El salón dorado (21 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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El médico bajó del barco en Catania con dos criados cuyos servicios había alquilado en Samos. Se despidió de Juan en latín, con una sonrisa.

—Adiós, muchacho, que tengas suerte.

En Sicilia recalaron unas horas, tan sólo las justas para rellenar los barriles de agua y pasar la noche al abrigo del puerto. Al día siguiente, apenas despuntada el alba, la flotilla genovesa puso rumbo norte, siguiendo la costa. Los dos navíos de escolta volvieron sus proas y regresaron hacia Oriente; en el mar genovés, que era el Tirreno, su protección ya no era necesaria. A babor quedaba el Etna, majestuoso, anclado en la tierra como un gigante de cabellera cana. Al día siguiente atravesaron el estrecho de Messina y bogaron al norte navegando de cabotaje la costa italiana. Arribaron a una amplísima bahía en la que destacaba una montaña semejante al Etna, aunque no tan elevada. Un marinero dijo que aquel monte era el Vesubio y la bahía la de Nápoles.

El capitán llamó a Juan a su camarote, ubicado bajo el castillo de popa.

—Pasa, muchacho. Es hora de decirte qué va a ser de ti a partir de ahora. Tu dueño es el señor Giovanni Escalpini, un ricohombre que también posee, entre otras muchas cosas, este barco. Es genovés, pero tiene muy buenas relaciones con los romanos. Hace ya tiempo que un alto personaje de la corte del papa le pedía muchacho joven, con buena vista, que supiera latín y griego. Parece que en Constantinopla le dijeron que tú eras quien buscaba y te compró. Tu señor ha viajado en una de las dos galeras que nos han escoltado hasta Sicilia y me recomendó que te cuidara. Al parecer van a pagar bastantes monedas por ti. Has de saber que enseguida me di cuenta de que le gustabas a uno de mis ayudantes, ese gordo seboso que apesta a vino y a tocino rancio. Sé que intentó abusar de ti, por eso dejé que viajaras con el médico de Siracusa. Espero que no haya vuelto a molestarte, tengo órdenes muy concretas del señor Escalpini para que no te ocurra nada. Eres afortunado, en otro caso hubieras tenido que limpiar la cubierta o remar como los demás esclavos. Mañana arribaremos a puerto. Allí desembarcarás e irás con nuestro señor, otros esclavos y ricas mercancías hasta la ciudad del papa.

El puerto de Ostia bullía de actividad en aquel caluroso viernes de mediados de junio. Al menos cincuenta barcos estaban amarrados en los vetustos muelles de piedra. Viejas construcciones, muchas de ellas desmanteladas, estaban ocupadas por los mercaderes. Recuas de carros iban y venían en un trasiego continuo hacia Roma a través de una vieja calzada todavía en uso aunque deteriorada. Las ruinas de un templo pagano destacaban en lo alto de una colina que dominaba el puerto. A su lado, aprovechando sus sillares, se estaba construyendo una ermita. El puerto de Ostia estaba perdiendo importancia a favor del nuevo de Civitavecchia, varias millas al norte. El propio Escalpini había comenzado en él la construcción de sus nuevas oficinas y en un par de años sus barcos recalarían allí.

La flotilla genovesa atracó en el muelle norte. Las seis naves de carga fondearon sin apenas incidentes. Uno de los barcos había perdido la vela durante la tormenta, pero la habían sustituido por otra de repuesto en Catania. El señor Escalpini tenía sus oficinas en unas destartaladas construcciones de ladrillo y mampuesto. Dos funcionarios le dieron la bienvenida y le señalaron que al día siguiente estaría preparada la caravana para conducir hasta Roma parte de las mercancías que habían traído de Oriente. En unas pocas horas se cargaron en treinta carretas paños de seda de Constantinopla, gasas de Gaza, telas con brocados de Damasco, cendales baldaquines de Bagdad, finas muselinas de Mosul, pieles de marta y de armiño de Rusia, frascos de perfumes y ungüentos de Trebisonda, cajas de incienso, sándalo y mirra de Arabia, sacos de azúcar de caña, aceite de sésamo, pimienta, clavo, nuez moscada y cardamomo, palo brasil y cochinilla de la India, arroz, naranjas, alumbre para dorar la loza y pistachos de Anatolia, albaricoques secos, higos y pasas de Cilicia y algodón de Esmirna. Todos esos productos y cuatro esclavos iban a proporcionar al genovés una buena cantidad de monedas de oro.

