Y llegó la Navidad. Y llegó la Navidad...
Quería echarme en los brazos de Braulio. Que contuviera mis dudas, que me orientara en ellas, pero faltaban tres días para que volviera de Nueva York, y aunque podía decirle que tenía ganas de llorar, no quería hacerlo volver.
Todos los olores del mundo salían de la cocina de la abuela Luchía el día de Navidad. Grande, limpia, con peladuras de naranja puestas a secar, ramos de laurel, tomillo para la carne y aquella cazuela de hierro enorme, donde los pollos se convertían en un manjar. Era como un laboratorio donde sólo los tocados con el talento de la alquimia gastronómica podían entrar: la tía Amalia, mi madre, y luego mi prima Begoña, el primo Luis, y yo. Las Navidades eran sagradas, no porque lo fueran en sí, sino porque desde los tiempos en que la tía Carmen viajaba y volvía para esa fecha, todos los Farinelli tenían la obligación de coger un avión estuvieran donde estuvieran, para sentarse a cenar el veinticuatro de diciembre en el mismo lugar del año anterior.
Como la familia iba aumentando, y los hogares se empequeñecían, el primo Luis, dueño de un salón de setenta metros cuadrados, era el anfitrión desde hacía dos años.
Luis es ese primo que existe en todas las familias, ese inevitable triunfador que tiene un inmenso talento para hacer dinero con sus relaciones sociales y carece de presencia cuando se le necesita. Luis es un bobo con dinero —y como acostumbra a ir en el mismo paquete—, con dinero y sin moral.
Se dedicó a comprar lo que los demás necesitaban vender y a vender lo que no era necesario comprar. Hizo una injusta fortuna y se construyó una casa donde todo es caro y par. Es uno de esos primos de los que ya he hecho algún comentario mordaz. Luis guarda silencio cuando se nombra a Matisse porque no sabe exactamente si es un impresionista o un general prusiano y las dudas son poco convenientes para los negocios. No tiene fisuras en su alma, no, al menos de momento. Pero cocina muy bien, le gusta impresionar, nos cede su salón y la atención de dos chicas filipinas que no tienen horario. Ante una familia como la nuestra, el ofrecimiento es aceptado sin remilgos.
El día veinticuatro a la tarde, daba órdenes a mis hijos desordenados, recordándoles las normas de cortesía que creía iban a olvidar. Me pintaba los ojos pensando en que luego, al llorar, se me iría al traste esa fantástica composición que es el maquillaje femenino. Porque sabía que lloraría, porque llevaba mucho tiempo con ganas de llorar, porque se me amontonaban las lágrimas, porque tenía la voluntad anegada de lágrimas, porque no era nada, pero que nada, feliz.
Mi hijo mayor tocó con los nudillos en la puerta.
—Pasa, cariño...
—Ama...
—Juan..., súbeme la cremallera. No debería comprarme estos vestidos tan incómodos... Déjame verte... ¡Qué guapo estás!
Desde que se hizo mayor, pero no totalmente mayor, no se atreve a abrazarme sin pretextos. Necesita verme frágil. Necesita que ignore que me mira. Es un I. Farinelli. Lo sé desde que nació. Hacía meses que no lo veía, y me moría de ganas de abrazarlo. Me pidió que le pusiera bien el nudo de la corbata. Le retoqué el nudo y luego, poniéndome de puntillas, me colgué de su espalda ancha.
—¡Cuánto te echo de menos, cariño!...
Hay abrazos en los que una quisiera residir más tiempo del conveniente. El de un hijo de espaldas anchas y secretos no dichos pero entendidos es uno de ellos. Mi Juan me siente, y yo le presiento. No necesitamos palabras, porque él sabe que mi corazón no tiene fisuras para su amor.
—Ama... ¿Me dejas el coche?
—Si me abrazas con ganas..., pero con muchas, muchísimas ganas..., y te advierto que detecto las ganas en seguida.
