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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (30 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Andrés, el inevitable primo Andrés, empezó a girar alrededor de la mesa. Andrés había participado en todas las revoluciones culturales, desde mayo del 68 hasta nuestros días. Luego, decepcionado y con los sueños hechos añicos, se fumó toda la cosecha de hachís que crecía en el Marrakech de los años ochenta. Como consecuencia de aquello, quedó aquejado de una ternura pegajosa y alternativa que siempre que estábamos juntos, ponía en práctica. Quiso distribuirnos en la mesa y creó una coreografía divertida. Mientras dábamos vueltas alrededor de la gran mesa obedeciendo aquellas desordenadas órdenes, Diego se situó a mi espalda, me agarró de la cintura como si estuviéramos en una cadeneta, y me susurró al oído lindezas cómplices.

—Me han dicho que vas a escribir la biografía de Zapatero.

—Te han dicho mal, es la de Felipe González, querido hermano, tiene más que contar —le seguí la broma.

—Pero será después de que demos las siete vueltas de la buena suerte a esta puñetera mesa.

Le sonreí. Diego era ese hermano al que nada le puedes negar. Ese hermano que siempre te pide encarecidamente que le sustituyas en ese lugar al que te habías negado a ir, te pide que cocines el plato que te destroza la tarde, y nunca recuerda ningún cumpleaños. El hermano pequeño, al que quieres a pesar de los pesares. El hermano que cuidas más porque ya falta otro. Al que le diste más de una papilla y al que contaste tus primeros cuentos. El que posee un trocito de tu corazón.

—Carmela, tienes que comer mucho tiramisú, te estás quedando en nada —volvió a susurrarme Diego.

—Ya ves, toda la vida mirándome el perfil y ahora que no sobresale nada...

María iba toda vestida de negro y como siempre con cara de circunstancias. No disimulaba las ganas que tenía de terminar con los juegos Farinelli. La pobre María, sin el gen del sentido del humor y con el de la tragedia griega. La prima Mari Jose le pidió a Andrés que se dejara de formalidades y se sentó en la primera silla que pilló, ignorando sus argumentos.

—¡Qué cruz tenemos con éste! ¡Estamos como para jueguecitos! ¡Haz el favor de sentarte! —le ordenó Begoña con autoridad de madre.

—Si yo lo decía porque es mejor tener las energías ordenadas, allá vosotros, sentaos como queráis, pero yo no me pongo de espaldas a la puerta —añadió Andrés.

—Hay que joderse con las energías de éste, no pega un palo al agua y luego está pendiente de las puñeteras energías y haciéndonos dar vueltas, hay que joderse —murmuró Luis dando vueltas alrededor de la mesa.

Mi hermano Diego, que se había salido del círculo, observaba el panorama fumando un cigarrillo junto al mirador, y sonreía divertido. Me fijé en la camisa de Braulio y no pude evitar una sonrisa. Sólo él podía ponerse aquella prenda. Tan roja, tan sumamente roja... Me acerqué a él, y lo abracé con la presión necesaria para que entendiera que le necesitaba.

—Braulio, pero qué camisa más bonita. Creo que tendrás que acompañar a Ernesto de compras. Cariño, siéntate a mi lado.

Después de conseguir sentarnos alrededor de la mesa, el primo Alberto, impecablemente vestido y peinado, terminó con los comentarios y pidió silencio. Con mucha solemnidad nos empezó a relatar lo complicado que le había resultado poner un poco de sentido común en los asuntos legales de la tía.

—Ya sabéis cómo era... y cómo estaba la tía en los últimos meses... Después de morir la tía Carlota, la tía Carmen me llamó. Me dijo que quería verme a solas. Me pidió que no hablara con sus hermanas o con vosotros porque quería un asesoramiento profesional. Esta responsabilidad no ha dejado de incomodarme, pero alguien tenía que hacerlo. Era difícil negarle algo a la tía Carmen, máxime cuando se sentía tan vulnerable.

