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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (36 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Amor mío —dijo la elfa.

Su roce era suave, su voz dulce y confortadora. Debía de haber entrado mientras él ayudaba a los niños. Le sonrió, y la negra desesperación que el dragón había suscitado en él se desvaneció con el brillo de la luz de la larva que se reflejaba en la dorada melena de la elfa. Sólo dispusieron de tiempo para compartir uno o dos besos, nada más, ya que ambos tenían noticias que comunicarse y asuntos urgentes que discutir.

Los dos empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Esposo, la noticia que nos llegó es cierta. ¡El escudo ha caído!

—¡Esposa, los enanos han aceptado!

Se callaron de golpe ambos, se miraron y soltaron una carcajada.

Gilthas no recordaba la última vez que se había reído o que había oído la risa de su mujer, e interpretó aquello como un buen augurio.

—Tú primero —dijo.

La elfa se disponía a continuar, pero entonces miró en derredor y frunció el entrecejo.

—¿Dónde está Planchet? ¿Y tu guardia personal?

—Planchet se ha quedado para ayudar al gobernador a desbaratar los planes de unos draconianos. En cuanto a los hombres de mi guardia, les ordené que regresaran a Qualinost. Olvida las reprimendas, cariño. —Gilthas sonrió—. Son necesarios allí para ayudar a preparar las defensas. Por cierto ¿dónde está tu guardia personal, mi señora
Leona? —
inquirió con fingida severidad.

—Por ahí —contestó ella, sonriente. Sus soldados elfos podían encontrarse a dos pasos y él no los vería ni los oiría a menos que ellos lo quisieran. La sonrisa se borró de los labios y los ojos de la elfa—. Nos encontramos con la jovencita y los niños. Le ofrecí mandar a uno de mis soldados con ella, pero rehusó, argumentando que jamás se le ocurriría apartar a un guerrero de la batalla.

—Hace unas pocas semanas asistía a su primer baile. Ahora camina agachada por un túnel, huyendo para salvar la vida. —Tuvo que hacer una pausa, pues la emoción lo embargaba—. ¡Qué coraje tiene nuestro pueblo! —dijo con voz enronquecida.

Los dos se quedaron en el túnel; bajo sus pies el suelo temblaba. Los vaqueros enanos maldecían y gritaban. Otros enanos seguían agazapados junto a la puerta, esperando para ayudar a más refugiados. Un grupo de elfos, procedente de una zona del túnel situada más atrás, pasó junto a ellos. Al ver a su monarca, saludaron con inclinaciones de cabeza, sonriendo como si aquello —escapar a través de un oscuro e inestable pasadizo, guiados por enanos— fuera cosa de todos los días.

—¿Has confirmado los primeros informes que nos llegaron? —inquirió Gilthas en tono más enérgico, tras haberse aclarado la garganta.

La Leona
se apartó un mechón de su lustroso cabello que le caía sobre la cara.

—Sí, pero nadie sabe qué significado tiene la caída del escudo, ni si es algo bueno o malo.

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo es que pasó tal cosa? ¿Fueron los propios silvanestis quienes lo bajaron?

Ella sacudió la cabeza, y la brillante y dorada mata de pelo que había dado pie a su apodo volvió a taparle la cara. Cariñosamente, su esposo le alisó los mechones. Le encantaba contemplar su rostro. Algunas nobles qualinestis, con sus cutis cremosos y sonrosados, miraban con desdén a las kalanestis, que tenían la tez curtida y muy morena de pasar el día al aire libre y bajo el sol.

A diferencia de su propio rostro, en el que se distinguían indicios de su ascendencia humana en la angulosa mandíbula y en los ojos ligeramente más redondos, el de ella era puramente elfo: en forma de corazón, con ojos almendrados. Sus rasgos eran firmes, no delicados, y su mirada osada y resuelta. Al advertir que él la contemplaba con amor y admiración,
La Leona
le cogió la mano y la besó en la palma.

—Te he echado de menos —dijo quedamente.

—Y yo a ti. —Gilthas suspiró profundamente y la atrajo hacia sí—. ¿Crees que alguna vez estaremos en paz, amor mío? ¿Llegará el momento en que podamos dormir hasta mucho, mucho después de que haya amanecido, que despertemos y pasemos el resto del día sin hacer otra cosa que amarnos?

Ella no respondió, y Gilthas besó la espesa cabellera y la estrechó contra su pecho.

—¿Qué hay del escudo? —dijo finalmente.

—Hablé con un mensajero que vio que había desaparecido, pero cuando intentó dar con Alhana y su gente, ya se habían marchado de donde se encontraban acampados, lo que era de esperar. Alhana cruzaría la frontera de inmediato. Es posible que no volvamos a saber de ella durante un tiempo.

—No me había permitido albergar esperanzas de que esa noticia fuese cierta —comentó Gilthas—, pero tú has despejado mis dudas y mis temores. Al bajar el escudo, los silvanestis ponen de manifiesto su voluntad de unirse de nuevo al mundo. Enviaré emisarios de inmediato para contarles nuestra difícil situación y pedirles ayuda. Nuestro pueblo viajará hasta allí y encontrará comida, descanso y refugio. Si nuestros planes fracasan y Qualinost cae, con la ayuda de nuestros parientes reuniremos un gran ejército y regresaremos para expulsar al dragón de nuestra patria.