Las carretas, protegidas por un escuadrón de soldados que portaban las insignias papales, partieron temprano hacia Roma. Juan caminaba junto a los otros esclavos en el grupo de cabeza. Abría la marcha el capitán de la compañía y a continuación el lujoso carruaje en el que, bajo un parasol, viajaba el rico mercader. El calor era intenso y las marismas del bajo Tíber añadían un alto grado de humedad que aumentaba de manera considerable la sensación de agobio. La caravana marchaba cansina entre polvo y sudor. Se detuvieron para comer en una posada de la Vía Ostiense. Era un edificio muy antiguo, de ladrillo y piedra encalados, rodeado de una tapia que albergaba un amplio patio y varias cabañas para los animales y los siervos. El señor genovés, el capitán y algunos miembros del séquito almorzaron en el interior de la casa. Juan, con los demás esclavos, los soldados y los siervos lo hicieron bajo un cobertizo de cañas y juncos. De una de las cabañas salieron mujeres que entregaron una escudilla y una cuchara de madera a cada uno y, entre las bromas y las chanzas de los hombres, les sirvieron una pasta de sémola de cereales salpicada con trozos de tocino frito y col, una manzana y una jarrita de agua. Después de la comida descansaron unos minutos y volvieron a ponerse en marcha hacia Roma.

Caía la tarde cuando divisaron las murallas de la ciudad. A lo largo de la vía de acceso se alineaban numerosos monumentos de la Antigüedad: templos semiderruidos, casas de campo demolidas, arcadas de acueductos inutilizados y monumentos funerarios de los poderosos alternaban a la orilla del camino con los pinos y los cipreses. Penetraron en la urbe por una puerta monumental de dos arcos de mármol enmarcados por macizos torreones de ladrillo. El jefe de la guardia reconoció enseguida al capitán que guiaba la caravana y, rindiéndole un saludo, ordenó a los soldados que custodiaban la puerta Raudusculana que le permitieran pasar. Juan caminaba en los primeros lugares sin dejar de contemplar asombrado la amalgama de ruinas que se amontonaban por doquier. Aquella había sido la ciudad de los césares, la capital del mundo antiguo. Ahora era tan sólo la sede del papa. Comparó entonces el ambiente cosmopolita, la magnificencia de las construcciones palaciegas, la magnitud de los conventos e iglesias y la algarabía, riqueza, variedad y colorido de los mercados de Constantinopla con el provincianismo, la decrepitud de los edificios y la humildad de los mercaderes de Roma. Sólo en algo eran parecidas: en ambas ciudades pululaban por las calles centenares de mendigos y desarraigados, gentes desesperadas en busca de un pedazo de pan que les mantuviera vivos día a día. Dentro de las murallas de piedra y ladrillo recorrieron una ancha avenida, dejando a la izquierda las ruinas del Circo Máximo, ante las que Juan presagió cómo quedaría el orgulloso Hipódromo de Constantinopla cuando el decurso del tiempo acabara devorando la capital de Bizancio. En la confluencia de las calles en las que nacían las vías Apia y Ostiense se había formado un mercadillo en el que desharrapados campesinos de los alrededores ofrecían a grandes voces sus productos. Continuaron por la Vía Sacra hasta llegar frente a un viejo templo dedicado a la diosa Cibeles, convertido en iglesia parroquial.

