El sabor prohibido del jengibre (8 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Está pagado —dijo.

En el camino a la salida, Henry y Keiko ni siquiera se detuvieron a mirar los frascos llenos de golosinas. En cambio se miraron el uno al otro con una fingida despreocupación, y cuando caminaron por la calle con las botellas de licor moviéndose a sus costados cada uno se sintió un poco mayor. Pequeños vencedores en una caza del tesoro para adultos.

—¿Qué hacen con esto, se lo beben? —preguntó Henry mirando su botella.

—Mi papá me dijo que la gente lo utiliza para hacer ginebra en casa.

Henry pensó en los marineros que andaban haciendo eses por la calle y montaban peleas a última hora de la noche. La ginebra barata les hacía tambalearse como si sus piernas pertenecieran a algún otro.
Piernas de trapo
les llamaba la gente. Los marineros y los soldados de la base aérea de Paine no podían entrar en algunos clubes del centro por las peleas que montaban, así que iban a los bares de jazz en South Jackson, o incluso al Barrio Chino en busca de algún bar donde les sirviesen. Le costaba creer que la gente aún bebiera esto. Sin embargo, cuando vio la de personas que había delante del Black Elks Club, supo que estaban allí por la misma razón que él. Estaban allí para participar de algo embriagante y casi prohibido; estaban allí por la música. Y esa noche, delante del edificio, donde los que llegaban tarde hacían cola para entrar, a algunos incluso se les rechazaba cuando llegaban a la puerta. Era una enorme multitud para ser un día de semana. Oscar desde luego sabía atraerles.

En el callejón, detrás del club, Henry oyó a los músicos ensayando para la próxima actuación. Creyó oír a Sheldon afinar el saxofón. Un joven con un delantal blanco y pajarita negra les esperaba en el umbral. Abrió la puerta mosquitera y les hizo pasar a toda prisa por una cocina improvisada, donde dejaron las botellas de jengibre jamaicano en una tina con hielo junto a oirás botellas de misteriosas propiedades.

En el salón principal, junto a una vieja pista de baile, su escolta les señaló unas sillas cerca de la puerta de la cocina, donde otro camarero plegaba servilletas en perfectos triángulos blancos.

—Sentaos allí y no os metáis en líos, veré si Oscar está listo.

Henry y Keiko miraron asombrados a través de la oscura sala llena de humo, salpicada de copas altas en manteles color burdeos y joyas que resplandecían sobre los clientes sentados a las pequeñas mesas iluminadas con velas. Las conversaciones se acallaron cuando un viejo fue hasta el bar, donde se sirvió un vaso de agua I ría y se secó el sudor de la frente. Era el mismo viejo que había estado en la parte de atrás del club, el mismo que había estado I timando en el callejón. Henry se quedó boquiabierto cuando el viejo fue hacia el escenario, flexionó las muñecas e hizo sonar los nudillos antes de sentarse al piano vertical, delante de una gran orquesta de jazz. Sheldon estaba sentado en un taburete detrás de un atril con el resto de la sección de vientos.

El viejo se quitó los tirantes de los hombros, para darle al torso espacio para moverse, y deslizó los dedos por el teclado mientras el resto de la banda comenzaba a seguir el ritmo. Para Henry, la multitud parecía estar conteniendo la respiración. El viejo al piano habló al tiempo que tocaba la introducción.

—Esta es para mis dos nuevos amigos; se llama
Alley Cat Strut
. Es un poco diferente pero creo que les gustará.

Henry había escuchado a Woody Herman y Count Basie una o dos veces en la radio, pero oír a una orquesta de doce músicos en vivo no se parecía a nada que hubiese experimentado antes. La mayor parte de la música que había oído salir de los clubes de un extremo a otro de Jackson era de pequeños grupos con ritmos sencillos y quebrados. Unos pocos tocaban en estilo libre. Esto, en comparación, era como un tren de carga a toda velocidad. El bajo y la batería marcaban la tonada y desaparecían mágicamente para permitir que Oscar llevase la voz cantante con sus solos de piano.

Henry se volvió hacia Keiko, que había abierto su cuaderno de dibujo y hacía todo lo posible para captar la escena.

—Esto es swing —dijo ella—. Es lo que escuchan mis padres. Mamá dice que no tocan de esta manera en los clubes blancos; es demasiado loco para algunas personas.

Cuando Keiko mencionó a sus padres, Henry comenzó a notar la composición del público. Casi todos eran negros, algunos se movían sentados, otros caminaban bailando espontáneamente al ritmo frenético de la banda. Destacadas entre la multitud había varias parejas japonesas que bebían y se empapaban con la música, como flores vueltas hacia el sol. Henry buscó caras chinas. No había ninguna. Keiko señaló una de las pequeñas mesas donde dos parejas japonesas bebían y reían.

—Aquel es el señor Oyama. Fue mi maestro de composición inglesa en la escuela japonesa durante un trimestre. Ella debe de ser su esposa. Creo que los otros dos también son maestros.

