El sabor prohibido del jengibre (4 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—¿Siempre has ido a Rainier? —preguntó Keiko.

El advirtió lo tranquila que sonaba su voz. Clara y simple. Su inglés era mucho mejor que el de la mayoría de las niñas chinas que conocía.

Sacudió la cabeza.

—Sólo desde septiembre. Mis padres quieren que tenga una educación occidental, universitaria, en lugar de volver a Canton para completar mi formación china, como todos los otros chicos de mi barrio.

—¿Por qué?

Henry no sabía cómo decirlo.

—Por las personas como tú. —Cuando salieron las palabras, se sintió mal por desfogar las frustraciones del día. Pero era parte de la verdad, ¿no? Por el rabillo del ojo la observó quitarse el moño del pelo. Los largos mechones cayeron alrededor de su rostro, y casi le taparon los ojos castaños.

—Lo siento —añadió—. No es culpa tuya. Es porque el ejército japonés ha invadido las provincias nororientales. Los combates están muy lejos de Canton, pero así y todo no me dejan ir. La mayoría de los chicos de mi lado de la ciudad van a la escuela china y después acaban los estudios en la China Continental. Eso era lo que mi padre tenía planeado para mí. Hasta el otoño pasado. —Henry no supo qué más decir.

—¿Así que no naciste en China?

Henry sacudió de nuevo la cabeza, señaló hacia Beacon Hill, donde se alzaba el hospital Columbus, un poco más allá del Barrio Chino.

—Nací allí mismo.

Ella sonrió.

—Allí nací yo también. Soy japonesa. Pero primero americana.

—¿Tus padres te enseñaron a decir eso? —Se quiso tragar las palabras cuando salieron, temeroso de herir de nuevo sus sentimientos. Después de todo, sus padres le habían dicho que dijese lo mismo.

—Sí. Lo hicieron. Mi abuelo vino aquí después del gran incendio de 1889. Soy de segunda generación.

—¿Es por eso que te enviaron a Rainier?

Habían caminado hasta Nihonmachi, más allá de los arcos de hierro negro del Barrio Chino. Henry vivía a siete calles, y sólo había estado aquí una vez cuando su padre había quedado con alguien para comer en el hotel Northern Pacific, a un lado del mercado japonés. Incluso entonces, su padre había insistido en que se marchasen en cuanto se enteró de que el lugar había sido construido por Niroku «Frank» Shitamae, un empresario japonés local. Se habían marchado antes de que les sirviesen la comida.

—No. —Ella se detuvo y miró el entorno—. Es por esto que me enviaron.

Allí donde miró, Henry vio banderas americanas; en cada escaparate y colgadas en cada puerta. Sin embargo, eran muchas más las tiendas con los cristales rotos y algunas estaban tapiadas. Delante de ellos un camión de obras públicas naranja ocupaba tres plazas de aparcamiento. Un hombre barbudo que estaba en la barquilla de la escalera mecánica quitó el cartel de Mikado Street y lo cambió por otro que decía Pearborn Avenue.

Henry recordó la insignia que su padre le había dado y tocó el roto encima de su corazón donde había estado. Miró a Keiko y por primera vez en todo el día, en toda la semana, ella parecía asustada.

Nihonmachi (1942)

Los sábados eran especiales para Henry. Mientras otros chicos encendían la radio para escuchar
Las aventuras de Superman
en la nbs, Henry hacía sus tareas escolares todo lo rápido que podía y corría hasta la esquina de Jackson y King. Por supuesto que a él le gustaba el Hombre de Acero; ¿a qué chico de doce años no le gustaba? Pero durante los años de guerra, las aventuras eran, bueno, menos que aventureras. En lugar de destrozar robots de otro planeta, el hijo de Kripton pasaba sus días descubriendo quintacolumnistas y redes de espías japoneses, algo que le interesaba poco a Henry.

Aunque se preguntaba por el propio Superman. El actor que ponía la voz de Superman era un misterio en 1942. Nadie sabía quién era. Nadie. Y los chicos de todas partes estaban obsesionados por descubrir su identidad. Así que mientras Henry corría por la calle, miraba a las personas de modales amables que vestían trajes y llevaban gafas, como Clark Kent, y se preguntaba si podían ser la voz de Superman. Incluso miraba a los hombres chinos y japoneses, porque nunca se sabía.

Se preguntó si Keiko escuchaba a Superman las mañanas de los sábados. Pensó en acercarse hasta el lado Nihonmachi de la ciudad, sólo para curiosear. Quizá se encontrara con ella. ¿Cómo sería de grande?

Entonces oyó a Sheldon tocar su saxo a lo lejos, y siguió la música.

El sábado era el único día de la semana en que podía oír tocar a Sheldon. La mayoría de los días, cuando Henry pasaba después de la escuela, en la funda de Sheldon pocas veces había más de dos o tres dólares en monedas y, para entonces, ya estaba a punto de acabar. Pero los sábados eran diferentes. Con tantos turistas, marineros e incluso un buen número de lugareños que venían y paseaban por Jackson Street, los sábados eran días de paga, como decía Sheldon.

