Quizá fue porque Sturm estaba con ella en ese momento. Quizá porque el valor de quienes blandieron esa lanza formaba parte del arma y ahora fluía a través del metal. Quizá porque su propio valor, el del Áureo General, el que siempre había estado allí, fluyó de ella a la lanza. Lo único que supo con certeza fue que, cuando la tocó, se le ocurrió un plan. Sabía lo que haría.
Resuelta, Laurana asió la Dragonlance y la llevó consigo al balcón.
Estrella perdida
Hubo un tiempo en el que pensó que los dragones eran hermosos. Los dragones enemigos, los dragones de la diosa Takhisis. Eran hermosos, sí, y letales. Los Rojos, cuyas escamas lanzaban destellos llameantes con la luz del sol y cuyo aliento era fuego. Los Azules, con su vuelo rápido y grácil, girando entre las nubes, elevándose en las corrientes térmicas. Los Blancos, fríos y resplandecientes, y los Negros, brillantes, sinuosos, y los Verdes, la muerte esmeralda. Les temía, los odiaba y los despreciaba, pero jamás había matado a uno sin sentir una intensa punzada de remordimiento al ver a una criatura tan magnífica caer del cielo mortalmente herida.
Ese dragón no era hermoso. Beryl era fea, gorda e hinchada; horrenda. Sus alas apenas podían soportar el inmenso cuerpo. Su cabeza estaba mal formada, con la frente sobresaliendo por encima de los ojos, que eran inexpresivos y opacos. Tenía la mandíbula inferior colgante, y los dientes montados unos sobre otros y podridos. El color de sus escamas no era el verde brillante de las esmeraldas, sino el de una carne putrefacta, de carne comida por gusanos. Sus ojos no brillaban con inteligencia, sino que titilaban con la débil llama de la codicia y la astucia artera. Fue entonces cuando Laurana supo con certeza que ese dragón no era de Krynn. Beryl no era una criatura tocada por la mente de los dioses. No rendía culto a nada salvo a su propio deseo salvaje, no veneraba a nadie salvo a sí misma.
La sombra de las alas de Beryl se deslizó sobre Qualinost, cubriendo la ciudad de oscuridad. Laurana se mantuvo erguida, orgullosamente, en el balcón, contemplando la ciudad, y vio que la oscuridad no hacía languidecer a los álamos ni marchitaba las rosas. Eso podría llegar después, pero ahora el pueblo elfo y la tierra elfa se erguían desafiantes.
—Libraremos al mundo de un monstruo, al menos —musitó Laurana en el mismo instante en que la primera ráfaga de viento provocada por las alas del dragón le sacudía el cabello—. Estabas equivocado, Kelevandros. Éste no es el momento de nuestra perdición. Es nuestra hora de gloria.
Beryl voló pesadamente hacia ella, con las fauces abiertas en una babeante mueca de triunfo. El miedo al dragón irradiaba de la bestia en oleadas, pero ya no afectaba a Laurana. Había experimentado el sobrecogimiento generado por una deidad, y ese monstruo mortal no tenía nada de aterrador para ella, por espantosa que fuese su apariencia.
Un antepecho de oro bruñido, que le llegaba a la cintura, bordeaba el balcón de la Torre del Sol. Era un antepecho grueso y sólido, pues había sido moldeado del núcleo de la propia Torre por antiguos hechiceros elfos. El balcón sobresalía en una línea voladiza de suave trazo y el pretil rodeaba protectoramente a quien estuviese detrás. Era lo bastante amplio para acoger una delegación de elfos. Una elfa sola, en el centro, parecía muy pequeña, casi perdida. Tendría que haber habido dos personas en él, conforme al plan. Beryl esperaría a dos: el gobernador Medan y su prisionera, la reina madre.
Nada de lo que Laurana pudiese decir o hacer, ninguna mentira que se le ocurriera, despejaría las sospechas de Beryl. Hablar sólo le daría tiempo a la Verde para pensar y reaccionar.
Los rojizos ojos de Beryl recorrieron el balcón. Ahora se encontraba lo bastante cerca para distinguir detalles y, aparentemente, lo que veía no la conformaba, porque su mirada fue de un lado a otro del balcón varias veces. La saliente frente se arrugó y los perversos ojos se estrecharon; las fauces, repletas de dientes, se torcieron en una mueca, como si ya hubiese previsto que ocurriría algo así.
Eso ya no importaba. No importaba nada salvo que en ese día los qualinestis y quienes eran sus amigos y aliados dedicarían hasta su último aliento en destruir a aquella despreciable bestia.
Laurana llevó la mano al broche de la capa blanca y lo soltó. La prenda cayó al suelo del balcón. La armadura de Laurana, la del Áureo General, brilló con la luz del sol. El viento de las alas del dragón agitó su cabellera, que ondeó hacia atrás como un estandarte dorado.
Beryl se encontraba ya peligrosamente cerca de la Torre. Unos pocos impulsos más con las alas y la inmensa cabeza estaría tan cerca de Laurana que podría tocarla extendiendo el brazo. La elfa sufrió una arcada por los gases del nocivo y mortífero aliento del dragón. Medio asfixiada, temió perder el sentido. El viento —un viento frío, con un indicio de trueno— cambió de dirección y sopló desde el norte, alejando los gases venenosos.
