—Carmela, no hay que abandonarse. Una mujer tiene que estar siempre guapa. Y tú, tú tienes una edad tan bonita... ¿No echas de menos algo en la vida?
Y yo le decía que no. En algún momento temí que mi tía intuyera lo que estaba empezando a suceder en mi corazón.
—Carmela, sabes cuánto te quiero, y aunque yo sea tu tía, puedes confiar en mí... ¿Me entiendes?
—Sí, tía.
—¿Hay algo que quieras decirme? —se atrevió a preguntarme.
—No, tía, no especialmente...
Y mi tía guardó silencio. Me acarició y luego, dejando en el aire una estela de su perfume dulzón, dibujó un bucle con su mano y me dijo...
—¿Sabes, Carmela? Últimamente me acuerdo mucho de aquel verano que pasamos juntas. Fue un verano muy triste y muy feliz. Triste, porque yo había perdido el amor, tu tío Ignacio había muerto...Y feliz porque tú estabas conmigo. ¿Qué recuerdas de aquel verano?
—Recuerdo que me compraste un traje de baño precioso, que me llevaste a Biarritz, que estabas triste, que eras muy guapa, que tu pelo se movía con el viento, que me dabas muchos besos y un duro por mis historias...
Yo recordaba mucho más de aquel verano. Era el verano de 1968. Iba a cumplir doce años.
El tío Ignacio había muerto y ella andaba enfadada con el mundo y de paso con todos los que estábamos dentro. Dejó de ser ella. Estaba triste, parecía que su belleza se hubiera ido dentro de aquella caja brillante que mi padre y mis tíos sacaron a hombros por el pasillo central de la iglesia. El tío Ignacio sí debió de ser importante para ella, porque mis tías, sus hermanas, decían que casi se la lleva con él. Las Farinelli vivían preocupadas, espiándola, vigilando sus movimientos, hasta que decidieron que necesitaba compañía y que la más adecuada era yo. Las razones que me dieron eran:
Que era su preferida.
Que llevaba su nombre.
Que tenía alegría.
Eso lo dijo la tía Amalia. Y mi madre añadió:
—Y te pareces a ella.
Y aquello fue determinante. Fui con una maleta pequeña, dispuesta a vivir una aventura. Mi madre y mis tías me adiestraron durante varios días, en el muy noble arte del necesario espionaje, y me dejaron con la promesa de contarles a las Farinelli cualquier cosa que me pareciera rara en la tía Carmen. ¿Qué querían saber de ella que no supieran?
Tenía doce años, era verano, y mi familia estaba en un pueblo cercano, pasando las vacaciones. Me sentí feliz por aquella decisión. Yo era una niña a caballo entre la adolescencia y sabe Dios qué. No me sentía bella ni hermosa ni nada, pero tenía unas enormes ganas de que algo cambiara, de que algo se moviera, de que existieran los milagros. No había mayor milagro que ser única y vivir con la tía Carmen.
Todas las mañanas íbamos a por el correo. La tía sacaba una llavecita y abría una cajita de hierro empotrada en la pared. Sacaba las cartas y casi siempre escogía alguna. Yo hacía como que no me daba cuenta de que después de eso, y ya en casa, se escondía en su habitación. Cuando volvía a aparecer, tenía los ojos hinchados de haber llorado, me besaba y me decía cosas que no acababa de comprender.
—Una nunca sabe si hay que ir al norte o al sur... Menos mal que te tengo a ti, Carmela... Mi niña... ¿Cómo vamos a hacer para ser felices?...
Y me cubría de besos y metía su mano entre mi pelo y me rascaba la cabeza. Yo no entendía lo que le sucedía, pero ni un momento pensé en traicionarla. No les dije a las Farinelli que la tía estaba tan triste, tenía miedo de que si lo hacía me devolvieran a mi vida de siempre. Y tenía miedo de que aquella tristeza tuviera consecuencias sobre mi querida tía Carmen, con la que podía compartir cosas que no podía compartir con otros mayores, una vida llena de secretos.