Todos respetábamos a Alberto y éramos indulgentes con su minuciosidad; porque había hecho un papel excepcional con la tía.

—Os he confeccionado un pequeño dosier para que tengáis idea del patrimonio que poseía a finales del mes pasado, puesto que somos nosotros los herederos. Era un patrimonio bastante mayor de lo que probablemente imaginabais. Yo me sorprendí en su momento. Veréis que el capítulo de bancos son dos páginas porque tenía muchas cuentas abiertas. Le volvía loca el tema de depositar pequeños capitales a cuenta de vajillas, juegos de sartenes, edredones. ¡Qué sé yo!... Por quitarle hierro, diré que éste es un capítulo Farinelli que todos conocemos.

Hubo una carcajada general. Las cuatro hermanas hacían colección de promociones bancarias y llevábamos tres meses repartiendo vajillas y juegos de café.

—La tía había hecho sus inversiones con mucho sentido común y buena suerte. Me puso en comunicación con don Alfonso Cifuentes, su administrador. Él me transfirió todos los papeles y desde el mes de marzo tengo todo en mi poder. No quisiera que os pusierais ahora a mirarlos y cotejar cifras.

Alberto miró a Luis, que en ese preciso momento sacaba una calculadora del bolsillo.

—Lo digo porque es bastante complicado y deberéis dedicarle un poco de tiempo. Empezaremos por la parte inmobiliaria. Aparte de esta casa, que todos conocemos, la tía tenía un piso en París.

—¿En París?...

Luis abrió mucho los ojos. Se oyó un murmullo general.

—Yo no sé si estoy preparada para tanta sorpresa. ¿Qué demonios pasa en esta familia? ¿Es que no hay manera de saber lo que sucede de una vez por todas? —añadí yo.

—Carmela, en esta familia la verdad no se le dice ni al médico —dijo Carlos—. Y si alguien quiere contradecirme, se lo permito.

—Si me lo hubiera dicho, hubiera ido más veces a Disneylandia con los niños.

—Bueno, chicos, tomároslo con calma —dijo Alberto—, va a ser una noche de sorpresas. La tía tenía este piso en París, porque al parecer lo compró el tío Ignacio en los años cincuenta, cuando vivieron allí. Estuvo alquilado muchos años a una familia conocida de ellos, luego, cuando se fueron, lo alquilaron a una sociedad que está interesada en adquirirlo. Es un piso muy grande, muy bien situado y del que os enviaré datos. Todas las rentas desde hace más o menos diez años con sus correspondientes incrementos están depositadas en una cuenta del Credit Lyonnais.

Alberto fue enumerando las distintas propiedades de la tía, que eran muchas, su gran fortuna invertida en bolsa y que no había tocado desde hacía treinta años.

—¿Pero a qué coño se dedicaba el tío Ignacio?... ¿Alguien lo sabe? —preguntó mi hermana Carlota.

—Era espía —dijo riéndose la prima Lucía.

—No, bueno, no sé si era espía. Tampoco podría yo negarlo con rotundidad, porque en esta familia nada es lo que parece, hay una cantidad de secretos... —manifestó Braulio mirándome de reojo—, pero debía de estar relacionado con los motores de coche... ¿Alguien sabe algo?

—Era raro de narices y nunca se hizo a nosotros —sentenció Begoña.

—Le vendió a Franco todos los motores Ford que pudo, bajo cuerda, claro, porque en ese momento nosotros teníamos el bloqueo, como los cubanos, pero no éramos una isla —añadió Diego.

—¿Lo dices en serio?

—Yo se lo oí a mi padre un día...

Del tío Ignacio nadie sabía gran cosa. Había pasado por nuestra vida como una breve aparición. Por la mesa empezaron a correr aquellas teorías que se habían ido amoldando a la curiosidad familiar. Algunos sostenían que había sido una especie de espía del régimen franquista y que por eso viajaba, otros que un representante de algunas empresas americanas, y que por eso viajaba, y algunos se atrevían a aventurar que era un don nadie, y que también era esa la razón por la que viajaba.