Laurana asió la empuñadura de la espada,
Estrella Perdida,
y la desenvainó. La hoja centelleó al reflejar la luz del sol, y la gema resplandeció.
* * *
Beryl vio la espada en manos de la mujer elfa y la imagen le resultó divertida. Sus fauces se abrieron en lo que podría ser una espantosa risa, pero entonces la Verde percibió la magia. Los ojos rojizos brillaron enardecidos, y la saliva escurrió entre los colmillos. Los crueles ojos se desviaron hacia la Dragonlance, una llama argéntea bajo los rayos del sol, y se abrieron de par en par. Beryl inhaló con sobrecogimiento y deseo.
La legendaria Dragonlance, perdición de dragones. Forjadas por Theros Ironfeld, el del Brazo de Plata, valiéndose del sagrado Mazo de Kharas, las lanzas tenían el poder de atravesar las escamas de los reptiles y penetrar a través de músculos, tendones y huesos. Los dragones nativos de ese insignificante mundo hablaban de la lanza con miedo y sobrecogimiento. Beryl se había reído con desdén, pero se había despertado su curiosidad y su ansia de ver una, de poseerla, porque las lanzas eran mágicas.
Una espada mágica, una lanza mágica, una reina elfa, una ciudad elfa... Rica recompensa para el trabajo de ese día.
Asiendo la espada por debajo de la empuñadura, Laurana caminó hasta el borde del balcón y sostuvo en alto a
Estrella Perdida.
Levantó la voz y clamó como un himno enardecedor de desafío y orgullo:
—¡Soliasi Arath!
* * *
Abajo, a gran distancia del balcón de la Torre del Sol, Dumat se agazapaba en las sombras del tejado de una casa elfa. Ocultos tras el camuflaje de las ramas de álamo, veinte elfos lo observaban, esperando la señal. Al lado de Dumat se encontraba su esposa elfa, Ailea, lista para traducir si el oficial tuviese que impartir órdenes. Dumat hablaba un poco el elfo, y Ailea se reía siempre por su acento. Una vez le dijo que era como oír a un caballo hablando elfo. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, ambos seguros de sí mismos, ambos dispuestos. Se habían despedido la noche anterior.
Desde su ventajosa posición, Dumat veía el balcón de la Torre. No podía mirar durante mucho tiempo el edificio iluminado por el sol. La luz reflejada hacía que le llorasen los ojos. Echaba un vistazo, parpadeaba, desviaba la vista a otro lado, volvía a mirar la Torre, esperando que el gobernador Medan y Laurana aparecieran. La llegada de la escuadrilla de los reptiles sicarios, sobrevolando la ciudad, había conmocionado a Dumat, haciendo que perdiera momentáneamente de vista la Torre cuando el miedo al dragón le nubló los ojos y lo hizo temblar de pies a cabeza.
Los elfos apostados en el tejado también sufrieron los efectos, pero ellos, al igual que Dumat, apretaron los dientes para aguantar la embestida. Nadie gritó, nadie se dejó dominar por el pánico. Cuando Dumat pudo ver de nuevo, divisó claramente la Torre, ya que las alas de los dragones tapaban la luz del sol.
El balcón se encontraba vacío. Ni rastro de Laurana ni del gobernador.
Dumat empezó a preocuparse. No sabía por qué, no podía explicarlo. Tal vez era su instinto de soldado veterano. Algo iba mal. Dumat se planteó por un momento la posibilidad de correr hacia la Torre para ver si había algo que él pudiese hacer, pero rechazó la idea casi de inmediato. Sus órdenes eran quedarse allí y esperar la señal. Obedecería esas órdenes.
Los dragones menores se marcharon y, como Laurana, Dumat se dio cuenta de que no era una buena señal. Beryl debía de venir de camino. Se puso en tensión, contemplando la Torre que de nuevo resplandecía cegadoramente con el sol. No se atrevía a apartar la vista por miedo a pasar por alto la señal, y se vio obligado a parpadear casi continuamente para librarse de las lágrimas. Cuando divisó a Laurana, soltó un suspiro de alivio y esperó ver al gobernador.
Medan no apareció.
Dumat contó diez para dar tiempo al gobernador, y después contó diez otra vez, tras lo cual renunció. Había adivinado la verdad antes de empezar a contar. Laurana jamás habría salido a ese balcón sola si Medan estuviese en condiciones de encontrarse junto a ella, o si estuviese vivo. Dumat se despidió del gobernador, una despedida de soldado, breve y silenciosa, pero sentida. Se agazapó y esperó, pendiente de la flecha encendida de la señal.
Tales eran las órdenes. Dumat, los elfos que quedaban, los contados caballeros negros y los enanos que conformaban la fuerza defensiva de Qualinost debían esperar la flecha encendida para lanzar el ataque. Corriendo un gran riesgo, asomó la cabeza entre las ramas para tener un radio de visibilidad más amplio. Ailea le pellizcó la pierna para que volviera a agacharse, pero él no hizo caso. Tenía que ver.