Henry miró a las parejas japonesas y pensó en sus propios padres. Su madre, ocupada con las tareas de la casa, o con los servicios comunitarios en la Bing Kung Benevolent Association, donde cambiaba sus cupones de gasolina por cupones de comida: cupones rojos para la carne, la manteca y el aceite, y azules para las judías, el arroz y los productos envasados. Su padre, con el oído atento a la radio, oyendo las últimas noticias de la guerra en Francia. La guerra en el Pacífico. La guerra en China. Ocupado todo el día en recaudar fondos para el apoyo al Kuomintang: el ejército nacionalista que luchaba contra los japoneses en las provincias norteñas de la China continental. Estaba incluso dispuesto a hacer la guerra aquí, y se había ofrecido voluntario como guardián de la manzana, en la zona del Barrio Chino. Era uno de los pocos civiles que disponía de una máscara antigás como una medida precautoria contra la inminente invasión japonesa.

La guerra les afectaba a todos. Incluso aquí, en el Black Elks Club, estaban echadas las cortinas de oscurecimiento, lo que hacía que Henry se sintiese en un lugar secreto. Como en un lugar oculto a los problemas del mundo. Quizás era por eso que todos venían aquí. Para escapar, para huir con un Martini hecho con jengibre jamaicano, con la interpretación de Oscar Holden de I
flot it Bad, and that ain't Good.

Henry podría haberse quedado toda la noche. Keiko probablemente también. Pero cuando espió por detrás de la pesada cortina, el sol se estaba poniendo sobre Puget Sound y las montañas Olympic en la distancia. Miró a través de la ventana mientras adolescentes, mayores que Keiko y él, corrían por la acera gritando: «¡Apagad las luces! ¡Apagad las luces!».

En el interior, Oscar hizo otro descanso.

—Ya es casi de noche, es hora de irnos.

Keiko miró a Henry como si la hubiese despertado de un sueño maravilloso.

Levantaron las manos para llamar la atención de Sheldon, que finalmente les vio y respondió a los saludos: parecía muy feliz y sorprendido de verlos. Se reunió con ellos en la puerta de la cocina.

—¡Henry! Y ella es… —Sheldon miró a Henry con los ojos muy abiertos. Henry vio la expresión: parecía más impresionado que sorprendido.

—Ella es Keiko. Mi amiga de la escuela. También tiene una beca.

Keiko estrechó la mano de Sheldon.

—Es un placer conocerlo. Fue idea de Henry, estábamos en el callejón y entonces…

—Y entonces Oscar os puso a trabajar, fue eso lo que pasó ¿no? El es así, siempre preocupado por su club, cuidando de su banda. ¿Qué os pareció?

—El mejor. Tendría que grabar un disco —dijo Keiko.

—Epa, tenemos que caminar antes de correr; hay cuentas que pagar. Bueno, estamos a punto de comenzar la sección de las ocho, así que será mejor que vosotros dos os vayáis. Ya es casi de noche y no sé usted señorita, pero sé que Henry no puede estar afuera tan tarde. Este chiquitín no tiene un hermano, así que soy su hermano mayor, tengo que cuidar de él. De hecho nos parecemos, ¿verdad? —Sheldon puso su rostro junto al de Henry—, La única razón de que lleve esa insignia es para que no nos confundan.

Keiko sonrió y se echó a reír; tocó la mejilla de Sheldon con la palma de su mano, sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de Henry.

—¿Durante cuánto tiempo tocarás aquí? —preguntó Henry.

—Todo el fin de semana, y luego Oscar dijo que hablaremos.

—Acaba con ellos —dijo Henry mientras él y Keiko pasaban por la puerta batiente de la cocina.

Sheldon sonrió y levantó el saxofón.

—Gracias, señor, que tenga un buen día.

Henry y Keiko cruzaron la cocina, entre un gran bloque de carnicero sobre ruedas y estanterías de platos, vasos y bandejas. Algunos del personal de cocina les miraron extrañados mientras los dos sonreían a su paso, camino de la puerta trasera que daba al callejón.

La velada había sido increíble. Henry deseó poder contárselo a sus padres. Quizá lo hiciera, en el desayuno, en inglés.

La puerta trasera que daba al callejón estaba cerrada con llave. Era casi la hora en que cortaban la luz. Cuando Henry abrió la pesada puerta de madera y vio salió al callejón vio dos rostros blancos con trajes negros que tapaban la poca luz que quedaba de la tarde. Henry dejó de respirar, inmóvil, al oír por primera vez el ruido metálico de cuando se amartilla un revólver. Cada hombre empuñaba uno. Los cañones cortos apuntaron a su pequeño cuerpo de doce años cuando superó la parálisis para ponerse delante de Keiko, protegiéndola lo mejor que pudo. Vio las insignias en las americanas. Eran agentes federales. La música en el interior del Black Elks Club se detuvo. Los únicos sonidos que Henry oía eran los de su propio corazón y las voces de los hombres que gritaban por todas partes ¡
FBI
!

