Un piquete hizo sonar su clarín, y un pelotón formado por centauros de la Compañía Rosada apareció al galope para ir al encuentro de la tropa de Gaviota. Sus vendajes y su apariencia un tanto maltrecha indicaron al leñador que ellos también habían luchado y habían sufrido severas pérdidas. Los centauros le llevaron al puesto de mando de la capitana Helki.
La mujer-yegua y sus oficiales estaban delante de un frondoso bosquecillo de árboles cuyas copas tenían una delicada apariencia vaporosa, y estudiaban un mapa. Cuidadores humanos atendían a los heridos en los alrededores del bosquecillo, ocupándose por un igual de centauros, jinetes y caballos.
—¡Helki!
Gaviota detuvo su montura lo bastante cerca para poder captar el olor de la centauro, y sus fosas nasales percibieron aquella extraña mezcla de sudor humano y equino, hierba, cuero y pulimento para metales. Una hoja muy afilada había dejado su señal en el peto de Helki. Algunos de sus mensajeros llevaban vendajes, y uno había perdido el casco.
—¿Qué tal van las cosas?
El rostro de Helki estaba sonrojado dentro de aquel casco que le daba una expresión hosca y amenazadora.
—Grupos de jinetes vestidos de azul atacan nuestros flancos. Intentamos averiguar cuántos hay, pero cambian de tal manera que nos preguntamos si no estarán yendo y viniendo a través del éter. Luchamos contra ellos como podemos. También hay infantería sobre alfombras voladoras, que viene y va... También, orcos escondidos en esos bosquecillos que salen corriendo para apuñalar a nuestros heridos, malditos sean esos cobardes.
Helki podía perdonar las incursiones contra sus flancos, pues eso era hacer la guerra. Pero que mataran a los heridos la enfurecía.
Gaviota recorrió el horizonte de hierba con la mirada, pero había demasiados bosquecillos obstruyendo la visibilidad. Una bandada de enormes aves corredoras pasaba al galope de vez en cuando, pareciendo arbustos que hubieran cobrado vida. Gaviota divisó en la lejanía a un contingente de caballería vestido de azul —los jinetes del desierto de Karli— que estaba siendo perseguido por una fuerza mixta de humanos y centauros. Los jinetes azules huyeron, pero desaparecieron detrás de otro bosquecillo..., probablemente para describir un círculo y lanzar un nuevo ataque.
—Estáis demasiado desperdigados —le dijo a su capitana—. Están jugando con nosotros. Atacan y luego salen huyendo, igual que en la guerra del Bosque de los Susurros, e intentan agotarnos... Esta mañana no reanudaron su ataque al campamento. Se están escondiendo y se reagrupan, probablemente para acabar con los rezagados durante el día y atacarnos durante la noche. Liante sabe que si se enfrentara a nosotros en una batalla abierta podría ser derrotado, porque somos voluntarios y él sólo tiene esclavos sometidos mediante la magia, así que está usando la táctica de los ataques por sorpresa.
Gaviota se irguió sobre la silla de montar y señaló el bosque de maleza y árboles deformes, que se encontraba a poco más de un kilómetro y medio de distancia.
—Lleva a tus tropas hasta donde empieza el bosque, pero deja un poco de espacio para poder galopar. Su caballería no se atreverá a internarse por el bosque para colocarse detrás de vosotros, porque la maleza es demasiado espesa. Y si no te queda más remedio, puedes retirarte por el sendero y venir al campamento... Creo que eso evitará que vayan acabando con vosotros uno a uno, y entonces averiguaremos con quién nos estamos enfrentando en realidad.
—Sí. —La mujer-yegua asintió, y su casco subió y bajó con un destello metálico—. Es buena idea y dará resultado, si ése realmente es su plan.
Helki volvió grupas para gritar nuevas órdenes a los mensajeros, pero entonces un grito surgió de un puesto de guardia situado a su izquierda. Helki y Gaviota, sintiendo curiosidad, fueron hacia allí para poder ver mejor qué ocurría.
A dos tiros de arco de allí, una gran falange de jinetes del desierto —treinta de ellos o más— había formado una hilera. En su centro había una silueta que a esas alturas ya les resultaba familiar a todos: era el señor guerrero de Keldon.
El gigante llevaba su yelmo adornado con colmillos de hierro y una larga capa roja, y apoyaba en el soporte de su estribo una gran lanza coronada por un estandarte color rojo sangre. La bestia que montaba era alguna clase de mutante, increíblemente enorme y robusta, pues ningún caballo normal hubiera podido transportarle. La criatura era de un intenso color rojo oscuro, como el de la sangre seca, con unas crines tiesas y despeinadas y cuernos de toro que sobresalían hacia adelante.
Helki soltó un relincho nada más ver al señor guerrero. Los centauros y la caballería se acercaron al trote y formaron su propia hilera. Estaba claro que la capitana centauro pretendía lanzarse a la carga. Los treinta lanceros de Gaviota volvieron la mirada hacia su líder, claramente deseosos de unirse a la carga. Gaviota se limitó a alzar una mano mientras su cerebro funcionaba a toda velocidad.
