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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (46 page)

BOOK: El sacrificio final
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Sólo una persona permanecía inmóvil, y era Mangas Verdes. La archidruida se hallaba abrumada por la emoción, porque —y por primera vez en su vida— quería matar a alguien.

Y entonces, mientras el caos y la locura se agitaban a su alrededor, Mangas Verdes quedó repentinamente paralizada, aturdida por una nueva comprensión.

En un instante, como si el fantasma de Chaney hubiese aparecido delante de ella, Mangas Verdes comprendió a qué se refería cuando hablaba del «sacrificio final».

Mangas Verdes había estado dispuesta a sacrificar su vida para detener a aquellos hechiceros.

Incluso había estado dispuesta a sacrificar a sus amigos y seguidores para poner fin a sus depredaciones.

Pero en lo más profundo de sí misma, nunca había estado dispuesta a sacrificar sus principios.

Adiestrada en los ritos y creencias de los druidas, Mangas Verdes siempre había intentado mantener el equilibrio entre los humanos y la naturaleza, entre el caos y el orden, entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal. Mientras se esforzaba por mantener ese equilibrio, siempre había frenado su poder. Había aplicado únicamente el mínimo de fuerza posible para detener a los hechiceros, y sólo había usado una fracción de su poder para cambiar el bosque, dando sólo un empujoncito aquí y allá, usando la fuerza para contrarrestar la fuerza y sin hacer nada más que eso.

Pero quienes la rodeaban no se habían comportado de esa manera. Sus seguidores, guardias personales y soldados, así como los seguidores del campamento, habían dado el máximo de sí mismos en cada batalla, luchando por sus vidas, sus hogares y su libertad. Las Guardianas del Bosque se habían interpuesto una y otra vez entre el peligro y su señora: Alina y Bly habían sido aplastadas por un monstruo, Petalia había sido precipitada al abismo, Doris había acabado calcinada por un rayo. El ejército, así como los zapadores y los seguidores del campamento, había cavado incansablemente en aquellos túneles letales a fin de encontrar un secreto para Mangas Verdes y para ellos mismos. Sus amigos casi habían muerto de congelación para averiguar cuánto pudieran de los minotauros. Los ángeles y las gentes del mar habían luchado para proteger su tierra sagrada. Gaviota había sacrificado su vida para salvar a Gavilán. Incluso el trasgo Sorbehuevos había dado su vida para salvar la de un humano.

Y Mangas Verdes se había estado conteniendo durante todo ese tiempo. Pero por fin había llegado al borde del abismo, al sacrificio final. Tenía que utilizar todo su poder, toda su voluntad y todas sus capacidades para detener a los hechiceros, pues sólo eso podría contener la marea de su codicia, su odio y su envidia.

Mangas Verdes tenía que sacrificar no sólo su vida, y las vidas de su familia y su amado y sus amigos, sino que también tenía que sacrificar todo aquello en lo que creía.

Y lo haría.

Apartó los mechones enmarañados que habían caído sobre su rostro, echó hacia atrás su capa repleta de bordados con un encogimiento de hombros y se subió las mangas, y flexionó los dedos y extendió las manos hacia el ejército de enemigos de Liante.

—¡Prepárate para la guerra, Liante! —gritó.

Nadie oyó su grito de batalla, pues el desierto se había convertido en un mar de ruidos: había gritos, alaridos, entrechocar de espadas y escudos, retumbar de pezuñas, fanfarrias de clarines y el trueno ahogado de los tambores.

Pero Mangas Verdes puso fin a todo ello con un solo gesto.

Extendió los brazos hacia los lados y conjuró un hechizo de protección que se desplegó hasta abarcar centenares de metros en ambas direcciones. Tan imposible de atravesar como el barrido de los descomunales brazos de un gigante, o como la muralla de líquido de una gigantesca ola, el muro invisible se extendió y detuvo a todos los que se hallaban en su camino: todos los seguidores de Mangas Verdes, fueran cuales fuesen sus colores e insignias, quedaron frenados de golpe.