Beryl apareció, volando hacia la Torre. El miedo al dragón irradió de ella en grandes oleadas, pero el hecho de haber enviado primero a sus servidores actuó en su contra. Los que habían de sucumbir al miedo al dragón ya lo habían hecho y se estaban recuperando, y los que no, no iban a empezar a sentirlo ahora. Los astutos ojos de la Verde iban de un lado a otro, lanzando rápidos vistazos, desconfiando de los informes de Medan sobre que la ciudad estaba abandonada.
«Escudriña todo lo que quieras, gran zorra Verde —le dijo Dumat en silencio—. Estás aquí, justo sobre nosotros. Ya no hay salida.»
Dumat se resguardó de nuevo tras las ramas instantes antes de que los ojos del dragón pudieran localizarlo. Ailea le asestó una mirada que él conocía muy bien. Significaba que iba a ganarse un rapapolvo. Esperó contra toda esperanza seguir vivo para que le echase la regañina, pero no contaba con ello. Volvió a mirar hacia la Torre.
Su vista era buena, y divisó a Laurana aproximándose al borde del balcón. No distinguía su cara desde tan lejos —la elfa era una pequeña pincelada blanca en contraste con el oro— pero dedujo que no estaba asustada cuando la reina madre salió al encuentro del dragón.
—Bien hecho, señora —musitó—. ¡Bravo!
Beryl se encontraba ahora muy cerca de la torre. Dumat veía su vientre y la parte inferior de las alas, las enormes patas colgando y la ondeante cola. Su piel escamosa era de un color verde asqueroso y estaba cubierta del cieno de su revolcadero.
Al desarrollar su plan, el rey Gilthas había pensado primero en intentar atravesar esa piel con flechas, pero después descartó la idea. El pellejo de la Verde era grueso, y las escamas, fuertes. Quizá se la podría derribar con flechas, pero sólo si se disparaba un número ingente, y los elfos no tenían tantas. Además, Beryl esperaría un ataque así y estaría preparada para ello. Dumat confió en que no hubiese previsto lo que se le vendría encima.
El oficial ya sólo esperaba la señal de la flecha, que tenía que disparar el elfo Kelevandros. Kelevandros... Entonces Dumat supo lo que había ocurrido; lo supo con tanta certeza como si lo hubiese presenciado. Kelevandros había vengado a su hermano. Medan estaba herido o muerto. Y ahora Laurana se encontraba sola allí arriba. No tenía a nadie que lanzara la señal.
La vio levantar los brazos.
El sol en ese nuevo cielo podría parecer pálido y extraño a las gentes de Krynn, pero quizás habían conseguido ganarse su favor. Mientras Dumat observaba la escena, el astro irradió un rayo, directo como una flecha, hacia Laurana. En ese instante, al oficial humano le pareció que la elfa sostenía una estrella.
Se produjo un estallido blanco, un resplandor tan intenso y deslumbrante que Dumat tuvo que entrecerrar los ojos de nuevo y apartar la vista, como si hubiese estado contemplando al propio sol. Ésa era la señal, y lo supo más en su corazón que en su cerebro.
Con un grito salvaje, se levantó entre las ramas y las apartó bruscamente a los lados. Alrededor, los elfos se incorporaron de golpe, aprestaron hondas y arcos y ocuparon sus puestos. Dumat miró a los otros tejados. No estaba solo, no era necesario hacer otra señal. Todos los oficiales de tropa habían visto el destello de luz y lo reconocieron por lo que era.
Dumat no oyó el grito desafiante de Laurana porque estaba lanzando el suyo propio, como hacían los elfos en derredor. Dumat dio la orden y los elfos dispararon.
* * *
—¡Soliasi Arath! —
gritó Laurana como hiciera tantos años atrás, desafiando a los dragones que atacaban la Torre del Sumo Sacerdote para que volaran hacia su muerte. Sostuvo la espada, con la gema
Estrella Perdida
por encima de su cabeza, con la mano izquierda. Si la gema no funcionaba, si las leyendas se equivocaban, si la magia de la espada se había debilitado como mucha de la magia del mundo durante la Era de los Mortales, sus planes, sus esperanzas y sus sueños acabarían con la muerte.
El sol incidió en la gema, y ésta pareció estallar en una deflagración de fuego blanco. Laurana musitó una plegaria de gracias al alma de Kalith Rian y a la del desconocido herrero elfo que había encontrado la piedra preciosa entre las cenizas de la forja.
Beryl contempló la espada con una ansiedad desmedida, porque su magia era poderosa y la deseaba desesperadamente. La gema de la empuñadura era la más fabulosa que había visto jamás. No podía apartar los ojos de ella. Seguro que Malys no poseía nada tan valioso en su tesoro oculto. La Verde no podía dejar de mirarla...
Beryl estaba atrapada.
Laurana comprendió que el hechizo había funcionado cuando vio el brillo de la gema arder en los ojos del dragón, penetrar en su cerebro. Sostuvo la espada en alto, sin moverla.