Él tenía muchas ganas de abrazarme. Yo cerré los ojos y le robé al día veinticuatro de diciembre aquel único minuto de eternidad. Porque el abrazo de mis hijos acostumbra a poner las cosas en su sitio y no hay nada comparable en materia de abrazos. Porque esa espalda grande que te acoge fue un día diminuta —no en el caso de mi hijo— y esos brazos construidos como árboles venían de niño a pedirme el horizonte, y una fue dando todo aquello y algo más, para ese abrazo casi maduro del veinticuatro de diciembre que cuento, cuando él ignoraba la tristeza de su madre y su madre imaginaba la felicidad de su vida.
No hay cosa más gratificante que ver que tus hijos son capaces de vivir sin ti.
Luego todo siguió adelante. Mi hija discutía al teléfono con su prima por la propiedad de unos zapatos, que precisamente necesitaba esa noche. Mi marido no sabía dónde estaba nada y constantemente me preguntaba por emplazamientos de cosas que ya no utilizábamos. Yo seguía teniendo ganas de llorar, pero contestaba a todo; buscaba gemelos, encontraba horquillas, distribuía pañuelos de verdad y seguía teniendo ganas de llorar... Sobre todo cuando veía que Ernesto me miraba con ese escáner que dan los años de matrimonio.
—Tienes mala cara... ¿Te pasa algo?...
Me lo dijo casi sin querer. Creo que se le escapó, o quiso buscar una tregua en mis silencios. Dudé durante unos segundos. Era el momento preciso para una confesión.
—Creo que estoy incubando una gripe y además..., ya sabes..., la Navidad y cenar en casa de Luis... no es un plan que me apetezca mucho.
—Si no te encuentras bien, nos quedamos. Los chicos pueden ir solos...
—Sería un pecado mortal y la penitencia que nos aplicarían sería tremenda... No, se me pasará. Voy a tomar algo.
Y miré para otro lado. Porque adiviné por el rabillo del ojo que Ernesto sabía de qué materia estaba hecha mi pena y por un segundo adiviné en sus ojos un terror que nunca había visto. Hubiera querido pronunciar la verdad. Pero tampoco tenía la certeza de que aquella verdad fuera la verdad.
Saqué voluntad para elegir unos pendientes bien grandes a juego de los adornos del árbol navideño de mi primo. Y me los coloqué, ignorando aquella lágrima involuntaria que rodaba por la mejilla sin permiso de nadie. Resultaba muy duro el dolor de mi corazón. Mi familia cuidándome. Resultaba muy duro ser leal a ellos y no a mi infinita tristeza.
Cuando llegamos a la casa del primo Luis olía a manjares. Nos recibió con esa alegría que tienen los que no son generosos cuando lo son y nos sirvió un maravilloso vino que casi me hizo olvidar el señalado día. Las Farinelli sentadas —las cuatro apretujadas en un mismo sofá— y vestidas para la ocasión, con todo aquello que tuviera brillo en sus armarios, discutían sobre qué ingrediente ponía la abuela Luchía en el pollo trufado y, por supuesto, no había acuerdo.
Me acerqué a darles un beso. La tía Carmen me acarició la mano en un gesto inesperado. Me sonrió con una mirada tierna, consoladora, que parecía ir al epicentro de mi tristeza. Supe que estaba viendo mi corazón, mi lanza, mi zozobra. Lo supe. Estuve a punto de echarme a llorar, pero me contuvieron los besos repetidos de la tía Amalia.
—Carmela, cariño..., que no se te ve nada... Dice tu madre que estás trabajando mucho... ¿Ya te han dicho que el día de Reyes tenemos merienda en casa de Begoña?... Habla con ella porque creo que quiere que hagas el pastel de queso... ¡Qué guapo está Diego!... Tienes que estar orgullosa... Mira qué hijos tan estupendos...
—Sí, tía, estoy orgullosa...
—Y Juan... ¡Ese sí que ya es un hombre!... Y cómo ayudan los hombres de hoy en día... Los nuestros... no nos ayudaban nada —añadió mi madre.