Helki lanzó otro grito de guerra, y sus tropas lo corearon. Las pezuñas de los centauros y los caballos subieron y bajaron, cortando los amarillentos tallos de hierba en su nervioso anhelo por iniciar el galope.
—¡Esperad! —aulló Gaviota.
Todos le miraron, perplejos.
Gaviota galopó a lo largo de la fila, interponiéndose entre Helki y el señor guerrero con sus lanceros apresurándose a mantenerse detrás de él.
—¡Te he ordenado que retrocedas hasta el bosque, y hablaba en serio!
Helki frunció el ceño debajo de las láminas protectoras de su casco. Las órdenes no le gustaban nada, pero la centauro, siempre disciplinada, ordenó a sus tropas que rompieran la formación y se retirasen.
—¡Cobardes! —llegó un grito enronquecido desde la lejanía—. ¡Cobardes mandados por una medusa viscosa y asustada! ¡Un leñador que juega a la guerra!
Gaviota volvió grupas. El señor guerrero siguió lanzando burlas e insultos mientras su fila de jinetes continuaba avanzando detrás de él.
—¿Quién demonios puede ser ese bastardo para tenerme tanto odio? —Gaviota se alzó sobre sus estribos para contestarle, también a gritos—. ¡No soy idiota, de eso puedes estar seguro! No jugaré a tu juego... ¡Yo fijaré las reglas! Ahora ve a buscar unos cuantos prisioneros indefensos a los que torturar, maldito...
Una sarta de tremendas maldiciones de mulero resonó a través de la pradera.
Y, como respuesta a ellas, el señor guerrero soltó una carcajada, bajó su lanza y aulló una orden.
—¡A la carga!
Antes de que Gaviota pudiera entender lo que estaba ocurriendo, su contingente de caballería ya había devuelto el grito. Alguien —no Helki— gritó «¡A la carga!». Un trompeta hizo sonar la llamada de ataque, y la hilera rugió y hundió los talones en los flancos de sus monturas...
... y se detuvo, perpleja, en un confusa agitación cuando Gaviota se interpuso en su camino.
—¡He dicho que no! —Gaviota agarró su hacha por la hoja y la movió de un lado a otro, agitando su largo mango para señalar el bosque—. ¡Volved atrás! ¡Vamos, retroceded todos! ¡Es una orden!
Helki, que había sido adiestrada en las artes de la guerra desde que pudo sostenerse sobre sus cuatro patas, había quedado consternada y perpleja ante aquel quebrantamiento de la disciplina por parte de sus tropas. La centauro ladró y rugió órdenes con auténtica furia, y envió a su caballería al galope a través de la hierba hacia el bosque, con los jinetes del señor guerrero a sólo unos treinta metros detrás de ella.
Muli colocó a los Lanceros Verdes en posición alrededor de Gaviota y éstos le siguieron, lanzándose al galope hacia el bosque. La llanura vibró con el atronar de centenares de pezuñas.
Un grito sarcástico y los alaridos con que el señor guerrero conminaba a Gaviota a que se detuviera y luchase de una vez resonaron detrás de ellos.
Gaviota maldijo furiosamente mientras sentía el azote del viento en su rostro. No quería huir, pero tenía que proteger a las tropas de Helki, que se hallaban seriamente superadas en número. No podía permitir que sacrificaran sus vidas en cargas estúpidas.
—¡Variación izquierda! —gritó, clavando los ojos en los contornos del bosque que se extendía delante de ellos.
Caballos y centauros se desviaron hacia la izquierda.
—¡Odio correr! —jadeó Muli mientras galopaba al lado de Gaviota con su estandarte verde aleteando en el viento—. ¡Preferiría luchar!
—¡Antes de que todo esto haya acabado podrás hartarte de luchar! —respondió Gaviota, alzando la voz para hacerse oír—. ¡Volved grupas! ¡Volved grupas aquí y desplegaros!
Adiestradas hasta alcanzar la perfección, las tropas de Helki formaron un círculo con un movimiento tan impecablemente sincronizado como el de una bandada de gorriones. Gaviota había llevado a la caballería hacia una brecha de unos seis metros de anchura que se abría entre dos grandes macizos de vegetación espinosa, y la había conducido hasta una especie de claro que tendría unos sesenta metros de anchura. Un angosto sendero se introducía en el bosque. Gaviota, mirando en todas direcciones a la vez, ordenó a sus lanceros que fuesen hacia el bosque para sacarlos del camino que debería seguir la caballería. Después agitó el mango de su hacha, y gritó a Helki que desplegara a sus fuerzas hacia la izquierda y hacia la derecha. La mujer-yegua comprendió lo que pretendía conseguir.
Unos segundos después la caballería había quedado oculta detrás de los zarzales y arbustos espinosos. Gaviota se colocó en el centro del claro, perfectamente visible con sus guardias personales rodeándole. La caballería del señor guerrero rió a carcajadas al verle desprovisto de una auténtica fuerza de caballería, pensando que el contingente de Helki había abandonado a su líder, y se lanzó al galope por el sendero del bosque. Los jinetes azules removieron la tierra con los cascos de sus monturas mientras gritaban amenazas y les prometían la muerte, y alteraron su formación convirtiéndola en una hilera de cuatro jinetes de anchura para lanzarse por la brecha.
