El río de los muertos (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Hubo un destello de acero. De los pliegues del vestido, Laurana sacó una daga.

Nogga se detuvo de golpe, y sus pies garrudos arañaron el suelo de piedra. Sin salir de su asombro, contempló la daga apretada contra su garganta.

—No te muevas —advirtió Laurana, que habló en el idioma draconiano.

Nogga se echó a reír, recobrado ya de su inicial estupefacción. El desafío añadía excitación a su lujuria, y apartó la daga con un manotazo. La hoja cortó su escamosa piel y saltó sangre, pero hizo caso omiso de la herida. Agarró a Laurana, quien, con la daga aún en su mano, lo apuñaló mientras se debatía entre sus brazos.

—¡He dicho que la sueltes, lagarto!

Cerrando juntos los puños, Medan asestó un golpe contundente a Nogga en la nuca. El impacto habría derrumbado a un humano, pero el draconiano casi no lo acusó. Sus manos garrudas desgarraron las ropas de Laurana.

Planchet se las arregló finalmente para apartar la puerta de una patada, cogió la antorcha encendida y la descargó sobre la cabeza del draconiano. Saltaron chispas por el aire y la antorcha se partió en dos.

—Volveré a ocuparme de ti dentro de un momento —prometió Nogga con un gruñido y luego lanzó a Laurana contra la pared. Enseñando los dientes, el draconiano se dio media vuelta para hacer frente a sus atacantes.

—¡No lo mates! —ordenó Medan en elfo, y soltó un puñetazo a Nogga en el estómago, tan contundente que lo hizo doblarse por la mitad.

—¿Creéis que hay alguna posibilidad de evitarlo? —jadeó Planchet mientras descargaba un rodillazo en la mandíbula del draconiano que le lanzó la cabeza hacia atrás.

Nogga cayó de rodillas, pero seguía intentando incorporarse. Laurana cogió una banqueta de madera y lo golpeó en la cabeza. La banqueta se hizo astillas, y Nogga se desplomó en el suelo, donde yació de bruces, despatarrado, desaparecido finalmente su impulso combativo.

Los tres contemplaron al draconiano, jadeantes.

—Lo lamento profundamente, señora —se disculpó Medan a la par que se volvía hacia Laurana.

La elfa tenía el vestido desgarrado, y la cara y las manos salpicadas con la sangre del draconiano. Las garras de éste habían abierto surcos en la blanca piel de sus senos; de los arañazos brotaban gotas de sangre, que brillaron a la luz de la antorcha. Sin embargo, esbozaba una sonrisa exultante, de triunfo.

Medan estaba embelesado. Jamás la había visto tan hermosa, tan fuerte y valiente, y al mismo tiempo tan vulnerable. Antes de darse cuenta de lo que hacía, la rodeó con los brazos y la estrechó contra sí.

—Debí adivinar que esta bestia intentaría algo así —continuó el gobernador, lleno de remordimiento—. Jamás debí poneros en semejante peligro, Laurana. Perdonadme.

La elfa alzó los ojos, buscando los de él. Dijo una palabra para tranquilizarlo y luego, con gran suavidad, se escabulló de su abrazo mientras unía los jirones del vestido, cubriéndose modestamente los senos.

—No tenéis que disculparos, gobernador —dijo; en sus ojos había un brillo travieso—. Para ser sincera, me ha parecido bastante excitante. —Bajó la vista hacia el draconiano; la mano que sostenía el vestido roto se crispó y su voz se endureció—. Muchos de los míos ya han dado su vida en esta batalla, y muchos más morirán en el último combate por Qualinost. Por fin siento que estoy haciendo la parte que me toca, por pequeña que sea. —Al alzar de nuevo los ojos hacia Medan, el brillo travieso reapareció—. Pero me temo que hemos descalabrado a vuestro mensajero, gobernador.

Medan gruñó algo en respuesta. No se atrevía a mirar a Laurana, no osaba recordar la calidez de su cuerpo cuando se abandonó, sólo un instante, en sus brazos. Todos esos años había sido inmune al amor, o eso era lo que se había repetido a sí mismo, intentando convencerse. En realidad, se había enamorado de ella hacía mucho tiempo, perdidamente; de ella y de la nación elfa. ¡Qué amarga ironía que sólo ahora, al final, lo hubiese comprendido plenamente!

—¿Qué hacemos con él, señor? —preguntó Planchet, que cojeaba para no apoyar el peso en una rodilla dolorida.

—Así me condene si subo su pesado corpachón escalera arriba —repuso secamente Medan—. Planchet, escolta a tu señora a mi oficina. Cierra la puerta y quédate con ella allí hasta que te avisen que podéis salir sin peligro. De camino allí, dile a Dumat que baje y traiga a esos baaz.

Planchet se quitó la capa y la echó sobre los hombros de Laurana. La elfa sujetó la prenda sobre su vestido con una mano y puso la otra sobre el brazo de Medan a la par que alzaba la vista para mirarlo a los ojos.

—¿Seguro que estaréis bien, gobernador? —preguntó quedamente.

No se refería a dejarlo solo con el draconiano, sino a dejarlo solo con su dolor.

