El sabor prohibido del jengibre (9 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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El hombre de traje marrón se puso el sombrero, como si su trabajo hubiese terminado y fuera hora de marcharse.

—Son colaboradores, chica. El secretario de Marina dice que hay espías japoneses trabajando en Hawai, todos ellos son locales. Eso no pasará aquí. Hay demasiados barcos en Bremerton, y fondeados justo ahí afuera —señaló hacia Puget Sound.

Henry miró a Keiko, y deseó que le leyese el pensamiento, que pudiese leer en sus ojos:
Por favor, no se lo digas. No le digas que el señor Toyama era tu maestro.

—¿Qué les va a pasar? —preguntó Keiko, con la preocupación reflejada en su voz.

—Pueden condenarlos a muerte si les encuentran culpables de traición, pero lo más probable es que sólo pasen unos pocos años en una cómoda celda.

—Pero si no es un espía, él era…

—Ya es casi de noche, tenemos que irnos —interrumpió Henry, al tiempo que tiraba del codo de Keiko. No podemos llegar tarde, recuérdalo.

El rostro de Keiko era la viva imagen del desconcierto, y estaba rojo de furia.

—Pero…

—Tenemos que irnos. Ahora. —Henry la empujó hacia la salida más cercana—. Por favor…

Un fornido agente se hizo a un lado para dejarlos salir por la puerta principal. Henry miró atrás y vio a Sheldon que vigilaba a Oscar cerca del escenario, para mantenerlo callado. Sheldon les miró y les hizo un gesto para que se fueran y volviesen cuanto antes a casa.

Afuera, más allá de las hileras de coches negros de la policía, Henry y Keiko se detuvieron en la escalinata de un edificio de apartamentos al otro lado de la calle. Desde allí vieron a los agentes dispersar a la multitud. Un periodista blanco tomaba notas y hacía fotos. Las lámparas de magnesio de la cámara iluminaban de vez en cuando la fachada del Black Elks Club. Sacó un pañuelo para cambiar la bombilla caliente, dejó caer la usada en el suelo, y la aplastó de un pisotón destrozándola en el pavimento. El reportero le gritaba preguntas al policía más cercano, cuya respuesta era siempre la misma: «Sin comentarios».

—No puedo seguir mirando —dijo Keiko, y se alejó.

—Lamento haberte traído aquí —se disculpó Henry, mientras caminaban hacia el final de South Main, donde se separarían para ir cada uno a su casa—. Lamento que nuestra gran noche se haya estropeado.

Keiko se detuvo y miró a Henry. Miró la insignia, aquella que su padre le obligaba a llevar.

—Tú eres chino, ¿no es así, Henry?

El asintió, sin saber qué responder.

—Eso está bien. Ser quien eres —dijo ella mientras se volvía, con una mirada de desilusión en los ojos—. Pero yo soy americana.

Soy japonés (1986)

Henry se despertó con el sonido de la sirena de un coche de policía que se perdía en la distancia. Se había quedado dormido, soñando despierto, en el largo viaje en autobús desde el cementerio de Lake View hasta el Distrito Internacional, el D.I. como lo llamaba Marty. Henry se tapó la boca para ocultar un bostezo y miró a través de la ventanilla. Para él la zona noreste del Kingdome era el Barrio Chino. Así es como lo había llamado desde pequeño, y era poco probable que fuese a cambiar ahora a pesar de la invasión de clubes de karaoke vietnamitas, tiendas de alquiler de videos coreanas y algún que otro bar de sushi, frecuentado sobre todo por clientes caucásicos al mediodía.

Marty no sabía gran cosa de la infancia de Henry Su padre hablaba de su juventud de una forma indirecta cuando explicaba historias de sus propios padres, y en especial de la abuela de Marty. De vez en cuando de su abuelo, al que Marty nunca había conocido. La falta de una comunicación significativa entre padre e hijo se basaba en una vida de aislamiento. Henry había sido hijo único, sin hermanos con quienes hablar, con quienes compartir cosas constantemente. El mismo caso de Marty. Los pobres métodos de comunicación que Henry había empleado con su propio padre parecían haber sido transmitidos a Marty. A lo largo de los años ambos habían utilizado a Ethel para cruzar esa brecha, pero ahora Henry tendría que vadearla solo. No sabía a ciencia cierta qué decirle a su hijo y cuándo. Educado como chino, el decoro y la oportunidad lo eran todo. Al final de cuentas, Henry no había hablado con sus propios padres, por lo menos gran cosa, durante tres años, durante la guerra.

Pero ahora, desde muy adentro, Henry quería contárselo todo a su hijo. Lo aparentemente injusta que había sido la vida entonces, y lo notable que resultaba que todos simplemente lo hubiesen aceptado y hubiesen aprovechado al máximo lo que tenían. Quería hablarle a su hijo de Keiko y del Hotel Panamá. Pero Ethel sólo llevaba muerta seis meses. Y aunque en realidad había estado yéndose siete años y seis meses, Marty con toda probabilidad no lo comprendería. Además era demasiado pronto para decírselo. Por otro lado, ¿qué había que decir ahora? Henry no lo sabía a ciencia cierta.

