se cerró la bata con furia, se bajó de la cama y se dirigió a la mesa donde estaban los instrumentos de Merlín.

Me disculpé torpe y cohibidamente.

—No tiene importancia —dijo, sin escuchar.

Se oían voces en el Tor, fuera de la fortaleza, y otras en el gran salón, al otro lado de la puerta, pero nadie vino a molestarnos. Nimue rebuscó entre los cuencos, tarros y cucharones que atiborraban la mesa hasta dar con lo que quería. Un cuchilío de piedra negra con una equilibrada hoja de dos filos, blancos como el hueso. Volvió junto a la cama, que olía a humedad, y se arrodilló al lado de la plataforma de modo que me miraba directamente a la cara. Se le había abierto la bata y me puse nervioso al imaginar su cuerpo desnudo en las sombras, pero ella me miraba fijamente a los ojos y yo no podía sino sostenerle la mirada.

Estuvo en silencio mucho rato, yo casi oía los latidos de mí corazón. Me pareció que trataba de tomar una grave decisión, de las que cambian el equilibrio de una vida para siempre, así que aguardé, temeroso, sin atreverme a cambiar la incómoda postura. Nimue no era ni hermosa ni fea, pero su rostro, todo viveza y expresión, no precisaba de la belleza formal. Tenía la frente ancha y alta, los ojos oscuros y fieros, la nariz afilada, la boca grande y la barbilla estrecha. Era la mujer más inteligente que había conocido en mi vida, pero incluso ya entonces, cuando era poco más que una niña, rebosaba tristeza nacida de esa misma inteligencia. Sabia muchas cosas. O había nacido sabia o los dioses le habían concedido la sabiduría al librarla de morir ahogada. De niña, era traviesa y alocada, pero en esos momentos, privada de la guía de Merlín pero con el peso de las responsabilidades del mago sobre sus delgados hombros, estaba cambiando. Yo también, claro está, pero de forma normal: un chico huesudo que se convierte en un hombre alto. Nimue pasaba de la infancia a la autoridad. Esa autoridad dimanaba de su sueño, un sueño que compartía con Merlín y al que ella jamás renunciaría aunque lo hiciera Merlín. Para Nimue no había términos medios: o todo o nada. Habría preferido ver perecer la tierra entera en el frío de un abismo sin dioses que ceder una pulgada ante quien debilitara la imagen que ella alimentaba de una Britania perfecta entregada a sus propios dioses britanos. En ese momento, arrodillada delante de mí, estaba seguro de que juzgaba si yo era digno o no de formar parte de ese sueño ferviente.

Tomó la decisión y se acerco mas.

—Dame la mano izquierda —me dijo.

La tendí hacia ella.

Me la tomó con su mano izquierda y me giró la palma hacia arriba; luego pronunció un encantamiento. Reconocí algunos nombres, como Camulos, el dios de la guerra, Manawydan fab Llyr, su propio dios del mar, Agrona, la diosa de la matanza, y Aranrhod la dorada, la diosa del alba, pero casi todas las palabras me resultaban desconocidas, y las pronunciaba con un tono tan hipnótico que me sentí acunado, consolado, confiado, sin temor a lo que dijera o hiciera, hasta que de súbito me cortó la palma con el cuchillo y, sorprendido, grité. Me pidió silencio. Vi el fino corte en la palma un momento, pero enseguida empezó a brotar la sangre.

Entonces se hizo ella un corte en la izquierda igual que el mio, unió ambas manos y me apretó los dedos insensibles. Bajó el cuchillo y cortó un jirón de la bata con el que envolvió fuertemente las dos manos sangrantes.

—Derfel —dijo en voz baja—, mientras tengas la cicatriz en la mano y yo tenga la cicatriz en la mano, tú y yo somos uno, ¿de acuerdo?