Durante aquel mes no tuve horarios. Vivíamos en función de si el sol estaba fuerte, llovía, iban a venir visitas o no teníamos humor para nada. Ella siempre hablaba en plural y yo no osaba corregirla, porque lo único que quiere una adolescente aburrida es que la vida se convierta en algo impredecible. Cuando llovía, hacía un chocolate espeso y lo repartía en dos tacitas de porcelana rojas y doradas, con el platito a juego. Las llevaba en una bandeja al despacho y me contaba que aquellas tacitas eran chinas y habían pertenecido a una princesa. Un embajador se las había regalado cuando vivía en París. Eso me contó ella poniendo los ojos tristes. Luego nos sentábamos una a cada lado de la mesa de despacho. Ella se ponía las gafas sobre un pequeño montículo que tenía en medio de la nariz, y mirándome por encima de ellas me decía:
—Carmela, escríbeme un cuento mientras yo contesto el correo. Si es bueno, te doy tres pesetas, y si es muy bueno, un duro.
—¿De qué lo quieres, tía?
—De amor, de mucho amor...
Y yo escribía en un cuaderno muy gordo, de tapas rojas y brillantes, que habíamos comprado en Biarritz. Escribía con un placer que a veces vuelvo a reencontrar. Lo reconozco: la magia de crear. Arropada por aquel silencio cómplice, adulto, azaroso y lleno, llenito de una densidad que se quedó en el aire de aquel despacho. Y levantaba la mirada, y la veía hermosa, retirándose un mechón de su pelo rubio que caía sobre su mirada, escribiendo, concentrada con su letra picuda y ordenada, un papel fino y la plantilla de rayas debajo, para no torcer aquella caligrafía exquisita.
—Ya está... —le decía orgullosa.
—Léemelo como si estuvieras en un teatro —me animaba ella.
Y entonces me arrodillaba en la silla para estar más alta. Leía lo que había escrito haciendo pausas, respirando con las tripas, como nos había enseñado la abuela. Trataba por todos los medios de buscar en mi vocabulario sin matices palabras secretas, que llegaran hasta aquella tristeza inquietante, hasta su inquebrantable belleza. Ella me acariciaba de vez en cuando, o ponía su mano adornada por aquella sortija de enormes brillantes sobre la mía. Cuando terminaba, la miraba expectante, deseosa de haber conseguido ocupar el vacío que la envolvía...
—Cariño, cuando seas mayor, tienes que escribir... Dios ha puesto en ti un ojo que ve lo que pasa aquí. —Y se señalaba el corazón. Luego me daba un beso y un duro.
Fuimos varias veces a Francia. Le gustaba conducir. Mientras lo hacía me enseñaba palabras en francés. Decía que era bueno escuchar otros idiomas. Yo adoraba aquella aventura. Había muy pocas mujeres que condujeran su propio coche en aquellos años. Que tomaran iniciativa, que se sintieran seguras encima de sus tacones, que hablaran otras lenguas que no fueran la suya. Una de aquellas pocas mujeres era mi tía Carmen y cuando pensaba en aquel aspecto de ella, un orgullo esperanzador me alcanzaba. Adoraba verla moverse transportando su misteriosa belleza. El contoneo de su cadera, la fina cintura, la desgana de sus movimientos buscando siempre el eco de otra mirada. Su libertad, que no era prestada, le pertenecía.
Yo recordaba aquel verano, naturalmente que lo recordaba. Y la recordaba a ella anhelante, seductora, poniéndose y quitándose sus gafas de mariposa, cruzando las piernas como si aquel acto encerrara un misterio que yo tardaría mucho en resolver.
Al otro lado de la frontera la vida parecía tener un brillo diferente. Las tiendas lucían mercancías que no llegaban a las nuestras. Las mujeres se engalanaban, perfumaban y hablaban como si necesitaran perder el tiempo entonando y poniendo caritas. Me fascinaba ver la vida del otro lado. Y verla a ella, con la desgana elegante de quien busca la sombra de sus pensamientos en un perfume, en una pulsera, en un guiño.