—Mira que tenéis morro... —la prima Begoña intervino—. Si habéis vivido como princesas, con servicio, sin dar un palo al agua... y encima viudas con buena pensión... A vosotras os querría ver en nuestro pellejo.
—No habéis sido listas, ahora apechugar con lo que tenéis.
—Tía, no me provoques —dijo Begoña.
Me alejé de lo que prometía desarrollarse como una reivindicación en toda regla. No tenía cuerpo. Los primos y los hermanos fueron llegando. Los guiños y chistes acerca de la decoración de la mansión se hicieron inevitables, máxime cuando Luis se empeñaba en enseñarnos adquisiciones imposibles, colecciones interminables y horteradas carísimas. Pero todo el mundo es respetuoso, más de lo que se merece el imbécil de mi primo.
Luego llegó la guitarra de Andrés y finalmente nos atrevimos a recomponer el coro que formamos con la abuela Luchía, y entonamos aquel
Nabucco
algo desafinado pero siempre impresionante. El cariño volvió a esponjar la voluntad. Llegó el olvido, las ganas de que te abracen los tuyos, las ganas de ignorar tus penas...
En el salón había un árbol decorado con todas las luces del mundo. Las luces parpadeaban sin seguir ninguna pauta. De tiempo en tiempo se volvían locas. Se apagaban y encendían varias veces por segundo.
—Son chinas... —murmuró María.
—¿Quiénes? —pregunté, sin entender a qué se refería.
—Las luces... Son impredecibles... Yo también compré unas que se volvieron locas antes de Nochebuena. En un chino. Las compré en un chino porque eran muy baratas, pero ya te digo, se volvieron locas y me ponen muy nerviosa. En mi caso está justificado porque no tengo un duro, pero este..., con semejante árbol que parece de Manhatan. Me ponen muy nerviosa... Son como de
puticlú
de carretera.
María comenzó a hablar con una convicción muy poco navideña del comercio justo y el sofá empezó a vaciarse como si todo el mundo tuviera algo que hacer en otro lugar del salón.
No quise entrar en la conversación sobre el material navideño. Saboreé el vino, que no era chino y era estupendo. Contemplé a mi familia desde la atalaya de mi secreto. No me costaba nada alejarme. Estaba lejos y la tía Carmen, que conversaba y sonreía, era un préstamo de mí misma. Hice lo que pude con mi tristeza. Me la puse entre pecho y espalda y traté de ser lo que los demás creían que era. Bailamos. Comimos. Brindamos. Volvimos a bailar y volvimos a brindar hasta casi conseguir el olvido. Y recuerdo que pensé que ellos, mi familia, eran expertos en olvidos.
Cuando la madrugada ya había entrado, alguien anunció su retirada. Mi madre pidió una bolsa con sobras para el día siguiente, la tía Amalia también, y naturalmente las cuatro necesitaron su bolsita de restos navideños. Nos repartimos a las Farinelli, que andaban ya un tanto perjudicadas. Con el cansancio y el alcohol empezaron a aparecer esos síntomas de camorra que solían sentir cuando estaban demasiado tiempo juntas. Se les adivinaban las ganas de pelear. Nos dimos besos y abrazos. Nos adulamos. Le dijimos a Luis que era el mejor y nos fuimos.
Al día siguiente no me levanté de la cama. Tenía unas décimas y me sentía como si un camión me hubiera pasado por encima.
POEMA DE AMOR
Llegaron Melchor, Gaspar y Baltasar. Esos Reyes Magos que se celebran en mi familia como si realmente vinieran de Oriente, concretamente del golfo Pérsico. Son unos invitados de relumbrón a los que se les coloca —desde que éramos niños— una bandeja de plata con unas copitas de cristal de bohemia y un plato de turrones variados. Los Reyes Magos eran en mi vida de adulta los que me hacían soportar la Navidad. Los adoro.