Aquella mañana, cuando llegó Henry, había quizá unas veinte personas que se movían y sonreían mientras su amigo interpretaba una pieza de jazz. Henry se coló hasta delante y se sentó en la acera, para disfrutar del tiempo soleado. Sheldon lo vio y le guiñó un ojo, sin perder ni una nota.

Cuando acabó, los aplausos fueron y vinieron, y la multitud se dispersó, dejando atrás casi tres dólares en monedas. Sheldon colocó un pequeño cartel manuscrito en la funda que decía
Siguiente actuación dentro de quince minutos
, y recuperó el aliento. Mientras respiraba hondo, su ancho pecho parecía estar poniendo a prueba los límites de su chaleco de satén. Ya le faltaba el primer botón de abajo.

—Mucho público —comentó Henry.

—No está mal, no está nada mal. Pero chico, mira aquello, ahora hay un montón de clubes; hay mucha competencia. —Sheldon apuntó con el saxofón hacia la calle donde hileras de rótulos de neón y carteles marcaban los clubes nocturnos a un lado y otro de Jackson.

Henry había recorrido una vez toda la zona y había contado un total de treinta y cuatro locales: incluidos el Black & Tan, el Rocking Chair, el Ubangi, el Colony Club y el Jungle Temple. Y esos eran sólo los clubes oficiales, aquellos con los resplandecientes carteles de neón para que los viese todo el mundo. Había una infinidad más, ocultos en sótanos y salones traseros. Su padre siempre se quejaba del ruido que hacían.

Los sábados por la noche, Henry miraba a través de la ventana, entretenido en contemplar el cambiante paisaje de las personas que pasaban. Durante el día, los rostros asiáticos estaban por todas partes. Pero por la noche, la multitud se multiplicaba, y estaba compuesta en su mayoría por gente blanca con sus mejores ropas, que iban a disfrutar de una noche de jazz y baile. Había sábados en los que Henry oía la música en la distancia, pero a su madre no le gustaba que durmiese con la ventana abierta, temerosa de que muriese de un resfriado o de una neumonía.

—¿Qué tal las pruebas? —preguntó Henry, que sabía que Sheldon buscaba un empleo fijo por la noche.

Sheldon le entregó una tarjeta. Decía
Negro Local 493.

—¿Qué es esto?

—¿Te lo puedes creer, yo afiliado al sindicato? Los músicos blancos tienen un sindicato para buscar y conseguir más trabajo, y los negros también han formado el suyo y ahora estamos consiguiendo más actuaciones de las que podemos realizar.

Henry no acababa de entender del todo qué significaba una tarjeta de afiliación sindical, pero Sheldon parecía entusiasmado, así que comprendió que debía de ser una buena noticia.

—Incluso tengo una substitución esta noche en el Black Elks Club. Al parecer al saxofonista lo han metido en la cárcel por algo que hizo, así que llamaron al sindicato y el sindicato me llamó a mí. ¿Te lo puedes creer? Yo, tocando en el Black Elks…

—¡Con Oscar Holden! —acabó Henry. Nunca le había oído tocar, pero había visto los carteles por toda la ciudad, y Sheldon siempre hablaba de él con un tono reservado normalmente a los héroes y las leyendas.

—Con Oscar Holden —asintió Sheldon, y luego tocó unas cuantas notas alegres en el saxo—. Es sólo por esta noche, pero eh, es un buen bolo, con un gran tío.

—¡Me alegra mucho! —Henry sonrió—. De verdad es una muy buena noticia.

—Hablando de buenas noticias, ¿quién es esa chiquilla con la que te he visto ir caminando a casa, eh? ¿Algo que deba saber?

Henry sintió que el rubor se le subía

—No es más que una amiga de la escuela.

—Ah. ¿Eso vendría a ser algo así como una novia?

Henry se apresuró a responder a la defensiva.

—No, es una amiga japonesa, mis padres me matarían si se enterasen. —Señaló el distintivo en la camisa, el nuevo que su padre le había obligado a ponerse después de que Chaz le arrancase el otro.

—Soy chino. Soy libanés. Soy pequinés. Soy estupendo. —Sheldon sacudió la cabeza—. Bueno, la próxima vez que veas a tu amiga japonesa, dile
oai deki te ureshii desu.

—Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue —
repitió Henry.

—Bastante parecido; es un cumplido en japonés, significa «¿Cómo estás hoy, bonita…?».

—No puedo decirle eso —interrumpió Henry.

—Tú hazlo, le gustará. Yo lo uso con todas las chicas geishas que hay por aquí, siempre lo toman de la manera correcta, y además aprecian que se lo digan en su lengua nativa. De esa manera es muy sofisticado. Misterioso.

Henry ensayó la frase en voz alta unas cuantas veces más. Y varias veces más mentalmente.
Oai deki te ureshii desu.

—¿Qué tal si vas ahora al Barrio Japonés y lo pruebas? Hoy cierro la parada temprano. Una actuación más y después me reservaré el aliento para la gran noche con Oscar.