Y murieron.
La caballería de Helki cayó sobre el enemigo desde dos direcciones distintas, atacándolo con sus lanzas y sus sables. Largas lanzas adornadas con estandartes rosados arrancaron a los jinetes del desierto de sus sillas de montar. Otros fueron derribados de un mandoble, y acabaron aplastados bajo los afilados cascos de sus monturas.
Los gritos de triunfo se convirtieron en aullidos de indignación. Los centauros y la caballería de Helki actuaban en una estrecha cooperación, deslizándose los unos junto a los otros para hundir sus largos aceros en las filas del enemigo y alejarse después en un bailoteo tan ágil y veloz como el de un ciervo. La desenfrenada carga de los jinetes del desierto sólo terminó cuando la brecha entre los arbustos espinosos quedó tan repleta de cadáveres de hombres, mujeres y caballos que los jinetes de la retaguardia se encontraron con que no podían entrar en el claro.
Pero el señor guerrero de Keldon, que había permanecido en la retaguardia y había visto morir a sus tropas, no expresó ni rabia ni remordimiento.
—¡Eres un cobarde, Gaviota! —gritó, alzándose sobre su bestia de guerra mientras agitaba un puño en el aire—. ¡Te escondes detrás de mortales inferiores e indignos, y te ocultas detrás de esta escoria que tiende emboscadas! ¡No eres un auténtico líder! ¡Eres un cobarde, y te sacaré el hígado con mis manos desnudas!
Gaviota, inmóvil como una estatua de bronce, le contempló desde su caballo con el hacha apoyada en el pomo de la silla de montar. Los jinetes del señor guerrero retrocedieron, incapaces de hacer avanzar a sus monturas. Las tropas de Helki aguardaron, con las lanzas alzadas hacia el cielo de tal manera que la sangre caía por los astiles, o con los sables de caballería inclinados hacia el suelo y goteando sangre. Sus combatientes miraron a Gaviota y se preguntaron cómo respondería a aquellos insultos.
Gaviota no hizo nada y no dijo nada. Estaba perplejo.
Una pregunta resonaba una y otra vez en su cerebro. ¿Por qué le odiaba tanto el señor guerrero? ¿Por qué sentía aquel odio tan intenso y tan personal hacia él?
Y, por el amor de todos los dioses, ¿por qué su voz le resultaba tan familiar? Gaviota nunca había visto a aquel hombre, y en toda su vida jamás había visto a nadie tan enorme. Así pues, ¿qué razón podía haber para que la voz del señor guerrero vibrase en su cerebro como el repique de una campana?
Después de un rato más de maldiciones e insultos, el señor guerrero de Keldon gruñó una orden a sus tropas, tiró de las riendas de su extraño monstruo-caballo y volvió grupas, disponiéndose a marcharse. El trueno ahogado de su galope se fue desvaneciendo, y el polvo fue cayendo lentamente al suelo.
Gaviota contempló la brecha por la que se había marchado el señor guerrero y se volvió hacia la centauro.
—Helki, quiero que hables con tus tropas y que te asegures de que entienden la situación —dijo—. Nos enfrentamos a un ataque como nunca hemos conocido antes, con centenares de enemigos que quieren nuestros pellejos. Y esta vez no huiremos, sino que lucharemos hasta la muerte.
La Caballería Rosada y los Lanceros Verdes intercambiaron rápidas miradas mientras Gaviota seguía hablando.
—En este ejército sólo hay voluntarios, y en nuestras filas no hay ni un solo esclavo de la magia conjurado por un hechicero. Pero nuestras gentes se unieron al ejército para luchar, no para malgastar sus vidas inútilmente... Lo que te digo, y lo que diré a los otros capitanes, es que todos deben saberlo. Puede que nuestra causa esté perdida. En consecuencia...
El general, una silueta alta y robusta erguida sobre su caballo gris, hizo una profunda inspiración y logró calmar su respiración entrecortada por la ira.
—En consecuencia, vuelvo a pedir voluntarios..., no para luchar, sino para morir. Cualquier persona que desee seguir viviendo, cualquiera que tenga un poco de sentido común... Bien, si se retira no se le condenará por ello. Quien quiera marcharse debería estar encima del sol del mosaico al ocaso. Mangas Verdes los desplazará a través del éter hasta otro lugar. Casi todos los seguidores del campamento y los niños se marcharán primero, y luego les tocará el turno a los demás. ¿Ha quedado entendido?
—Perfectamente —dijo la capitana centauro.
Su espalda estaba muy erguida, y su lanza permanecía totalmente inmóvil. El estandarte rosa colgado de la punta aleteaba bajo la brisa.
—Muy bien —dijo Gaviota—. Quienes decidan quedarse, y que los dioses tengan compasión de sus almas, permanecerán en el comienzo del bosque y se mantendrán alerta. No permitáis que nadie sea atraído hacia una trampa, porque necesitaremos a todos los que no quieran irse. ¿Entendido? Bien... Ahora iré a decírselo a los otros capitanes.