Al pensar en aquella sombrilla de bambú pintada, Henry hizo todo lo posible para reconciliar sus sentimientos: la pérdida de Ethel, y la posibilidad de encontrar algo en el sótano de aquel hotel ruinoso. Lamentaría ignorar qué más podría haber allí, debajo mismo de su nariz durante todos estos años, y se preguntó cuánto se permitiría esperar, o cuánto podía soportar su corazón. Pero no podía esperar más, habían pasado unos días, las noticias habían desaparecido. Era hora de averiguarlo.

Así que Henry se bajó del autobús tres paradas antes y fue caminando hacia el Hotel Panamá, un lugar entre mundos cuando había sido un niño, un lugar entre tiempos ahora que era un hombre adulto. Un lugar que había evitado durante años, pero del que ahora no podía mantenerse apartado.

En el interior, había trabajadores con casco allí donde miraba. Estaban reemplazando las tejas estropeadas por el agua. Habían lijado el suelo hasta devolverle el acabado original. Las paredes del pasillo de la primera planta las limpiaban con un chorro de arena. El ruido del compresor hizo que Henry se tapase las orejas mientras observaba como el polvo y la arena se amontonaban en lo alto de las escaleras.

Aparte de algún vagabundo que había roto una ventana trasera en busca de refugio, y de las bandadas de palomas que habían instalado sus nidos en las habitaciones de la planta superior, nadie había ocupado el hotel desde 1949. Incluso cuando Henry era chico, había estado lleno sólo a medias. Sobre todo durante y después de la guerra, desde 1942 hasta el día de la victoria sobre Japón. Desde entonces había estado abandonado.

—¿Está el señor Pettison? —gritó Henry por encima del estrépito de las sierras mecánicas y el compresor al obrero más cercano a él. El hombre le miró y se quitó los cascos que le cubrían las orejas.

—¿Quién?

—Busco a Palmer Pettison.

El trabajador le señaló el viejo cuarto de los abrigos que aparentemente había sido transformado en un despacho provisional, mientras realizaban la rehabilitación del edificio. Por los diversos planos y documentos de construcción clavados en un tablero fuera del despacho, al parecer el hotel iba camino de recuperar su antigua gloria.

Henry se quitó el sombrero y asomó la cabeza.

—Hola, busco al señor Pettison.

—Soy la señora Pettison, Palmyra Pettison, soy la propietaria ¿Con quién tengo el gusto?

Henry se presentó nervioso, y habló más rápido de lo normal. El corazón le latía desbocado sólo por estar en el viejo hotel; el lugar le asustaba y excitaba. Era un lugar prohibido, de acuerdo con las normas de su padre; un lugar tan misterioso como bello. Incluso con el abandono y el daño causado por el agua, el hotel seguía siendo una belleza.

—Estoy interesado en las pertenencias personales que encontraron en el sótano; las pertenencias guardadas.

—¿De verdad? Fue un descubrimiento extraordinario. Compré el edificio hace cinco años, pero tardé estos cinco años en conseguir la financiación y la aprobación de la reforma. Antes de que comenzásemos a realizar parte de la demolición interior, bajé al sótano para ver las calderas y allí estaban. Baúles y maletas, hilera tras hilera, apiladas hasta el techo en algunos lugares. ¿Quiere comprar algo?

—No, yo…

—¿Es de algún museo?

—No…

—¿Entonces qué puedo hacer por usted, señor Lee?

Henry se frotó la frente, un poco nervioso. No estaba acostumbrado a tratar con empresarios persuasivos.

—No sé cómo decir esto; estoy buscando algo, no sé realmente lo que es, pero lo sabré cuando lo vea.

La señora Pettison cerró el libro que tenía sobre la mesa. Su mirada le dijo a Henry que, de alguna manera, ella le comprendía.

—¿Entonces se trata de algún pariente?

Henry se sorprendió de que, después de cuarenta y tantos años, las personas aún creyesen de vez en cuando que era japonés. Pensó en aquella insignia que su padre le había hecho llevar todos y cada uno de los días; durante todos aquellos meses en la escuela, incluso durante el verano. En cómo le habían enseñado sus padres a ser muy chino, que el bienestar de su familia dependía de aquella distinción étnica. En cómo había odiado que le llamaran japonés en la escuela. Pero la vida es irónica.

—Sí, soy japonés. —Henry movió la cabeza de arriba abajo—. Por supuesto. Y realmente me gustaría echar una ojeada, si puedo. —«Y si eso me permite llegar al sótano, seré japonés. Seré un marciano canadiense inmigrante si eso es lo que hace falta.»

—Escriba el nombre de su familia en la lista. —La mujer le dio a Henry una hoja—. Puede bajar y echar un vistazo. Sólo le pido que no saque nada, ahora mismo no, aún tenemos la esperanza de encontrar a más parientes de las familias que dejaron sus cosas aquí.