La Leona
le puso la mano sobre la boca.

—Calla, esposo. Estás hilando acero con rayos de luna. No tenemos ni idea de lo que pasa en Silvanesti, ni por qué se bajó el escudo, ni qué augura tal cosa. El mensajero informó que todas las cosas vivas que crecían cerca del escudo estaban muertas o moribundas. Quizás esa barrera no era una bendición para los silvanestis, sino todo lo contrario.

»
También hay que tener en cuenta el hecho de que nuestros parientes de Silvanesti no actuaron muy fraternalmente en el pasado —añadió implacable—. Titularon elfo oscuro a tu tío Porthios. No sentían el menor aprecio por tu padre. A ti te tildaron de mestizo, y a tu madre de algo peor.

—No pueden negarnos la entrada —manifestó firmemente Gilthas—. No lo harán. No me privarás de mis rayos de luna, querida. Creo que la desaparición del escudo es señal de un cambio en el ánimo y la disposición de los silvanestis. Tengo una esperanza que ofrecer a mi pueblo. Cruzarán las Praderas de Arena, llegarán a Silvanesti y, una vez allí, serán bien recibidos por nuestros parientes. El viaje no será fácil, pero sabes mejor que nadie el valor que anida en los corazones de nuestras gentes. Un valor como el que hemos visto en esa jovencita.

—Sí, será un viaje duro —convino
La Leona,
mirando seriamente a su esposo—. Nuestro pueblo lo logrará, pero necesitará un líder. Uno que nos inste a seguir adelante cuando estemos cansados, hambrientos y sedientos y no tengamos descanso ni comida ni agua. Si nuestro rey viaja con nosotros, lo seguiremos. Cuando lleguemos a Silvanesti, nuestro rey debe ser nuestro emisario. Nuestro rey debe hablar en nuestro nombre para que no parezcamos una caterva de mendigos.

—Los senadores, los Cabezas de Casas...

—Pelearán entre ellos, Gilthas, lo sabes. Un tercio querrá marchar al oeste en lugar de hacia el este. Otro tercio querrá marchar al norte en lugar de al sur. Y el otro tercio no querrá emprender siquiera la marcha. Discutirán sobre esto durante meses, y si alguna vez consiguen llegar a Silvanesti, lo primero que harán será sacar a relucir todas las discrepancias que hemos tenido con ellos durante los últimos tres siglos, y eso será el fin de todo. Tú, Gilthas. Tú eres el único que tiene una posibilidad de conseguir que esto funcione. Eres el único que puede unir a las distintas facciones y conducir al pueblo a través del desierto. Tú eres el único que puede allanar el camino con los Silvanestis.

—Pero —argüyó Gilthas— no puedo estar en dos sitios a la vez. No puedo luchar en defensa de Qualinost y conducir a los nuestros a través de las Praderas de Arena.

—No, no puedes —convino
La Leona—
. Debes poner a otro al mando de la defensa de Qualinost.

—¿Qué clase de rey huye del peligro y deja a su pueblo para que muera en su lugar? —demandó, ceñudo, Gilthas.

—La clase de rey que se asegura de que el último sacrificio de los que se quedan no sea en vano —contestó su esposa—. No creas que porque no te quedes a luchar contra el dragón tu tarea va a ser más fácil. Le estás pidiendo a una gente que ha nacido y vivido en bosques, en jardines exuberantes, con agua abundante, que se aventure en las Praderas de Arena, un territorio árido de cambiantes dunas y sol abrasador. Ponme al mando de Qualinost y...

—No —dijo tajante—. Ni hablar.

—Amor mío...

—No vamos a discutirlo. He dicho que no, y se acabó. ¿Cómo puedo hacer lo que me pides que haga si no te tengo a mi lado? —demandó Gilthas, levantando la voz en su vehemencia.

Ella lo miró en silencio y Gilthas se calmó un poco.

—No volveremos a hablar de esto nunca —le dijo.

—Pero tendremos que hablar de ello alguna vez —repuso la elfa.

Gilthas sacudió la cabeza y apretó los labios hasta formar una línea fina, severa.

—¿Qué otras noticias hay? —preguntó bruscamente.

La Leona,
que conocía el fuerte carácter de su marido, comprendió que seguir discutiendo no serviría de nada.

—Nuestras fuerzas hostigan al ejército de Beryl. Sin embargo, son tan numerosos que parecemos mosquitos atacando una manada de lobos hambrientos.

—Que los nuestros retrocedan. Ordénales que marchen hacia el sur. Harán falta para proteger a los supervivientes si Qualinost cae.

—Imaginé que ésa sería tu decisión, y ya he dado la orden. A partir de ahora, las tropas de Beryl avanzarán sin obstáculos, saqueando, incendiando y asesinando.