Y eso último no procedía, a juzgar por el patrimonio que había conseguido. Un patrimonio que iba a depositarse en los herederos de su Farinelli: la tía Carmen. El tío Ignacio no tenía familia, aunque poseía un piso en París, otro en Nueva York, varios apartamentos en Madrid y probablemente un pasado que se llevó a la tumba.

Recordé a mi madre. Ella tenía sus propias teorías respecto al sigilo que rodeaba la vida del tío Ignacio.

—Carmen, no es normal, todo el mundo tiene a alguien, un primo, como los nuestros de Italia, que no los conocemos, pero estar, están allí, tendrías que buscar —lo decía mientras untaba la mantequilla en el pan, sin mirarla.

—Quizás estén viviendo en otros países, se fue tanta gente después de la guerra. Eso es que no has buscado bien. ¿Por qué no hablas con el de la gasolinera de Lejona?... Juan Cruz conoce a mucha gente, si quieres te doy el teléfono de su hija María José. —La tía Benita tampoco la miraba.

—Todos muertos... —decía la tía Carmen, llevándose la mano al pecho. No tiene a nadie. Sólo me tiene a mí, no insistáis. ¿Creéis que él no los ha buscado?... Todos murieron cuando cayó la bomba en su casa —contestaba la tía mirándolas a ellas—. No tiene familia.

Pero a las Farinelli les parecía imposible que alguien en su mundo cercano no tuviera familia y no estaban dispuestas a aceptar aquel inexplicable axioma. No añadían nada, pero enarcaban las cejas, se miraban, resoplaban sin que las viera la tía. Los enigmas estaban prohibidos.

La verdad es que el tío Ignacio fue un hombre que no interesó demasiado. Justo cuando mi curiosidad podía haberme puesto a investigar aquella bomba, que yo veía caer sobre la imaginada casa de la familia del tío Ignacio, él era ya un viejecito silencioso y educado. No tenía intenciones de relacionarse con el clan Farinelli fuera de lo indispensable, pero era el único que cuando nos descubría escondidos no nos delataba. Creo que le asustábamos.

Lo comprendí un día que la tía Amalia y mi madre habían ido a una boda. La tía Carmen se había ofrecido a quedarse con nosotros hasta que volvieran. El tío Ignacio era una presencia que apenas molestaba. Su mundo era el que ella construía a su alrededor alborotándole su orden y llenando aquella educada soledad. Nosotros formábamos parte del mundo de la tía, nos aceptaba solamente por esa razón. Aquella tarde hubo tormenta. Se fue la luz y algunos empezamos a gritar aterrorizados por los truenos. El tío Ignacio trató de calmarnos...

—No pasa nada. Encenderemos velas.

Y entonces la tía, fiel a las tradiciones, comenzó a cantar el brindis de
La Traviata... libiam, libiam ne'lieti calici che la bellezza infiora / e la fuggevol ora s'inebri a voluttà...

Todos la seguimos, agarrándonos unos con otros por el pasillo hasta la cocina, donde el tío Ignacio estaba encendiendo velas.

Cuando llegó la luz, nos encontró sentados en el suelo concentrados en nuestro brindis y cantando con entusiasmo. El tío nos miraba con una cara inescrutable y una vela apagada en la mano. Estaba perplejo. Era imposible saber lo que estaba pensando en aquel momento y quizás fuera verdad que había sido espía, podía ser cualquier cosa porque era un hombre sin ruidos, un hombre que vivía hacia adentro. Después de aquella algarabía, el coro se disolvió suavemente como si nada hubiera pasado. Y él siguió mirándonos con un leve destello de perplejidad en su mirada. Decididamente, creo que le asustábamos, que nunca pudo acostumbrarse a aquella tropa sorprendente.

Alberto interrumpió mis pensamientos. Trataba de hacerse oír. Toda la mesa mantenía conversaciones cruzadas en torno a las actividades del tío.