La caravana se detuvo ante una casona de estilo antiguo, con esbeltas columnas de mármol rosa en la fachada. Los esclavos fueron introducidos por un patio y las carretas con las mercancías se descargaron en los almacenes ubicados en la parte posterior. El secretario de Giovanni Escalpini se dirigió a los cuatro esclavos en latín:

—Creo que hay uno de vosotros que me entiende.

—Soy yo.

—Entonces tú debes ser Juan; luego traduces a tus compañeros lo que voy a decir. Los cuatro sois rusos. Estos dos han llegado directamente de Querson y sólo saben hablar eslavo y este otro —señaló a un muchacho de la edad de Juan— ha sido comprado en Constantinopla, como tú, donde ha vivido diez años. Es un buen cantante, aunque sólo en griego y eslavo. Los cuatro habéis sido adquiridos por una de las más altas dignidades de la Iglesia, su reverencia el cardenal Humberto de Selva Cándida. Al oír el nombre de su nuevo dueño, Juan sintió que su corazón se aceleraba. ¡Humberto de Selva Cándida!, el enemigo de Cerulario y de Demetrio, el hombre que había estado a punto de lograr la sumisión de la Iglesia de Constantinopla a los designios de Roma.

—Sois afortunados —continuó—, el cardenal es un hombre de justicia, amante de la sabiduría y fiel defensor de los derechos de la Iglesia. Mañana mismo seréis conducidos hasta el Vaticano, allí os dirán el trabajo que cada uno deberéis desempeñar. Os traerán ropas limpias y nuevas y sandalias de cuero. Un barbero os cortará el pelo, lo tenéis demasiado largo.

2

Después de la ruptura con la Iglesia de Oriente, Humberto había regresado a Roma con el resto de los delegados papales. La sede de san Pedro seguía vacante tras la muerte de León IX. El emperador de Alemania había recibido a una delegación romana a fines de abril que le comunicó la muerte del pontífice. Enrique III designó entonces nuevo papa a Gebardo, obispo de la ciudad de Eichstäd, en Franconia, pero el elegido no aceptó hasta marzo de 1055, tomando el nombre de Víctor II. Era costumbre entonces, y desde hacía tiempo, que fuera el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico quien a la muerte de un pontífice entronizara al siguiente.

A la vuelta de Constantinopla, tanto el cardenal Humberto como el canciller Federico de Lorena maniobraron con gran habilidad. En la Pascua de 1057 Víctor II envió a Humberto, nombrado cardenal de las iglesias de las santas Rufina y Secunda, a pacificar el monasterio de Montecassino, cuyo abad había sido elegido sin consultarle. El abad electo tuvo que renunciar ante las presiones del cardenal, que logró que su amigo Federico de Lorena fuera nombrado nuevo abad con dignidad cardenalicia.

Víctor II murió en julio de 1057 y la siguiente sucesión se realizó de manera bien distinta. Aprovechando que el nuevo emperador era un niño y que el Imperio estaba gobernado por una mujer, Inés, madre de Enrique IV, Humberto y Federico, fieles aliados y amigos desde su viaje a Constantinopla, urdieron un ambicioso plan para hacerse con el papado. Recluidos ambos en el estratégico monasterio de Montecassino, lograron con extraordinaria habilidad, y sin duda comprando voluntades y adhesiones con las cuantiosas riquezas del monasterio, que el clero y el pueblo de Roma eligieran como papa a Federico de Lorena, que asumió la tiara pontificia como Esteban IX. El diácono Hildebrando, que más adelante sería también papa con el nombre de Gregorio VII, viajó a Alemania para comunicar la elección a la emperatriz regente, que ante los hechos consumados no tuvo más remedio que confirmarla. A mediados de 1057 habían logrado el poder en la Iglesia los dos protagonistas del viaje a Constantinopla. Con Federico de Lorena al frente del papado, Humberto, solventados los primeros momentos de celos, pues el orgulloso cardenal se creía con más méritos que su amigo, se convirtió en la figura más destacada de la Iglesia romana.

