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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (6 page)

BOOK: El rey del invierno
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La delegación desapareció en el interior de la fortaleza. La enseña del zorro fue clavada en el suelo, ante la puerta, donde los hombres de Ligessac se apostaron cerrando el paso a los demás, aunque los que nos habíamos criado en el Tor sabíamos mil y una formas de colarnos en el interior de la fortaleza de Merlín. Eché a correr hacia el lado sur, trepé por la leñera y abrí una cortina de cuero que protegía una ventana. Salté al interior y me escondí tras los baúles de mimbre en que guardaban las galas de fiesta. Un esclavo de Norwenna me vio llegar, y seguramente también algún soldado de Gundícus, pero nadie se tomó la molestia de expulsarme.

Norwenna estaba sentada en una silla de madera en el centro de la estancia. La princesa viuda no era bella: tenía el rostro redondo como un pan, pequeños ojos porcinos, boca estrecha de finos labios y la piel marcada por el rastro de alguna enfermedad infantil, pero nada de eso importaba. Los grandes hombres no se casan con princesas por su belleza, sino por el poder que aportan con su dote. A pesar de todo, Norwenna se había preparado meticulosamente para la visita. Sus ayudas de cámara la habían arropado en un fino vestido de lana azul claro que caía hasta el suelo alrededor de su figura, le habían trenzado el oscuro cabello, se lo habían sujetado en gruesos rodetes a ambos lados de la cabeza y se lo habían adornado con guirnaldas de flor de endrino. Llevaba una gruesa torques de oro, tres pulseras de oro en la muñeca y una sencilla cruz de madera colgada entre los senos. Estaba nerviosa y no podía ocultarlo, pues jugueteaba constantemente con la cruz de madera mientras sostenía en un brazo al Edling de Dumnonia, el príncipe Mordred, envuelto en varas de lino fino y tapado con una capa tenida de oro, del raro tinte compuesto de agua impregnada en resina de abejas.

El rey Gundleus apenas dedicó una mirada a Norwenna. Se dejó caer en la silla situada frente a ella como si estuviera hastiado ya de tanta ceremonia. Tanaburs husmeaba de columna en columna musitando encantamientos y escupiendo. Cuando pasó cerca de mi escondite, me agaché cuanto pude hasta que su olor se desvaneció. Las llamas chisporroteaban en las hogueras de ambos extremos del salón y el humo se mezclaba y giraba en el techo impregnado de hollín. No se veía rastro de Nimue.

Se sirvió a los recién llegados vino, pescado ahumado y galletas de avena, y después el obispo Bedwin pronunció un discurso en el que explicó a Norwenna que Gundleus, rey de Siluria, en señal de amistad hacia el rey supremo, había pasado cerca de Ynys Wydryn y había juzgado. de cortesía hacer una visita al príncipe Mordred y a su madre. Bedwin añadió que el rey traía presentes para el príncipe. Tras esas palabras, Gundleus hizo una seña desganada a los porteadores del cofre para que se acercaran. Estos lo depositaron a los pies de Norwenna. La princesa no había hablado todavía, ni habló cuando expusieron los regalos a sus pies, sobre la alfombra. Había una fina piel de lobo, dos de nutria, una de castor y una de venado, además de una pequeña torques de oro, broches, un cuerno para beber con una funda de plata cuya filigrana imitaba el mimbre y una jarra romana de cristal verde claro con el caño fino y delicado y el asa en forma de espiga. Se llevaron el cofre vacio y siguió un incómodo silencio durante el cual nadie supo qué decir. Gundleus señaló los presentes con gesto desmañado, el obispo Bedwin resplandecía de felicidad y Tanaburs lanzó un salivazo protector a una columna; mientras, Norwenna miraba con suspicacia los regalos del rey, pues en verdad no podía decirse que la ofrenda fuera generosa. Con la piel de venado podría confeccionarse un buen par de guantes, las pieles de pelo largo eran buenas, aunque seguramente Norwenna tendría unas cuantas de calidad superior en sus cestos de mimbre. En cuanto a la torques, llevaba puesta una cuatro veces más gruesa que la que estaba a sus pies. Los broches de Gundleus eran de lámina de oro fina y el cuerno tenía mellado el borde. Sólo la jarra romana era una verdadera joya.