La tía caminaba en Cinemascope, sonreía como en la Warner y hacía cosas tan misteriosas como una diva. Ella no se parecía en nada a sus hermanas. No en aquel entonces. Mi madre y mis tías caminaban deprisa, perseguían niños, cosas, comían bocadillos en la playa y tricotaban en lugar de embelesarse como ella mirando el horizonte tras las gafas. Cuando la tía tenía frío en la playa de Biarritz, se echaba sobre los hombros un chal de mohair dulce. Mis otras tías y mi madre, si había galerna, se abrigaban con la misma toalla de playa. Era igual pero no era lo mismo. Y yo bebía sus ademanes, los guardaba en mi memoria para poder algún día ser como ella, hacer de la vida un paseo en tacones contoneando la cadera y el corazón.
De Francia volvíamos cargadas de cosas ricas, de prendas preciosas que comprábamos en las Damas de Francia, de cosas empaquetadas en papeles de colores y lazos, de bebidas burbujeantes y yogures que no eran naturales. La tía me compró un bañador que se secaba en seguida, y que ceñía mi cuerpo de niña con voluntad de pecado. Un rímel para que descubriera el aleteo de mis pestañas, y desde luego, mi primer sujetador. La tía hablaba francés y me compraba
pain au chocolat,
mientras hablaba por teléfono. La tía y yo éramos distintas cuando íbamos y volvíamos, yo iba silenciosa y volvía feliz, ella iba feliz y volvía silenciosa. Y yo creía que conocía el porqué.
Uno de aquellos días en Biarritz la tía quiso comer en un café frente a la playa. Nos sentamos en la terraza. Cuando habíamos comenzado a comer aquel
steak avec des frites
que siempre devoraba con placer, un señor elegante se sentó en la mesa de al lado y nos saludó en castellano. Llevaba unas gafas oscuras y besó la mano de la tía como si fuera una princesa. Sonreía. La tía le explicó que yo era su sobrina y que escribía cuentos. Me sentí muy satisfecha cuando lo escuché en su boca. Cuando terminamos de comer la tía me pidió que le trajera un helado de un quiosco que estaba al final de la playa...
—Carmela, cariño, si ves que se va a derretir, te lo comes, no te preocupes, luego buscamos otro.
Y se derritió y lo fui comiendo porque el quiosco estaba muy lejos y cuando llegué al café la tía no estaba en la mesa. Me senté en un banco a esperarla, pensando que quizás había ido a algún recado. Miraba a mi alrededor con temor de no encontrarla y entonces la vi. La tía besaba a un hombre y ese hombre al que no pude ver bien se parecía al que se había sentado a nuestro lado. Se besaban como en las películas, sin que hubiera espacio entre ellos. Estaban semiescondidos en una especie de recodo entre dos callejuelas, al abrigo de todas las miradas menos de la mía. No tenía edad para sopesar aquel beso, pero supe que mis ojos no debían mirarla, entonces regresé al quiosco y me quedé allí hasta que volví a ver su vestido floreado, sus tacones rojos, su cintura de avispa, su melena meciéndose con la brisa y aquella mirada que escondía secretos que ahora yo sabía. La tía amaba a un señor extranjero y por eso nadie podía saberlo.
Terminó aquel verano y siguió la vida. Ya no volvió a ser la misma. Eso decían las Farinelli, que andaban pendientes de sus movimientos, y todo el día colgadas al teléfono.
Pero yo la veía igual. Igual de inquieta. Igual de bella. Con aquella ansiedad que nunca la abandonó. Con aquel tul invisible detrás de los ojos. Con su secreto.