—Sí, señora —contestó él, sonriendo a su vez—. Como a vos, me pareció bastante excitante.

Laurana suspiró, bajó los ojos y, durante un momento, pareció que tenía intención de añadir algo más. Medan no quería oírlo. No quería oírle decir que su corazón estaba enterrado con su esposo Tanis. No quería oír que estaba celoso de un fantasma. Le bastaba con saber que ella lo respetaba y confiaba en él. Tomó la mano que reposaba en su brazo y besó los dedos. La reina elfa sonrió tímidamente, sintiéndose tranquilizada por su gesto, y dejó que Planchet la condujera escalera arriba.

Medan se quedó solo en las mazmorras, alegrándose del silencio reinante, de la oscuridad matizada por el humo. Se frotó la mano dolorida y, cuando recobró el control de sí mismo, cogió el cubo de agua que habían utilizado para empapar las antorchas y arrojó el mugriento líquido a la cara del capitán Nogga.

El draconiano resopló y escupió agua. Sacudió la cabeza, aturdido, y se levantó del suelo.

—¡Vos! —gruñó y giró sobre sus talones, agitando el enorme puño—. ¡Voy a...!

Medan desenvainó su espada.

—Nada me gustaría más que hundir este acero en tus tripas, capitán Nogga, así que no me tientes. Regresarás con Beryl y le dirás a su majestad que, de acuerdo con las órdenes de mi comandante, lord Targonne, le entregaré personalmente la ciudad de Qualinost. Al mismo tiempo, le entregaré a la reina madre, viva e indemne. ¿Entendido, capitán?

Nogga miró en derredor y vio que Laurana no estaba. Sus ojos rojizos centellearon en la oscuridad. Se limpió un hilillo de sangre y saliva de la boca, mirando a Medan con inveterado odio.

—Llegado ese momento, regresaré —dijo—, y arreglaremos la cuenta que tenemos pendiente.

—Lo estoy deseando —repuso cortésmente Medan—. No imaginas cuánto.

Dumat bajó corriendo la escalera. Los baaz venían pisándole los talones, con las armas desenvainadas.

—Todo está bajo control —manifestó el gobernador mientras envainaba la espada—. El capitán Nogga olvidó su cometido un momento, pero ha vuelto a recordarlo.

Nogga gruñó algo ininteligible y salió de la celda arrastrando los pies, limpiándose la sangre de la boca y escupiendo un diente roto. Tras hacer un gesto a los baaz para que lo siguieran, subió la escalera.

—Proporciona al capitán una guardia de honor —ordenó Medan a Dumat—. Que lo escolte hasta el dragón que lo trajo aquí.

Dumat saludó y acompañó a los draconianos escalera arriba. Medan se quedó un poco más en la oscuridad. Vio una mancha blanca en el suelo, un trozo del vestido de Laurana, desgarrado por el draconiano. Se agachó y lo recogió. El tejido era tan ligero y vaporoso como una telaraña. Tras alisarlo con suavidad, se lo guardó bajo el puño de la camisa. Entonces subió la escalera para ocuparse de que la reina madre llegara sana y salva a su casa.

19

Juego desesperado

La gran hembra de Dragón Verde, Beryl, volaba en amplios círculos sobre los bosques de Qualinesti e intentaba eliminar sus dudas repitiéndose que todo estaba saliendo según lo planeado. Como
ella
lo había planeado. Los acontecimientos se sucedían con rapidez. Demasiado deprisa, a su entender. Había ordenado esos acontecimientos. Ella. Beryl. Nadie más. En consecuencia, ¿por qué la extraña y persistente sensación de que no tenía el control de la situación, de que se la estaba empujando, metiendo prisa? ¿De que alguien en la mesa de juego le había dado en el codo, haciendo que tirara los dados antes de que los otros jugadores hubieran hecho sus apuestas?

Todo había empezado de un modo tan inocente. Sólo había querido lo que era legítimamente suyo: un artefacto mágico. Un maravilloso objeto mágico que no tenía por qué encontrarse en las manos del tullido, acabado, mago humano que lo había obtenido; por error, naturalmente, de manos de un mequetrefe y chillón kender. El artefacto le pertenecía. Estaba en su territorio, y todo lo que había en su territorio le pertenecía. Todos lo sabían. Nadie podía discutírselo. En su justo esfuerzo por conseguir el objeto, había terminado, a saber cómo, enviando sus ejércitos a la guerra.

Beryl culpaba a su pariente Malystryx.

Dos meses antes, se encontraba a solaz en su frondosa enramada, sin pensar en absoluto en ir a la guerra contra los elfos. Bueno, quizás eso no era del todo cierto. Había estado incrementando sus ejércitos, utilizando las grandes riquezas amasadas con los impuestos a elfos y humanos bajo su yugo para comprar los servicios de legiones de mercenarios, hordas de goblins y hobgoblins, y tantos draconianos como pudo engatusar con sus promesas de botines, rapiñas y asesinatos. Mantenía a raya a esos perros babeantes, arrojándoles trozos de elfo de vez en cuando para que le tomaran gusto. Ahora les había dado rienda suelta. No le cabía duda de que vencería.