La miré a los ojos y supe que no se trataba de una tontería, de un juego infantil, sino que era un juramento por el que me ataba de por vida, y más allá, tal vez. Por un segundo, me aterroricé ante lo que estaba por venir, después asentí y logré articular unas palabras.

—De acuerdo —dije.

—Y mientras la cicatriz perdure, Derfel —continuó—, tu vida me pertenece, y mientras perdure la mía, mi vida te pertenece a ti. ¿Lo comprendes?

—Si —dije.

Me dolía la mano, la notaba ardiente e hinchada, y sentía la suya pequeña y helada en aquel apretón de sangre.

—Un día, Derfel —añadió—, te llamaré, y si no acudes a la llamada, la cicatriz te delatará ante los dioses como amigo infiel, traidor y enemigo.

—Si —conteste.

Se quedó mirándome en silencio unos segundos, luego subió al montón de pieles y cobertores y se acurrucó entre mis brazos. A pesar de la incómoda postura, pues estábamos tumbados juntos y con las manos izquierdas unidas, logramos colocarnos a gusto y quedarnos tumbados en silencio. Afuera se oían voces y el polvo flotaba en la alta y oscura estancia donde los murciélagos dormían y los gatos cazaban. Hacia frío pero Nimue colocó una piel por encima de los dos y al cabo se quedó dormida descansando el ligero peso de su cuerpo sobre mi brazo derecho, que se me entumeció. Yo permanecí despierto, lleno de temor y confusión por lo que habíamos hecho con el cuchillo.

Nimue se despertó en plena tarde.

—Gundleus ha partido —dijo soñolienta, e ignoro cómo lo había sabido; se soltó de entre mis brazos y se deshizo de las pieles antes de desatar el pedazo de tela que todavía teníamos atado a las manos. La sangre se había secado y las postillas se levantaron, no sin dolor, al separarse las heridas. Nimue fue hasta el manojo de lanzas, recogió un puñado de telarañas y me las emplastó en la herida, que sangraba de nuevo—. Enseguida se curará —dijo despreocupadamente y, tras envolverse la mano cortada en un trozo de tela, cogió un poco de pan y queso—. ¿No tienes hambre? —me pregunto.

—Siempre.

Comimos juntos. El pan estaba seco y duro y el queso, mordisqueado por ratones. Eso pensaba Nimue, al menos.

—A lo mejor han sido los murciélagos. ¿Los murciélagos comen queso?

—No sé —dije, y titubeé—. ¿Estaba amaestrado ese murcielago?

Me refería al que se había atado al pelo. Ya había visto cosas así antes, claro está, y aunque Merlín nunca hablaba de tales temas, ni tampoco sus acólitos, supuse que la extraña ceremonia de las manos y la sangre me permitiría cierta confianza con Nimue.

Y así fue, porque me respondió.

—Es un viejo truco para asustar a los imbéciles —dijo despectivamente—. Me lo enseñó Merlín. Atas las patas del murciélago con pihuelas, igual que a los halcones, y luego te atas las pihuelas al pelo. —Se pasó la mano por el negro cabello y se echó a reír—. íCuánto se asustó Tanaburs! íEs increíble! íY eso que es druida!

A mí no me hacia gracia. Quería que ella tuviera magia, no que me contara que todo había sido un truco con correas de halcón.

—¿Y las víboras? —pregunté.

—Él guarda unas cuantas en un cesto. Yo tengo que darles de comer. —Se estremeció y luego vio mi decepción—. ¿Qué te pasa?

—¿Son todo trucos? —pregunté.

Frunció el ceño y guardó silencio un largo rato. Pensé que no iba a contestarme, pero por fin habló y supe, a medida que la escuchaba, que me estaba revelando enseñanzas de Merlín. Me dijo que la magia existía en los momentos en que la vida de los dioses y la de los hombres se tocaban, pero los hombres no podían propiciar esos momentos.