Yo también pongo una bandejita. No la relleno con turrones porque para esas fechas me tienen aburrida, pero unas trufitas de chocolate y licor no perdono. Todavía me emociona recordar aquellos momentos, cuando los niños eran niños y Ernesto y yo soñábamos con fabricar sus sueños.
Para beber, las mismas copitas de oporto que ponía la abuela Luchía y para soñar, hasta ese día, me había bastado con esa noche mágica y alguna que otra cosilla. Pero los ojos azules de Mateo se habían llevado la magia por la ventana rumbo a otro país, a otro continente, a otra Navidad, y yo ni tan siquiera me atrevía a desear lo que deseaba.
Abrimos los regalos en nuestra casa. Luego, con un poco de prisa, más regalos en casa de mi madre, y nos trasladamos, como cada año, a casa de la tía Carmen, donde la familia al completo alborotaba, trasladando paquetes con lazos, con más diligencia que SEUR.
No pude ser feliz. No acababa de llegar, por mucho que lo intentaba, al abrazo de los míos. Ni los pendientes preciosos de Ernesto, ni el perfume maravilloso de Marina, ni el bolso espectacular que Braulio me había comprado en Nueva York, ni los bombones de mi hijo comprados con ternura en Heathrow... ni tan siquiera eso, pudo acercarme a su amor. Me había quedado en mitad del camino en los brazos de Mateo. Ocupaba una tierra de nadie. Y cuando digo de nadie, es de nadie, y en ese nadie entraba yo también.
Tenía la barra de hierro atravesándome el plexo solar. Fingía entusiasmo, sorpresa, cuando mi hija daba saltitos a mi alrededor con unas zapatillas de lunares. Suspiraba constantemente, apenas comía. Mi cabeza iba de un pensamiento a otro, como si jugara un partido de pimpón. Ernesto me miraba por el rabillo del ojo. Estudiaba mi geografía como si no reconociera el trazado de aquel mapa aprendido de memoria. Mis hermanas deslizaban con sus ojos preguntas que nunca harían. Braulio, sin embargo, me miraba de frente frunciendo el ceño y enseñándome aquella arruga de preocupación.
—Princesa, cuando se termine todo este desfile, tú y yo nos vamos a ir a cenar y a contarnos cositas. ¿De acuerdo?
Y le dije que sí, porque a él nada le puedo negar, pero por primera vez en mi vida no encontraba el valor de contarle todo lo que sentía mi corazón. Me había enamorado. Me costaba constatarlo, verbalizarlo, decírmelo a mí misma. Me avergonzaba. Porque el amor es un aluvión de hormonas que hacen que sobrevivas de puntillas esperando una palabra, mendigando una llamada, muriendo por una caricia, reconociendo en cada esquina, en cada risa, en cada maldita música la historia reciente de tu corazón... ¡Un horror!... Pero me había enamorado. Y como se ama con la misma ignorancia, con la misma ceguera, con el mismo entusiasmo cuando tienes veinte años que cuando tienes cincuenta, yo había firmado una hipoteca definitiva sin saberlo: el amor a cambio de mi cordura. Y todo eso no quería decírselo a Braulio, porque yo nunca había sido así, me daba vergüenza mostrarme así, incluso delante de Braulio.
Yo lo sabía. Sabía lo que iba a venir. Lo supe en el momento en que ni él ni yo cerramos los ojos y nos atrevimos a amarnos libres. Supe que acababa de perder la cordura y la paz. Porque los dioses nunca conceden paz a los amantes, sólo treguas de sueño para que sigan ardiendo en la hoguera infinita del deseo, y si acaso la luz de los ojos enamorados y la sed imposible de apagar. Lo que los amantes no saben, aunque yo sí lo sabía, es que cuando creen en la eternidad, durante esos breves instantes, la vida, irremediablemente reñida con el placer de vivirla, los abandona y los dejará heridos para siempre e incapaces de olvidar las señales de sus cicatrices. Y yo lo sabía.