Empero, percibía que había otro jugador en el tablero, un jugador al que no veía, un jugador que vigilaba desde la sombra, uno que hacía su apuesta en otro juego: un juego más grande con apuestas más altas. Un jugador que apostaba que ella, Beryl, perdería.

Malystryx, por supuesto.

Beryl no vigilaba el norte por si venían Caballeros de Solamnia con sus Dragones Plateados ni por si aparecía el Azul, Skie. Los Plateados habían desaparecido, supuestamente, según sus espías, y era de todos conocido el hecho —de nuevo según sus espías— de que Skie se había vuelto loco. Obsesionado con un amo humano, había desaparecido durante un tiempo sólo para volver con una historia sobre que había estado en un lugar llamado El Gríseo.

Beryl tampoco vigilaba el este, donde vivía Sable, la gran Negra. La viscosa criatura se contentaba con su repugnante miasma. Que se pudriera allí. En cuanto a Escarcha, el Dragón Blanco, no era enemigo para un Dragón Verde con su poder y su astucia. No, ella vigilaba el nordeste, atenta a unos ojos rojos que permanecían constantemente en el horizonte de su miedo como un sol siempre poniente pero que jamás acababa de meterse.

Ahora parecía que por fin Malystryx había hecho su movimiento, uno que era inesperado y astuto por igual. La Verde había descubierto hacía sólo unos días que casi todos sus dragones subordinados —dragones nativos de Krynn que le habían jurado lealtad— la habían abandonado. Sólo quedaban dos Dragones Rojos y no se fiaba de ellos. Nunca había confiado en los Rojos. Nadie podía decirle con seguridad dónde se habían marchado los otros, pero Beryl lo sabía. Esos dragones menores habían cambiado de bando. Se habían pasado al de Malystryx. A buen seguro su pariente se estaba riendo de ella en ese mismo momento. Beryl rechinó los dientes y expulsó una nube de gas venenoso, lo escupió como si tuviera en sus garras a su traidora pariente.

Beryl veía el juego de Malys. La Roja le había tendido una trampa, obligándola a destacar a sus tropas al sur, y mientras tanto agrupaba sus fuerzas mientras ella desperdigaba las suyas. Malys la había inducido a destruir la Ciudadela de la Luz; esos místicos hacía mucho tiempo que eran como irritantes parásitos bajo las escamas de la Roja. Beryl sospechaba ahora que había sido Malys quien había puesto el objeto mágico donde la noticia llegaría hasta ella.

La Verde se había planteado la posibilidad de hacer regresar a su ejército, pero de inmediato desechó la idea. Una vez sueltas las correas, los perros nunca volverían a su llamada. Habían captado el olor, el sabor de la sangre elfa, y no le harían caso. Ahora se alegraba de no haberlo hecho.

Desde su ventajosa posición en las alturas, Beryl contempló con orgullo la colosal serpiente que era su fuerza militar culebreando a través de los bosques de Qualinesti. Su movimiento de avance era lento. Un ejército marcha con el estómago, como rezaba el dicho. Las tropas sólo podían moverse al mismo ritmo que las pesadas carretas de suministros. Sus tropas no se atrevían a alimentarse a sí mismas ni a sus animales con los productos de la tierra que atravesaban, como podrían haber hecho. Los animales e incluso la vegetación de Qualinesti habían entrado en la refriega.

Las manzanas envenenaban a quienes se las comían. El pan hecho con trigo elfo enfermó a toda una división. Los soldados informaron sobre compañeros estrangulados por enredaderas o muertos por árboles que dejaban caer enormes ramas con fuerza aplastante. Ese, sin embargo, era un enemigo fácil de derrotar. A ese enemigo se lo podía combatir con fuego. Nubes de humo de los bosques qualinestis en llamas convirtieron el día en noche sobre gran parte de Abanasinia. Beryl vio el humo ascendiendo arremolinado hacia el cielo, contempló cómo los vientos predominantes lo arrastraban hacia el oeste. Aspiró el humo de los agonizantes árboles con deleite. A medida que su ejército avanzaba lenta pero inexorablemente, ella se hacía más fuerte de día en día.

En cuanto a Malys, olería el humo de la guerra y husmearía en la peste de su propia perdición.

—Porque aunque me hayas engañado para que actúe, prima —dijo Beryl a aquellos iracundos ojos rojizos que centelleaban en su propio horizonte del oeste—, me has hecho un favor. A no tardar dominaré un vasto territorio. Miles de esclavos harán mi voluntad. Todo Ansalon sabrá mi victoria sobre los elfos. Tus ejércitos te abandonarán y se agruparán bajo mi estandarte. La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth será mía. Los magos ya no podrán ocultar la Torre ni su poderosa magia de mí. Cuanto más tiempo te agazapes en las sombras, esperando, más fuerte me haré yo. Muy pronto tu enorme y feo cráneo coronará mi tótem, y seré la dirigente de Ansalon.

Y así, Beryl empezó a calcular sus ganancias. Sin embargo, no podía librarse de la inquietante sensación de que en algún lugar en las sombras, fuera del círculo, otro jugador esperaba, vigilante.

* * *

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