Los escándalos, la corrupción y el crimen habían sido habituales en Roma. En 1045 coexistieron tres papas a la vez, Gregario VI, Benedicto IX y Silvestre III, creando una gran confusión en el seno de la Iglesia. Durante el pontificado de León IX se intentó acabar con este desorden e incluso se destituyó a aquellos obispos que habían comprado sus cargos. Esteban IX y Humberto se hallaban ahora en condiciones de impulsar la regeneración eclesiástica. En su obra Adversus simoniacos, publicada a principios de 1058, el cardenal Humberto dibujaba un retrato irónico del obispo que habiendo adquirido su dignidad mediante compra esquilmaba después los bienes de su diócesis, arruinándola. Para evitar la simonía, proponía considerar la compra de dignidades eclesiásticas como una herejía, negando la consagración al obispo que hubiera mercado su cargo. Criticaba el que los obispos fueran designados por los señores temporales y señalaba que debían ser elegidos por los clérigos y el pueblo, y después ratificados por el metropolitano de su provincia eclesiástica, condenando toda intervención de los poderes temporales en el gobierno de la Iglesia. Comparaba a la sociedad con un hombre: la Iglesia era el alma y el reino el cuerpo; por ello, como el alma dirige al cuerpo, consideraba a la categoría sacerdotal más excelsa que la real.

Esteban IX duró poco. Una serie de enfermedades se cebaron en él y falleció en marzo de 1058. Sintiéndose morir, ordenó a los cardenales y a los ciudadanos de Roma que no eligieran un nuevo papa hasta que regresara Hildebrando de Alemania. Pero los acontecimientos se precipitaron. La nobleza romana, enemiga del Imperio, vio en la sucesión de Esteban IX una oportunidad para asestar un nuevo golpe a los intereses del emperador y, encabezada por los condes de Túsculo y de Galeria, entronizó a Juan Mincio, obispo de Velletri, con el nombre de Benedicto X, a quien el cardenal de Ostia se negó a consagrar. Entretanto, regresó de Alemania Hildebrando, quien, sin duda de acuerdo con la emperatriz regente, designó como papa a Gerardo, obispo de Florencia, que con el apoyo de Godofredo, duque de Lorena Y marqués de Toscana, hermano del fallecido Esteban IX, Y del canciller imperial Guiberto de Parma, logró expulsar a Benedicto X y entrar triunfalmente en Roma, donde fue consagrado en enero de 1059 con el nombre de Nicolás II.

El cardenal Humberto, que había sido ratificado como consejero papal, estaba empeñado en dejar a la Iglesia en una posición hegemónica y para ello era imprescindible acabar con los terribles enfrentamientos que se producían cada vez que debía ser elegido un nuevo pontífice. Hasta entonces los distintos papas, especialmente en los últimos cincuenta años, habían estado en manos del emperador o de la nobleza romana. A fin de poder ser manejados sin dificultad, habían sido elegidos pontífices hombres débiles, sin carácter, de moral dudosa y ánimo viciado. La sede pontificia se había convertido en un gigantesco burdel. Las prostitutas y cortesanas campaban a sus anchas por los palacios vaticanos, los papas mostraban públicamente a sus barraganas y los obispos y cardenales abusaban con absoluta impunidad de su poder en la Iglesia para colmar sus caprichos y los de sus amantes. El gran León IX había puesto freno a tanta inmoralidad y Víctor II, Esteban IX y el cardenal Humberto habían continuado la limpieza de la podredumbre. En abril de 1059 se convocó un concilio en Letrán en el que se aprobó, con la oposición de la corte germánica y de la nobleza romana, que para la elección de un nuevo papa se reunieran primero los cardenales-obispos, después los cardenales-clérigos y por último el resto del clero y del pueblo y que quedara a salvo el honor y respeto al emperador. Nicolás II promulgó el decreto redactado por Humberto en una bula, llamada In Nomine Domini, de manera solemne en la basílica de Letrán, considerada entonces como la catedral de Roma, en presencia de numerosos arzobispos, obispos, abades, presbíteros y diáconos.

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