Bedwin rompió el tenso silencio.

—Los presentes son magníficos. Magníficos, en verdad. Muy generosos, alteza.

Norwenna hizo un obligado gesto de asentimiento. El niño empezó a llorar y Ralla, la nodriza, para acallarlo, se lo llevó al cobijo de las sombras de más allá de los pilares y se sacó un pecho.

—¿El Edling está bien? —preguntó Gundleus; fueron sus primeras palabras desde que llegara a la fortaleza.

—Se encuentra bien, gracias a Dios y a los santos —respondió Norwenna.

—¿Y su pie izquierdo? —preguntó Gundleus, mostrando falta de tacto—. ¿Tiene curación?

—El pie no le impedirá montar a caballo, empuñar la espada ni sentarse en el trono —replicó Norwenna con firmeza.

—Naturalmente, claro está —dijo Gundleus, y miró al hambriento niñito. Sonrió, estiró los largos brazos y echó un vistazo a su alrededor. No había hablado de matrimonio ni lo haría en presencia de los que estaban allí. Si decidía casarse con Norwenna, hablaría con Uter, no con la mujer. Esa visita no era más que una excusa para conocer a la novia. Le dedicó una mirada breve y desinteresada y luego volvió a clavar la vista en las sombras del salón—. De modo que ésta es la guarida de lord Merlín, ¿eh? —comentó—. ¿Dónde se encuentra?

No hubo respuesta. Tanaburs escarbaba en el suelo bajo un extremo de la alfombra y supuse que estaba enterrando un encantamiento en la tierra del salón. Más tarde, cuando la delegación de Siluria hubo partido, registré ese mismo punto del suelo, encontré un pequeño oso tallado en hueso y lo arrojé al fuego. Las llamas se volvieron azules y crepitaron rabiosas; Nimue me dijo que había procedido correctamente.

—Creemos que lord Merlín se halla en Irlanda —respondió por fin el obispo Bedwin—, o quizás en las tierras salvajes del norte —añadió con vaguedad.

—O tal vez haya muerto —apuntó Gundleus.

—Roguemos porque no sea así —dijo el obispo fervientemente.

—¿Rogáis vos? —Gundleus se giró en la silla para mirar fijamente el rostro envejecido de Bedwin—. ¿Aprobáis la conducta de Merlín?

—Es amigo nuestro, alteza —replicó Bedwin, hombre digno y rechoncho, siempre dispuesto a mantener la paz entre las diversas religiones.

—Lord Merlín es un druida, obispo, y odia a los cristianos.

Gundleus trataba de provocar a Bedwin.

—Ahora hay muchos cristianos en Britania —adujo Bedwín—, pero pocos druidas. Creo que los de la verdadera fe no tenemos nada que temer.

—¿Oyes eso, Tanaburs? —interpeló Gundleus a su druida—. íEl obispo no te teme!

Tanaburs no respondió. En su inquisitivo registro del salón, había dado con el espíritu protector que guardaba la puerta de las habitaciones de Merlín. Se trataba de algo muy sencillo. Simplemente, dos calaveras situadas a ambos lados de la puerta, pero sólo un druida se atrevería a cruzar la barrera invisible que formaban, e incluso un druida se arredraría ante un espíritu protector colocado por Merlín.

—¿Descansaréis aquí esta noche? —preguntó el obispo Bedwín a Gundleus, con la intención de desviar el tema de Merlín.

—No —contestó Gundleus con rudeza, y se puso en pie. Creí que ya se disponía a marcharse, pero se quedó mirando más allá de Norwenna, a la puerta guardada por una pequeña calavera negra, ante la cual Tanaburs se estremecía como un perdiguero al oler a un oso al que aún no ha visto—. ¿Qué hay tras esa puerta? —inquirió el rey.