Henry deseó poder verle y oírle tocar con el famoso pianista de jazz. Deseó ver cómo era el interior de un auténtico club de jazz. Sheldon le había dicho que en la mayoría de los clubes se bailaba, pero que cuando Oscar interpretaba, el público se sentaba para escucharle. Así era de bueno. A Henry le gustaba imaginarse una sala oscura, todos sentados y vestidos con sus mejores galas, con copas de champán en las manos, escuchando la música que llegaba desde el punto iluminado del escenario, una niebla fresca que se extendía sobre la fría agua negra.

—Sé que lo harás muy bien esta noche —dijo Henry, y se volvió para ir hacia el sur, hacia el Barrio japonés, en lugar de hacia el este, hacia su casa.

Sheldon le dedicó su sonrisa con el diente de la funda de oro.

—Muchas gracias, señor, que tenga un buen día —se despidió para ocuparse de su siguiente actuación.

Henry practicó las palabras japonesas, y las fue diciendo una y otra vez mientras caminaba, hasta que los rostros de las calles pasaron de negro a blanco, a japonés.

El Barrio Japonés era más grande de lo que Henry había imaginado; al menos cuatro veces el tamaño del Barrio Chino, y cuanto más caminaba a través de las concurridas calles, más comprendía que encontrar a Keiko podía ser imposible. Claro que él la había acompañado la mitad del camino desde la escuela, pero eso era justo hasta el principio del barrio. Habían caminado hasta la Hatsunekai Dance School, y luego él había dicho adiós, y la había visto ir en dirección al hotel Fuji. Desde allí había vuelto por Jackson y a continuación por South King en dirección a casa. Caminar por Maynard Avenue era como haber caído en otro mundo. Había bancos, peluqueros, sastres, dentistas y periódicos japoneses. Los resplandecientes carteles de neón continuaban encendidos durante el día, los farolillos de papel colgaban delante de cada edificio de apartamentos, mientras los niños cambiaban cromos de béisbol de sus equipos japoneses favoritos.

Henry encontró un asiento en un banco y leyó un ejemplar del día anterior del
Japanese Daily News
, cuya mayor parte, para su sorpresa, estaba en inglés. Había una venta por cierre de la Taishodo Book Store y un nuevo propietario se había hecho cargo de la joyería Nakamura. Mientras Henry miraba a un lado y a otro, le pareció que había muchos negocios en venta, y que otros estaban cerrados en pleno día. Todo esto tenía sentido porque muchas de las noticias tenían que ver con los momentos difíciles que vivía Nihonmachi. Al parecer los negocios habían ido a la baja, incluso desde antes de Pearl Harbor; desde que los japoneses invadieron Manchuria en 1931. Henry recordaba el año porque su padre mencionaba con harta frecuencia la guerra de China. Según una noticia, la Chong Wa Benevolent Association había pedido el boicot a toda la comunidad japonesa. Henry no sabía qué era exactamente la Chong Wa, algo así como un comité del Barrio Chino similar a la Bing Kung Association a la que pertenecía su familia, pero más grande y más política, que abarcaba no sólo su barrio, sino que representaba a toda la región y a todos los tongs, redes sociales que algunas veces parecían bandas. Su padre era miembro.

Mientras Henry miraba a las multitudes que caminaban por las calles, comprando y jugando, su número desmentía los momentos difíciles, los boicots, los locales tapiados, las tiendas cubiertas de banderas. En su deambular por las calles, casi nadie le hacía el menor caso, salvo algunos niños japoneses que le señalaban y comentaban a su paso, aunque eran silenciados por sus padres. Al mirar vio que aquí y allá había bastantes caras negras salpicadas entre la multitud, pero no se veía ningún rostro blanco.

Entonces Henry se detuvo cuando por fin vio la cara de Keiko. O al menos una foto; en el escaparate del Ochi Photography Studio. Allí estaba ella, era una foto sepia de una niña vestida de domingo, sentada en una gran silla de cuero, con un paraguas japonés, un parasol de bambú decorado con un koi.

—Konichi-wa
—le saludó desde la puerta un japonés, bastante joven por su aspecto—.
¿Konichi-wa Ototo-san?

Confundido por el saludo japonés, Henry se abrió la americana y señaló la insignia que decía
Soy chino.

El joven fotógrafo sonrió.

—Bueno, no hablo chino, pero ¿Cómo estás? ¿Quieres hacerte una foto? ¿Un retrato? ¿O sólo buscas a alguien?

Ahora le llegó el turno a Henry de mostrarse sorprendido. El inglés del joven fotógrafo era casi perfecto comparado con el dominio de la lengua que tenía Henry.

—Esta chica, voy a la escuela con ella.

—¿Los Okabe? ¿Envían a su hija a la escuela china?

Henry sacudió la cabeza y movió la mano.

—Keiko Okabe, sí, los dos vamos a Rainier Elementary, la escuela blanca al otro lado de Yesler Way.

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