—¿Continúo?... Nos van a dar las uvas como sigamos así.

De inmediato comenzó a carraspear, a aclararse la voz una y otra vez hasta casi averiarse la laringe, con lo cual todos supimos que había algo que le inquietaba.

—La tía hizo su testamento hace tiempo. Fue ella quien tomó sus propias decisiones. En ese momento estaba en plenas facultades. Vosotros sabéis que siempre fue... peculiar, bueno, con esto quiero adelantaros que todos somos sus herederos. Nadie ha quedado fuera, pero el reparto es desigual.

Ni mis primos ni yo estábamos preparados para afrontar la sospecha que me rondaba la cabeza y el corazón. Estaba segura de que sería una de las beneficiadas, y no sabía cómo se iba a encajar aquello. Por la mesa rodaban miradas, sonrisas, cuchicheos. A mi lado Braulio me agarró el muslo. Lo miré y mantuvo su mirada al frente. Me sumergí en la explicación de Alberto, que en ese momento parecía zozobrar entre carraspeos.

Andrés llenaba las copas con el rioja que la tía guardaba en la bodega. Todos las apurábamos cada vez más nerviosos.

—Para mí que la tía nos ha dejado algún marrón porque Alberto está muy nervioso.

—Pues para mí que la tía nos va a sorprender.

Añadí con voz de echadora de cartas y ganas de quitarle la idea al tonto de Luis.

—La tía sabía lo que hacía, no te preocupes.

Alberto volvió a carraspear y comenzó diciendo:

—Yo, ni quiero, ni puedo desvelar el contenido del testamento, pero quería poneros en antecedentes del cuantioso patrimonio. Ahora tenemos que aceptar la herencia, después la apertura del testamento. Como somos muchos, podemos nombrar un delegado por familia, se hace un poder y así nos ahorramos estar todos yendo y viniendo por las notarías. No va a ser fácil. Me refiero a que al haber patrimonio fuera de España, probablemente haya que realizar gestiones que requieran nuestra presencia o, en su defecto, contratar algún asesor. Eso lo dejaremos para más adelante. Me gustaría que si tenéis alguna duda me preguntéis.

—Tú tienes condiciones para esto. Nosotros lo aceptamos todo —dijo Andrés levantando la copa.

Alberto lo miró con dureza y siguió hablando.

—Sabed que fue ella la que me pidió que después del funeral os reuniera aquí. Tengo un sobre, con una carta dirigida a todos nosotros. Os adelanto que no conozco su contenido. A la tía Carmen le gustaban los juegos, a mí no.

—No disimules, Alberto, que te estoy viendo abriendo los informes con el vapor de la cazuela de la sopa de la nonna —dijo Luis.

Todo el mundo ignoró el chiste malo. Alberto entregó el sobre a Begoña y se sentó. Lo miré. Estaba cansado, se le notaba. Seguramente algo incómodo y bastante harto de gestionar aquella responsabilidad. Me inspiró ternura. Siempre me pasa con los hombres que cargan con su peso y no son capaces de quejarse.

Como si estuviera oyendo mis pensamientos, Alberto levantó la cara y me miró. No supe por qué, pero sentí un escalofrío. Aquella mirada me recordó tanto a algún momento de nuestra infancia.

Hubo siseos. Alguno apuró su copa. Nos intercambiábamos miradas, preguntas. Nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros trabajos. Una vez fuimos niños. Niños que crecimos bajo el mismo amparo.

A pesar de nuestra voluntad estábamos heridos, heridos de muerte. Todos nos habíamos quedado huérfanos en apenas unos meses. Nuestras madres —las Farinelli— habían cobijado tanto a sus polluelos que ahora nos entraban corrientes de aire por cualquier rendija de la vida. Yo tengo una herida en el alma que no se cierra a pesar de que se van posando los años encima de ella. Tengo pendiente el último abrazo que no pude dar a mi hermano Rafael. Al parecer, no hay manera de que esa estocada cicatrice. Y en ese momento pensaba en él.

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