Gilthas sintió que la cálida esperanza que lo había reconfortado desaparecía, dejándolo de nuevo sumido en una fría desesperación.

—No obstante, nos vengaremos de ella. Dijiste que los enanos habían aceptado tu plan.
—La Leona,
pesarosa de hablar hablado con tanta crudeza, intentó sacarlo del sombrío estado de ánimo que vio reflejado en su semblante.

—Sí, hablé con Tarn Granito Blanco. Nuestra reunión fue fortuita, ya que no había esperado encontrarlo en los túneles. Pensé que tendría que cabalgar hasta Thorbardin para mantener la conversación con él, pero se había hecho cargo personalmente del trabajo, por lo que pudimos solucionar el asunto de inmediato.

—¿Sabe que quizás algunos de los suyos mueran defendiendo a elfos?

—Sabe mejor que yo el precio que pagarán los enanos por ayudarnos, pero están dispuestos a hacer ese sacrificio. «Si la gran Verde engulle Qualinesti, a continuación será Thorbardin lo que despierte su voracidad», me dijo.

—¿Y dónde está el ejército de los enanos? —preguntó
La Leona—
. Agazapado bajo tierra, preparado para defender Thorbardin. Un ejército de cientos de miles de aguerridos guerreros. Con ellos podríamos rechazar el ataque de Beryl...

—Querida —la interrumpió suavemente Gilthas—, los enanos tienen derecho a defender su patria. ¿Acaso correríamos los elfos en su ayuda si fuesen ellos los atacados? Ya han hecho mucho por nosotros. Han salvado la vida a infinidad de gente, y están dispuestos a sacrificar las suyas por una causa que no les afecta directamente. Lo que merecen son honores, no censuras.

La Leona
lo miró iracunda, desafiante, durante un instante, pero luego se encogió de hombros y esbozó una sonrisa atribulada.

—Tienes razón, por supuesto —admitió—. Ves las cosas desde las dos perspectivas, cuando yo sólo las veo desde una. Por esa razón te repito que debes ser tú quien dirija a nuestro pueblo.

—He dicho que hablaremos de esto más adelante —replicó Gilthas en un tono muy frío—. Me pregunto —añadió, cambiando de tema—, si esa jovencita llorará cuando esté sola y despierte por la noche, con sus hermanitos dormidos alrededor, confiando en ella incluso en las horas en que la oscuridad es más profunda.

—No —contestó su esposa—. Ella no llorará porque uno de los niños podría despertarse y al ver sus lágrimas perdería la fe.

Gilthas soltó un hondo suspiro y la estrechó más contra sí.

—Beryl ha cruzado la frontera y ha entrado en nuestra tierra. ¿Cuántos días quedan para que llegue a Qualinost?

—Cuatro —repuso
La Leona.

20

La marcha a través de Foscaterra

El pequeño ejército de Mina, un contingente de sólo unos pocos cientos de soldados, estaba formado por el grupo de caballeros que la había seguido desde el espantoso valle de Neraka primero hasta Sanction, posteriormente a Silvanesti y ahora a esa extraña tierra.

Los dragones volaban en medio de una oscuridad tan profunda que Galdar no veía al capitán Samuval, que volaba en otro dragón muy cerca de él. El minotauro ni siquiera distinguía la larga cola o las alas de su dragón en las tinieblas que los envolvían como un sudario. Sólo vislumbraba un reptil y era la extraña criatura que montaba Mina, el dragón de la muerte, porque irradiaba un fantasmal brillo iridiscente, terrible y hermoso por igual: rojo, azul, verde, blanco; rojo azulado o blanco verdoso cuando dos de las almas de los dragones muertos se combinaban, cambiando constantemente hasta que Galdar se sintió mareado y se vio obligado a apartar la vista.

Pero de nuevo su mirada era atraída hacia el dragón de la muerte, maravillada, sobrecogida. Se preguntó cómo tenía Mina valor para volar en una criatura que parecía tan insustancial como la niebla del amanecer, porque el minotauro podía ver a través del dragón la oscuridad que había más allá. Aparentemente, Mina no sentía ningún reparo, y su fe era justificada porque el dragón la transportó, sana y salva, a través del cielo de Ansalon y la depositó suave y reverentemente en el suelo.

Los demás reptiles aterrizaron en una vasta llanura y esperaron a que sus jinetes desmontaran para levantar de nuevo el vuelo.

—Acudid a mi llamada —les dijo Mina—, porque os necesitaré.

Los dragones —gigantescos Rojos y ágiles Azules, taimados Negros, solitarios Blancos y astutos Verdes— inclinaron las cabezas, extendieron las alas y doblaron los cuellos orgullosos ante ella. El dragón de la muerte la sobrevoló en círculo una vez y después desapareció como si la oscuridad lo hubiese absorbido. Los demás reptiles batieron las alas y se alejaron volando en distintas direcciones. Su marcha creó una ventolera que por poco no derribó a los hombres. Una vez que los dragones se hubieron marchado, se quedaron a pie, sin caballos, en una tierra extraña, sin tener la más ligera idea de dónde se encontraban.

Fue entonces cuando Mina se lo comunicó.

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