Los caballos relincharon y se encabritaron cuando chocaron con la barrera invisible, y muchos hicieron que sus jinetes salieran despedidos por encima de sus cabezas para rebotar contra aquella esponjosa solidez y resbalar a lo largo de ella hasta acabar cayendo en el suelo. Hombres y mujeres que corrían con las lanzas dirigidas hacia adelante y las espadas desenvainadas sintieron cómo sus armas se incrustaban en una nada tan sólida como una pared de ladrillos. Los gritos murieron a medida que más y más combatientes chocaban con la barrera. Los clarines callaron con un último gemido y todos se removieron nerviosamente y miraron a su alrededor, confusos y perplejos.

Y Mangas Verdes los sacó del peligro con otro encogimiento de hombros. No los empujó, sino que levantó a todo el mundo y los envió hacia atrás, y centenares de personas y caballos fueron desplazados hasta quedar detrás de ella, repentinamente llevados al comienzo del bosque del que habían salido. Con sus pies nuevamente depositados suavemente en el suelo por obra de la magia, los soldados y seguidores del campamento no pudieron hacer nada aparte de quedarse boquiabiertos y lanzar gritos de consternación..., y mirar a su señora, que, con la muerte de Gaviota, había pasado a controlar el ejército.

Pero Mangas Verdes no miró a sus seguidores. Siguió inmóvil, a quince metros de ellos, encarándose al enemigo en el desierto. Una brisa se deslizó a través de su despeinada cabellera castaña y jugueteó con el extremo de su capa.

Las protectoras de Mangas Verdes gimieron, pero no podían atravesar el muro. Stiggur gritó algo desde lo alto de su bestia mecánica. Lirio gritó el nombre de su cuñada. Otros gritaron pidiendo ser liberados para poder estar junto a ella y luchar a su lado.

Mangas Verdes, Archidruida del Bosque de los Susurros, los ignoró.

Como su hermano antes, era responsable de sus vidas. Y tal como había hecho su hermano, ella también iría sola a la batalla.

Aquél era su combate.

Y se enfrentaría al poderío combinado de todos los hechiceros.

Los jinetes del desierto de Karli, que llegaban al galope desde el oeste, chocaron con el muro invisible y rebotaron en él. Después vieron un objetivo solitario al que podían atacar, y avanzaron hacia la joven druida entre un retumbar de cascos.

Fueron los primeros en sentir su ira. El contingente de cuatrocientos jinetes que coreaban cánticos de guerra, chillaban y agitaban las hojas curvas de sus cimitarras sobre sus cabezas, avanzó..., para aullar cuando el suelo del desierto se resquebrajó debajo de ellos, rompiéndose como un gigantesco ventanal de cristales oscuros hecho añicos por una piedra, y arrojó muros de ramas hacia el cielo.

Pero aquellos muros no eran los titubeantes y retorcidos setos de espinos que Mangas Verdes había conjurado en el pasado. Gigantescos tallos verde amarronados aparecieron en una repentina erupción y crecieron hasta alcanzar varios metros de altura, convirtiéndose en troncos más gruesos que el cuerpo de un caballo. Ramas inmensas de las que colgaban encajes de espinos tan amenazadores como colmillos se desenroscaron igual que otras tantas serpientes, y se deslizaron sobre el suelo tan deprisa y con un empuje tan incontenible que crearon surcos entre los cristales negros para revelar la arena gris que había debajo de ellos. Zarcillos que cortaban como sierras se agitaron bajo un vendaval invisible. Los jinetes de reacciones más rápidas hicieron volver grupas a sus monturas, pero muchos quedaron atrapados en el muro. Jinetes y monturas fueron bruscamente levantados del suelo e inmovilizados por espinos que aún no habían acabado de crecer, y se retorcieron bajo su abrazo y quedaron aplastados entre aquellos gruesos tallos que se retorcían y ondulaban. Aterrados, la mayoría de los jinetes tiraron de sus riendas hasta que sus monturas se encabritaron y volvieron grupas para emprender una desenfrenada huida hacia el desierto, pero la vegetación serpenteante los persiguió moviéndose casi tan deprisa como un caballo lanzado al galope. El aire se llenó de crujidos, chasquidos y chirridos, y una jungla espinosa surgió de la nada en cuestión de minutos. La brisa trajo consigo el olor acre y amargo de las hojas y la savia de los espinos.