* * *

Henry lo comprendió. Les acababan de detener por contrabando de bebidas. Les ficharían por llevar botellas de jengibre jamaicano al tugurio donde hacían ginebra en una tina. Pero por muy sorprendido que estuviese, mejor dicho atónito, Keiko parecía aterrorizada.

Henry sintió las pesadas manos de los dos hombres del FBI que los escoltaron de nuevo a través de la cocina, sin hacer caso de los trabajadores de la despensa que Henry vio muy ocupados en vaciar las botellas de whisky y ginebra en los lavabos. Los agentes no les hicieron caso. «No tiene sentido», pensó Henry.

En la sala de baile les ordenaron que se sentasen en las mismas sillas que habían ocupado antes. Desde allí Henry contó al menos una media docena de agentes, algunos con escopetas, que apuntaban a la multitud y les gritaban a unos y a otros que se apartaran.

Henry y Keiko buscaron a Sheldon, que se había perdido entre el tumulto de agentes y los miembros de la orquesta, que guardaban en silencio y con mucho cuidado sus instrumentos, protegiendo los bienes con los que se ganaban la vida. Los clientes negros cogieron los abrigos y sombreros si los tenían cerca; otros los dejaron atrás y todos se dirigieron hacia la salida.

Henry y Keiko miraron a Oscar Holden, que estaba en el borde del escenario, con un micrófono en la mano, pidiéndoles a todos que mantuviesen la calma. El la perdió cuando un agente del FBI intentó hacerle callar a punta de pistola. Oscar continuó gritando:

—Sólo están escuchando música. ¿Por qué os los lleváis?

El viejo de la camisa blanca manchada de sudor se acomodó los tirantes, y como tenía los focos detrás, una larga sombra se proyectó sobre la pista de baile, como Dios gritando desde la montaña. En su sombra estaban los clientes japoneses, hombres y mujeres tumbados boca abajo en el suelo, con las armas que apuntaban a sus cabezas.

Henry miró a Keiko, que estaba inmóvil mirando a uno de los japoneses que yacían en el suelo.

—¿El señor Toyama? —susurró Henry.

Keiko asintió, despacio.

Oscar continuó gritando hasta que Sheldon se separó de la multitud y le apartó del agente del FBI que estaba justo abajo. Con el saxofón todavía en la mano, hizo todo lo posible por calmar al líder de la banda y al agente, que acababa de poner un cartucho en la recámara de la escopeta.

El club parecía vacío sin la música, reemplazada por las órdenes de los agentes federales y el ruido de las esposas. Las luces de la pista de baile continuaban encendidas y en las mesas desiertas las luces de las velas se reflejaban en las copas de Martini a medio consumir.

Los seis clientes japoneses fueron esposados y llevados a la puerta, las mujeres sollozaban. Los hombres preguntaban en inglés «¿Por qué?» Henry oyó gritar «Soy americano», cuando se llevaron al último detenido.

—¿Qué demonios se supone que debemos hacer con estos dos? —le gritó el agente que estaba junto a ellos a un hombre robusto con traje marrón. Parecía más viejo que el resto.

—¿Qué tenemos aquí? —El hombre de traje marrón guardó la pistola y se quitó el sombrero, tras lo cual se rascó la calva sobre la frente—. Yo diría que son un poco jóvenes para ser espías.

Henry se abrió la americana para mostrar el distintivo.
Soy chino.

—Jesús, Ray, has pillado a un par de chinos por error. Lo más probable es que trabajen en la cocina. Te has lucido. Es una suerte que no les hayas maltratado, podrías haberte metido en un lío.

—¡Dejen a los chicos en paz, trabajan para mí! —Oscar esquivó a Sheldon y avanzó entre lo que quedaba de la multitud para acercarse a los agentes que había junto a Henry—. ¡No he dejado el sur para venir hasta aquí y ver a la gente tratada de esta manera!

Todos se apartaron de su camino. Todos menos dos agentes jóvenes, que guardaron las armas para tener las manos libres y detener al hombre mayor; un tercero se acercó con unas esposas. Oscar soltó los brazos y golpeó con el hombro a uno de los agentes, tumbándole casi sobre una de las mesas, las copas cayeron al suelo donde se rompieron con un suave golpe, llenando el suelo de trozos de cristal que crujía bajo sus pies.

Sheldon hizo lo posible por evitar que las cosas se desmadraran todavía más. Consiguió meterse entre los agentes y Oscar, y Henry no tuvo claro si fue para salvar al pianista de los agentes o a los agentes de la furia del viejo. Sheldon empujó hacia atrás al líder de la banda, mientras dos agentes gritaban advertencias, pero les dejaban ir. Ya habían pillado a los japoneses que buscaban. Parecían tener muy poco interés en acabar con un local donde servían alcohol de matute, o arrestar a su propietario.

—¿Por qué se llevan a estas personas? —oyó Henry que preguntaba Keiko en medio del alboroto. Se cerró la puerta por la que habían sacado al señor Toyama, y desapareció el resto de luz del mundo exterior.

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