—Las habitaciones de mi señor Merlín, alteza —respondió Bedwin.

—¿El lugar de los secretos? —preguntó Gundleus con intenciones arteras.

—Su dormitorio, nada más —respondió Bedwin, quitándole importancia.

Tanaburs levantó la vara con la luna en la punta y la esgrimió temblorosamente contra el espíritu de la puerta. El rey Gundleus se quedó observando la actuación de su druida, luego apuró el vino y arrojó el cuerno al suelo.

—Tal vez pase la noche aquí, después de todo —dijo el rey—, pero antes, mostradnos el dormitorio. —Indicó a Tanaburs que avanzara, pero el azoramiento se lo impedía. Merlín, el druida más poderoso de Britania, era temido hasta más allá del mar de Irlanda y nadie se entrometía en su vida a la ligera. Sin embargo, nadie había visto al gran hombre desde hacía muchos meses y algunas gentes murmuraban que la muerte del príncipe Mordred había sido un signo de declive de los poderes de Merlín. Además, lo que se hallara tras aquella puerta ejercía una atracción irresistible sobre Tanaburs, al igual que sobre su señor. Tal vez encontrara allí los secretos que lo convertirían en un druida tan sabio y poderoso como el gran Merlín—. ¡Abre la puerta! —ordenó Gundleus a Tanaburs.

Uno de los cuernos de la luna de la vara se movió tembloroso hacia una de las calaveras, vaciló y por fin rozó la parte superior del hueso amarillento. No ocurrió nada. Tanaburs escupió sobre la calavera y le dio la vuelta antes de retirar la vara con el gesto rápido y asustado de quien azuza a una serpiente dormida. Tampoco sucedió nada esa vez y el druida se decidió a alargar la mano hacia el cerrojo de madera.

Entonces se detuvo aterrorizado.

Un aullido resonó en las ahumadas paredes del salón. Un chillido lúgubre como de una niña sufriendo tortura. El horrísono grito hizo retroceder al druida. Norwenna gritó de miedo e hizo la señal de la cruz. El pequeño Mordred empezó a gemir y de nada sirvieron las tretas de Ralla para calmarlo. Gundleus se contuvo ante el chillido y luego, a medida que el eco se fue apagando, soltó una carcajada.

—Un guerrero —anunció a todos los inquietos presentes— no se arredra ante el grito de una niña.

Se dirigió a la puerta sin hacer caso del obispo Bedwin, que agitaba las manos en un intento de contener al rey sin llegar a rozarle.

Se oyó un golpe en la puerta protegida. Un ruido violento de madera al astillarse, tan repentino que todos se sobresaltaron. Al principio, creí que la puerta se había derrumbado ante el avance del rey, pero luego vi la lanza que había sido arrojada limpiamente contra la puerta. La punta plateada sobresalía entre el viejo roble ennegrecido y traté de imaginarme qué fuerza sobrehumana habría sido capaz de atravesar tan maciza barrera con el afilado acero.

La súbita aparición de la lanza hizo vacilar incluso a Gundleus, pero el orgullo lo sostuvo y no quiso retroceder en presencia de sus guerreros. Hizo una señal contra el diablo, escupió a la lanza y avanzó hacia la puerta, descorrió el pestillo y la abrió.

E inmediatamente retrocedió con el horror pintado en la cara. Yo le estaba mirando y vi el miedo en sus ojos. Dio otro paso atrás y entonces oi el lamento de Nimue, que avanzaba hacia el salón. Tanaburs hacía rápidos movimientos con la vara, Bedwin rezaba, el niño lloraba y Norwenna miraba desde la silla con expresión de angustia.