—No puedo hacer que esta habitación se llene de niebla con sólo chasquear los dedos —me dijo—, aunque lo he visto alguna vez. Ni puedo despertar a los muertos, aunque Merlín dice haberlo presenciado. No puedo ordenar al rayo que caiga sobre Gundleus y lo mate, aunque me gustaría, pues sólo los dioses pueden hacer esas cosas. Sin embargo, Derfel, hubo un tiempo en que si podíamos hacerlas, cuando vivíamos con los dioses y los complacíamos y teníamos su poder a nuestra disposición para mantener Britania como ellos la querían. Cumplíamos su voluntad, y su voluntad era nuestro deseo. —Unió las manos para mejor ilustrar lo que quería decir pero se estremeció al sentir el dolor del corte en la palma izquierda—. Pero llegaron los romanos y rompieron la unidad.

—¿Por qué? —la interrumpí con impaciencia, pues esa parte ya la había oído muchas veces. Merlín siempre nos contaba que los romanos habían roto el vinculo entre Britania y los dioses, pero nunca nos explicó cómo tal cosa había sido posible, teniendo los dioses tanto poder—. ¿Por qué no vencimos a los romanos? —le pregunté.

—Porque los dioses no quisieron. Hay dioses malos, Derfel. Por otra parte, ellos no tienen deberes para con nosotros, sólo nosotros para con ellos. Así les plugo, quizás. O tal vez nuestros antecesores rompieran el pacto con los dioses y ellos los castigaran enviándoles a los romanos. No lo sabemos, pero lo que si sabemos es que ahora los romanos se han ido y Merlín dice que tenemos una oportunidad, sólo una, de restaurar Bretaña. —Hablaba en voz baja, con intensidad—. Tenemos que rehacer la vieja Britania, la auténtica Britania, la tierra de los dioses y los hombres, y si lo hacemos, Derfel, si lo hacemos, volveremos a tener el poder de los dioses.

Quería creerla. Deseaba creer que nuestras pobres vidas, siempre a merced de las enfermedades y de la muerte, pudieran recibir nuevas esperanzas gracias a la buena voluntad de seres sobrenaturales de glorioso poder.

—¿Pero hay que hacerlo con engaños? —pregunté, sin ocultar mi desilusión.

—¡Ay, Derfel! —Nimue dejó caer los hombros—. Piénsalo, no todos son capaces de percibir la presencia de los dioses, por eso, los que sí pueden tienen deberes especiales. Si yo me muestro débil, si dejo entrever la duda, ¿qué esperanzas quedan para los que desean creer? En realidad no se trata de hacer trucos, sino... —se detuvo a pensar en la palabra exacta— distintivos, como la corona de Uter o los collares, la enseña y la piedra de Caer Cadarn. Esas cosas nos dicen que Uter es el rey supremo y como tal lo tratamos, y cuando Merlín camina entre los suyos, tiene que llevar sus distintivos también, porque muestran a la gente que Merlín está con los dioses y, de ese modo, lo temen. —Señaló hacia la puerta con la astillada punta de lanza—. Cuando salí por esa puerta, desnuda, con dos serpientes y un murciélago escondido en la cabeza bajo la piel de un muerto, me enfrentaba a un rey, a su druida y a sus guerreros. Derfel, una chica contra un rey, un druida y una guardia leal. ¿Quién ganó?

—Tú.

—Ya ves que el truco sirvió de algo, pero no gracias a mi poder, sino al poder de los dioses. Pero yo tenía que creer en ese poder para que sirviera de algo. Y para creer, Derfel, hay que entregar la vida entera. —Hablaba con pasión ardiente y desconocida—. Todos los minutos de todos los días y todos los momentos de todas las noches hay que estar abierto a los dioses, y si lo estás, ellos vienen. No siempre cuando lo deseas tú, claro, pero sí no los llamas, no contestan. Y cuando contestan, ¡ay,

Derfel! Cuando contestan, es tan maravilloso y tan terrible como tener alas y subir a la gloria.

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