Pero la joven druida apenas prestó atención a su milagro. Ardiendo en deseos de venganza, Mangas Verdes giró lentamente sobre sí misma en busca de un nuevo ataque..., y lo encontró.

Haakón Primero, Rey de las Malas Tierras, alzó el brazo y lanzó una bola de fuego contra Mangas Verdes. La joven druida ni siquiera se inmutó cuando la trayectoria del cometa fue bruscamente interrumpida en el aire por un muro invisible, contra el que rebotó para salir despedido en otra dirección y acabar hundiéndose en las profundidades del bosque.

Mangas Verdes vio cómo las manos de Haakón empezaban a brillar con el resplandor de una segunda bola de fuego, y no titubeó. Hendió el aire con su mano e invocó un relámpago colosal que rasgó el cielo vacío de nubes con su ramaje de fuego y desencadenó el retumbar del trueno.

El rayo iluminó la silueta acorazada de Haakón con la cegadora luminiscencia de un cohete en un castillo de fuegos artificiales, y el hechicero salió despedido por los aires y voló tres metros antes de caer al suelo. Sus miembros giraron locamente y su cabeza osciló flojamente de un lado a otro, y el humo empezó a brotar de las fisuras que habían aparecido en su chamuscada armadura pintada de color plata y rojo. Haakón quedó tan flácidamente inmóvil como una muñeca de trapo, con los brazos y las piernas retorcidos. En el interior de su coraza ya sólo había carne quemada y huesos calcinados.

Los hechiceros, que todavía estaban preparando sus conjuros, se quedaron boquiabiertos. Fabia miró a Dwen, quien miró a Ludoc, quien miró a la reina Atronadora. Todos volvieron la mirada hacia Karli y Liante, pero los dos estaban haciendo nuevas invocaciones.

—¡Atacad, idiotas! —aulló el hechicero de las franjas multicolores—. ¡Aplastadla!

Karli rozó unos botones dorados de su chaqueta e invocó a media docena de ogresas de roja piel, negros cabellos, gruesos labios y temibles colmillos. Un gesto de la mano de Karli lanzó a las ogresas a la carga contra la joven druida. Pero Mangas Verdes se rozó la sien, señaló con un dedo y las mujeres-monstruo olvidaron instantáneamente su propósito. Estupefactas, las ogresas miraron a su alrededor como niñas extraviadas en busca de órdenes y auxilio.

Ludoc guió a su rebaño de toros rojos a través del desierto de fragmentos de cristal, pero Mangas Verdes movió los dedos e hizo aparecer duendes del fuego sobre la delicada piel de sus hocicos. Cuando los toros aterrorizados fueron rugiendo hacia un abismo, la joven druida hizo aparecer una sierpe dragón que llenó repentinamente el suelo del desierto como una colina verde dotada de movimiento, y la bestia engulló de un solo bocado a un toro que mugía desesperadamente. Más amenazas convocadas por la media docena de hechiceros llegaron a través de los aires, una panoplia de colores, plumas, piel, nubes y gritos, un número de criaturas y monstruos tan excesivo y que aparecía con tal rapidez que los espectadores inmóviles en el comienzo del bosque no podían ni contarlos, pero Mangas Verdes las fue haciendo retroceder una a una mediante sus conjuros, llegando al extremo de gritar un hechizo que desinvocó a media docena de criaturas a la vez.