Nimue salió por la puerta y al verla, hasta yo, que era su amigo, temblé. Estaba desnuda y tenía el delgado y blanco cuerpo cubierto de sangre, que goteaba desde el cabello cayendo en regueros por los pequeños senos hasta los muslos. Llevaba una máscara de la muerte en la cabeza y, sobre la cara, le caía la piel tostada del rostro de un hombre sacrificado, anudada a su fino cuello, como si de un casco se tratara, con la piel de los brazos de un muerto. La máscara parecía poseer vida propia, porque palpitaba a medida que Nimue se acercaba al rey de Siluria. La piel del muerto, seca y amarillenta, colgaba suelta sobre la espalda de Nímue, mientras ella avanzaba a pasos cortos e irregulares. En su cara ensangrentada sólo se distinguía lo blanco de los ojos y, al tiempo que caminaba, iba soltando imprecaciones en un lenguaje más sucio que el de cualquier soldado. Llevaba en las manos dos víboras de reluciente cuerpo oscuro que levantaban la cabeza inquisitivamente en busca del rey.

Gundleus retrocedió de nuevo y repitió el gesto contra el diablo, pero entonces recordó que era un hombre, un rey y un guerrero, y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. En ese momento, Nimue sacudió la cabeza y la máscara de muerto le cayó hacia atrás dejando al descubierto el pelo, que llevaba recogido sobre la coronilla; pero enseguida comprobamos que no era pelo lo que tenía en la cabeza, sino un murciélago que batió de repente sus alas negras y arrugadas y abrió la roja boca haciendo una mueca a Gundleus.

El murciélago hizo gritar a Norwenna, que corrió a buscar a su hijo mientras los demás mirábamos horrorizados a la criatura sujeta al cabello de Nimue. La bestezuela tironeaba y aleteaba, trataba de volar, abría la boca y se debatía. Las víboras se retorcieron y de pronto el salón quedó vacío. Norwenna fue la primera en huir; la siguió Tanaburs y luego los demás, incluso el rey. Todos corrían a la luz de la mañana, hacia la puerta oriental.

Nimue se quedó observando la desbandada general, luego puso los ojos en blanco y parpadeó. Se acercó al fuego y, con gesto indolente, echó las dos sierpes al fuego, donde sisearon, se agitaron como flagelos y chisporrotearon al morir. Soltó al murcíelago, que levantó el vuelo hasta las vigas del techo, se desató la máscara de muerto que tenía al cuello y la enrolló antes de recoger la delicada jarra romana de entre los regalos que Gundleus había llevado. La miró fijamente unos segundos y, girando el cuerpo, lanzó el tesoro contra un pilar de roble, donde se estrelló formando una lluvia de esquirlas verde claro.

—¡Derfel! —dijo bruscamente, en medio del gran silencio que se hizo después—. íSé que estás ahí!

—Nimue —contesté azorado, y me levanté de detrás del mueble de mimbre que me había servido de biombo.

Estaba aterrorizado. La grasa de las serpientes crepitaba en el fuego, el murciélago revoloteaba por el techo. Nimue me sonrío.

—Necesito agua, Derfel —me dijo.

—¿Agua? —pregunté tontamente.

—Para lavarme la sangre de pollo —me explicó.

—¿De pollo?

—Agua —insístio—. Hay un jarro al lado de la puerta. Tráemelo.

—¿Allí? —pregunté atónito, porque, por el gesto, me pareció que quería que se la llevara a las habitaciones de Merlín.

—¿Por qué no? —dijo, y cruzó la puerta que todavía tenía clavada la enorme lanza de cazar osos.

Seguí sus pasos cargado con el pesado jarro hasta que la encontré de pie ante una lámina de cobre batido que reflejaba su cuerpo desnudo. No le cohibía mi presencia, tal vez porque, de pequeños, todos corríamos desnudos en grupo, pero en ese momento comprobé, plena y dolorosamente, que ya no éramos nínos.

—¿Aquí? —pregunté.

Nimue asintió. Dejé el jarro en el suelo y me retiré hacia la puerta.

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