Una o dos veces al año se iba de viaje. Sus hermanas siempre querían acompañarla, pero las proles de cada una de ellas las volvían ciempiés y les resultaba muy complicado moverse. Ellas debían quedarse, ahora por la abuela, mañana por los hijos, pasado por el marido que no se encontraba bien. Y la tía se iba sola porque quería irse sola. Volvía espléndida, distinta, resplandeciente y con las maletas cargadas de regalos. Y yo la esperaba como esperaba a los Reyes Magos. Nos contaba cómo eran los países que visitaba. Repartía entre los chicos monedas para las colecciones. Planificaba con los ojos encendidos su próximo viaje. Sus hermanas murmuraban y mentían cuando preguntábamos. Y yo sabía que en sus maletas había escondido la tía Carmen los secretos que la alimentarían en el invierno de su soledad.
Luego dejó de viajar seguido. Sólo alguna vez, durante unos días, sin avisar... Se volvió como las demás, como sus hermanas. Y empezó a comprar en las mismas tiendas. A lucir el mismo peinado. A ir a la misma misa. Sonreír de la misma manera... A no ser feliz con el mismo disimulo. Y yo enterré aquel beso tan profundamente que no volví a recordarlo hasta ese momento.
Ahora la tía, cuando me hablaba, aunque fugazmente, volvía a tener el destello de aquellos tiempos. Lo reconocí. Era un brillo especial. Una cierta impaciencia al moverse, como si hubiera que detener el aire que la envolvía, como la de aquel verano. Pero yo ya no era una niña, vivía mi propia zozobra y no me detuve, ni siquiera en aquel inquietante recuerdo.
—Carmela... ¿No te gustaría hacer un viaje conmigo?
—Sí, tía, pero ahora no. Tengo mucho trabajo.
—Por eso estás con esa cara.
—Es la misma de siempre. ¡Qué cosas tienes, tía!
—A mí no me engañas... Estás muy delgada. Estás triste, pero estás radiante.
—No pasa nada, tía. De verdad.
—Tendrás que aprender a mentir mejor, cariño.
Mi madre solía afirmar que la tía no daba puntada sin hilo. Lo que quería decir era que sus palabras casi nunca eran inocentes aunque lo parecieran. Yo lo sabía y aquella recomendación era la prueba. Recordaba que cuando la tía proponía algo distinto a lo que alguien había propuesto con anterioridad, algo que no obedecía a aquellos pasos aceptados hacia las cosas aceptadas, mi madre siempre repetía a sus hermanas...
—Tiene algo en la cabeza, te lo digo yo. Acabaremos haciendo lo que ella quiera...
Y ahora yo pensaba lo mismo. Mi tía quería algo de mí, pero... ¿qué quería?
—Tienes que escribir, Carmela. No hay que desperdiciar el talento que nos regala Dios. Cuando termines con las biografías, tienes que escribir.
—Cuando sea mayor, cuando los hijos se vayan, cuando...
—Yo te ayudaré.
Y me alejé de ella, empujada por una prudencia inconsciente. Por las ganas de llorar. Por no mostrarle que mi corazón no me permitía vivir y mucho menos escribir. Porque era verdad que estaba delgada, triste y radiante. La tía sabía algo que yo desconocía.
—¿No la notáis rara a la tía? —consulté con mi prima Begoña, que era una experta en realidades.
—Lo que le noto es que está en su mundo, pero eso en la tía Carmen no es nada extraño.
—¿No os propone cosas u os pregunta por vuestras vidas con demasiado interés?
—A nosotros nada. Ya sabes que las cosas especiales siempre han sido para ti —añadió con un poco de acritud.
Las extravagancias de las Farinelli, y especialmente de la tía Carmen, nunca se contabilizaban como especiales, pero a mí sí me lo parecieron.
Por un momento, me creí en la obligación de repasar mentalmente el tiempo que había pasado con Mateo. La posibilidad de que ella o alguien relacionado con ella nos hubiera podido ver en actitud cariñosa era prácticamente imposible. Habíamos tenido mucho cuidado, casi no habíamos salido de la habitación del hotel y no había hablado con nadie sobre ello, ni siquiera con Braulio. Sin embargo, hubiera jurado que sabía algo.