Liante alzó una jarra de piedra y llamó a su djinn y la nube azul apareció, tenue y fantasmagórica bajo aquel sol cegador. Hilachas de humo azul brotaron de las puntas de los dedos del djinn. Allí donde chocaban con el suelo surgían bárbaros de piel azul, blanca cabellera y largos colmillos, hombres y mujeres armados con espadas de bronce y garrotes de los que sobresalían afilados trozos de obsidiana. Cuando un centenar de ellos o más hubieron llegado, el djinn dio una palmada. Los guerreros lanzaron un alarido colectivo y cargaron sobre el maltrecho ejército de la colina y la joven druida inmóvil que se alzaba ante ellos.

Su carga duró el tiempo que Mangas Verdes tardó en contar silenciosamente hasta cinco.

Mangas Verdes dejó caer sus sucias manecitas junto a sus costados, como si estuviera hundiendo los dedos en la tierra. Después murmuró uno de los hechizos más antiguos conocidos por el druidismo, y lanzó un escupitajo dirigido a los bárbaros.

El desierto tembló. Trozos de cristal salieron despedidos en todas direcciones, volando por los aires como granizo. Un chorro de arena gris subió hacia el cielo hasta superar la altura de un hombre, y los géiseres brotaron por todas partes. El océano se encontraba a poco más de un kilómetro de distancia, pero el ataque lanzado por Mangas Verdes consistió en agua potable, invocada única y exclusivamente por su voluntad desde las profundidades de la tierra donde había quedado atrapada lejos de la luz hacía eones. Fresca, dulce y pura, el agua estalló hacia arriba en una tempestad invertida y empujó, golpeó y dejó sin sentido a los bárbaros, derribándolos y matando a docenas de ellos con su espantosa potencia mientras eran arrojados al aire como trocitos de madera perdidos en el océano.

Aturdido por la furia del ataque y empapado por cascadas de agua, Liante dejó caer el jarro de piedra y éste se hizo añicos al chocar con el suelo. El hechicero miró a su alrededor, buscando a sus soldados del desierto, los hombres y mujeres vestidos de azul que cabalgaban alfombras voladoras, y exigió protección, pero incluso esos valerosos combatientes habían empezado a retroceder ante aquella terrible ofensiva.

—¡Haz algo! —ladró Liante, volviéndose hacia Karli.

—¡Era tu esclava! —replicó la mujer del desierto, con el rostro enrojecido y fatigada de tanto lanzar hechizos—. ¡Tú la controlas!

—¡Yo la detendré! —gritó Dwen. Alzó su falsa Lanza del Mar y empezó a aullar en una lengua muy antigua mientras movía la lanza de un lado a otro—. ¡Soy dueña y señora de los océanos! ¡La enviaré al bosque!

La miríada de géiseres, que seguían subiendo hacia el cielo en chorros de treinta metros de altura, se dobló bajo el conjuro de la hechicera del océano. Los surtidores se inclinaron como espigas de trigo ante una tempestad, hasta que las cimas empezaron a disolverse en nubes de espuma y una masa de neblina avanzó hacia Mangas Verdes, que seguía inmóvil encima del risco. Dwen se mordió el labio mientras intentaba controlar aquel gigantesco volumen de agua y someterlo a su voluntad.

Mangas Verdes le enseñó los dientes en una mueca llena de ferocidad, gruñó como aquel tejón que había sido su amigo hacía tanto tiempo, y movió un dedo.

Los surtidores de agua se inclinaron instantáneamente en la dirección opuesta a la que habían estado siguiendo, y se convirtieron en chorros tan temibles como flechas gigantes arrojadas desde una ballesta descomunal. La magia de Dwen fue barrida a un lado con tanta facilidad como si no fuera más que la rabieta de un niño mimado. Los chorros se abrieron paso a través de la arena y los cristales negros, lanzándolos sobre el ejército de Liante como una granizada mortífera y rociando todas sus filas con arena fangosa hasta derribarlos y hacerlos caer al suelo. Bárbaros de piel azul y largos colmillos, llenos de moratones y medio ahogados, se apresuraron a huir o tiraron de sus camaradas caídos para sacarlos de entre los letales chorros de agua.

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