Henry se sorprendió. Sólo había otros tres nombres en la hoja. El gran descubrimiento había llegado a las noticias locales, pero pocos se habían presentado para reclamar lo que habían dejado atrás.

—¿Nadie ha venido a recuperar sus pertenencias?

—Es que ha pasado mucho tiempo. Pueden pasar muchas cosas en cuarenta y tantos años. Las personas se mueven. —Henry observó como escogía sus palabras. Había un tono reverente que desmentía su dura naturaleza empresarial. Algunas personas también pasan a mejor vida. Lo más probable es que muchos de los propietarios hayan muerto.

—¿Qué pasa con los parientes? Alguien tendría que haberse enterado, haber llamado…

—Lo mismo creímos al principio, pero supongo que muchas personas no quieren volver atrás. Algunas veces es lo mejor, vivir en el presente.

Henry lo comprendía. De todo corazón. Sabía lo que era dejar algo atrás. Seguir adelante y vivir el futuro, y no revivir el pasado.

Pero su dulce Ethel se había ido y con ella su responsabilidad.

Henry le dio las gracias a la señora Pettison y escribió un único nombre en la página: Okabe.

El sótano (1986)

Henry bajó las escaleras con la pintura desconchada y cruzó una puerta de madera que se abrió con un crujido de las bisagras. La puerta daba a una gran extensión del sótano que había debajo del viejo hotel. La única iluminación venía de un puñado de bombillas, colgadas del techo con grandes ganchos como luces de navidad, y un largo cable de color naranja marcaba el camino.

Al entrar, Henry, sintió el pecho oprimido por la claustrofobia y respiró hondo varias veces. El sótano estaba abarrotado. Asombrado, apenas si podía comprender la cantidad de objetos personales guardados allí. Pequeños senderos, del ancho de los hombros, se abrían en un bosque de cajones, maletas y baúles apilados hasta el techo, varias hileras. Algunos amarillos. Otros azules. Grandes y pequeños. Una fina pátina de polvo lo cubría todo. Las pertenencias habían estado aquí sin tocar durante décadas.

A primera vista, la habitación parecía una vieja tienda de objetos de segunda mano. Había una vieja bicicleta Luxus, del tipo que Henry había deseado cuando era niño. Había grandes cubos de metal, llenos con rollos de papel y lo que parecían ser ilustraciones. Un pedido de Sears Roebuck de 1941 asomaba de una caja, junto a un viejo número de la revista
Physical Culture
. Había unas piezas de ajedrez talladas en mármol amontonadas en un cuenco de arroz de madera. Aparte de la sombrilla que habían mostrado el primer día, nada más parecía ni siquiera remotamente conocido, pero tampoco podía estar seguro de si la sombrilla de bambú había sido de Keiko o no. Sólo la había visto en una vieja fotografía en blanco y negro de su infancia, cuando, ¿cuarenta años atrás? Sin embargo, por mucho que intentase descartarlo como pura coincidencia, su corazón le decía otra cosa. Era de ella. Las posesiones de su familia estaban aquí. Algunas de las cosas más preciadas para ella estaban aquí. Y las encontraría. Por lo menos lo que quedaba de ellas.

Henry bajó una pequeña maleta, abrió los cierres oxidados y levantó la tapa, con la sensación de ser un intruso en una casa ajena. En el interior de la maleta había objetos de afeitar, una vieja colonia de marca y un puñado de viejas corbatas de seda. El nombre en el interior de la maleta decía F. Arakawa. Vaya a saber quién era.

La siguiente maleta, una grande de cuero con una manija de plástico, prácticamente se deshizo cuando Henry la abrió. En su interior había una tela mojada y mohosa tras soportar décadas de humedad. Al mirarla de cerca, Henry vio lo que era. Las perlas cosidas. Los botones de seda. Al sacarla de la maleta vio que la tela de gasa había sido el vestido de boda de alguien. Dentro había un par de zapatillas blancas a juego y una faja. En una pequeña sombrerera, metida debajo del vestido, había un ramo de novia seco, quebradizo y delicado. No había fotos ni ninguna otra identificación en la maleta.

Luego Henry bajó un viejo cajón de manzanas lleno de objetos de bebé. Había unos zapatos de bronce sobre una placa, con el nombre de Yuki grabado en la base. Metidas junto al cajón había unas botas rojas. Había también otras cosas de más valor que el personal: un juego de té de plata, sonajeros de plata, además de cubiertos infantiles. Debajo de los cuchillos y tenedores había un álbum de fotos. Henry se sentó en un taburete de cuero y abrió la tapa polvorienta sobre su regazo. Había fotos de una familia japonesa que no reconocía: padres, niños pequeños, muchas tomadas en los alrededores de Seattle South, incluso fotos de ellos nadando en la playa Alki. Todos parecían muy serios. Al hojear el álbum, Henry vio que tenía muchos espacios en blanco. Algunas páginas enteras estaban vacías. Más de la mitad de las fotos habían desaparecido. Las habían retirado, dejando detrás los cuadrados blancos donde las páginas se habían librado de amarillearse en el húmedo aire de Seattle.

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