En aquel tiempo había en Roma, y en todos los monasterios y escuelas catedralicias, una encendida polémica sobre cuál debiera ser la formación de los eclesiásticos. En ciertos círculos prendían con fuerza las opiniones de Pedro Damián. En una obra suya titulada Dominus Vobiscum, de la cual circulaban algunas copias desde hacía meses, este hombre, que empezaba a ser considerado por muchos como un santo, atacaba con dureza a los filósofos y denostaba la filosofía. Decía que para la salvación un monje sólo necesitaba del conocimiento de las Sagradas Escrituras y de ninguna manera de la filosofía. Rechazaba con desdén a Platón porque «escrutaba los secretos de la misteriosa naturaleza, fijaba los límites a los orbes de los planetas y calculaba el curso de los astros»; menospreciaba a Pitágoras por dividir en latitudes la esfera terrestre; desdeñaba a Euclides porque se preocupaba de los complicados problemas de las figuras geométricas; descalificaba a todos los retóricos, con sus silogismos y sus cavilaciones sofisticas, como indignos para tratar esta cuestión. Damián recomendaba a los monjes una biblioteca breve y selecta, compuesta por el Antiguo y el Nuevo Testamento, un martirologio, homilías y comentarios alegóricos de las Escrituras, y las obras de Gregorio Magno, Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Próspero de Aquitania, Beda el Venerable, Remigio de Auxerre, Amalario, Haimón de Auxerre y Pacasio Radberto. La lectura de estos autores bastaba a un monje para salvar su alma y para salvar las de los demás. El furibundo ataque de Damián a la filosofía se había completado en su obra De Sancta Simplicitate, en la que señalaba que si la filosofía hubiese sido necesaria para la salvación de los hombres, Dios habría enviado a filósofos y no a pescadores para esta misión.
León de Fulda no compartía las ideas de Pedro Damián, aunque no se atrevía a discrepar abiertamente. Alguna vez, mientras paseaba por los jardines del Vaticano en el breve descanso tras el almuerzo, solía emitir veladas críticas, siempre muy razonadas y exentas de toda dureza. Acostumbraba a decir a quienes lo acompañaban en los paseos, entre quienes siempre se encontraba Juan, que las enseñanzas de la fe había que sostenerlas y confirmar las mediante argumentos de la razón y que la dialéctica, la retórica, la filosofía y la gramática no contradecían los misterios divinos, sino que si se usaban correctamente podían servir para su fijación y su afirmación. Para sostener sus posiciones, León citaba argumentos tomados de Juan Escoto Erígena: «
Lux in tenebris fidelium animarum lucet, et magis ac magis lucet, a fide inchoans, adspeciem tendens
», solía repetir parafraseando a Escoto. León sabía que no faltaban quienes consideraban a Juan Escoto un hereje, pero sus escritos eran sólidos y basados a su vez en razonamientos de Dionisio, Máximo el Confesor, Gregorio Magno, Gregorio Nacianceno, san Ambrosio o san Agustín, y estaba claro que nadie en la Iglesia se hubiera atrevido a calificar a ninguno de ellos de herético.
Durante su aprendizaje en la escuela de Chartres, el jefe del escritorio había recibido las enseñanzas de Fulberto, su fundador, que estimaba que había que someter una razón débil y limitada a los misterios de la fe y de las enseñanzas de la revelación, pero se mostraba más próximo a Berengario de Tours, su maestro en Chartres, que no vacilaba en traducir las verdades de la fe en términos de la razón. De Berengario había aprendido que la dialéctica era el medio por excelencia para descubrir la verdad y que apelar a la dialéctica era apelar a la razón. Como Juan Escoto Erígena y Berengario de Tours, León de Fulda estaba persuadido, siguiendo a Aristóteles, de la superioridad de la razón sobre la autoridad. Decía León que el papa Silestre II, llamado antes Gerberto, monje en el monasterio de Aurillac bajo la severa regla de Odón de Cluny, no había dudado en trasladarse a España durante tres años para estudiar la ciencia árabe y haber dirigido después con criterios modernos la prestigiosa escuela catedralicia de Reims. Fue el papa del año mil y, pese a algunos visionarios que anunciaban el fin del mundo para entonces, el magisterio y la erudición de Gerberto de Aurillac, ya como Silvestre II, habían evitado un cataclismo en la Iglesia. Este papa no había dudado en utilizar postulados de Aristóteles o de Boecio. Consultaba con frecuencia la Isagore de Porfirio, siguiendo la traducción del retórico Victorino, explicaba en sus clases de retórica las Categorías de Aristóteles y los Tópicos, traducidos por Cicerón del griego al latín y explicados por Boecio en seis libros de comentarios. En su librito
De Rationali et Ration Uti
defendía el uso racional de la lógica. Durante su estancia en España, Silvestre II había aprendido matemáticas y geometría de los árabes. León le comentó a Juan que incluso había escrito una Geometría y un Tratado del astrolabio, lo que demostraba un apego por las ciencias y una clara influencia de la cultura oriental. Juan grabó en su mente el título de las dos obras de Gerberto de Aurillac y se obligó a sí mismo a consultarlas en la biblioteca en cuanto pudiera.
León de Fulda se mostraba más incisivo en sus críticas a Pedro Damián en lo referente al tratamiento que éste daba al cuerpo humano. Para Damián, el cuerpo del hombre, y mucho más el de la mujer, era una masa de podredumbre, polvo y cenizas. En una soflama dirigida a los monjes más radicales, titulada De Laude Flagellorum, les animaba a azotarse en público para así mortificar sus carnes y ganar la salvación eterna. Frente a esta práctica, extendida en el seno de la Iglesia de manera alarmante, León postulaba la dignidad integral del hombre, incluido su aspecto físico. Durante una breve estancia en Compiegne, León había asistido a algunas clases de un tal Juan el Sofista, profesor de filosofía en esa ciudad, que afirmaba que la humanidad era una realidad y que la imagen física del hombre también lo era. Y por si ello fuera poco, la imagen del hombre era semejante a la de Dios.
Se sucedieron los meses sin sobresaltos. Los luminosos días del inclemente verano romano dieron paso a un otoño de tonos amarillos y ocres. El invierno se presentó de improviso. Desde luego no era como el de Rusia, ni siquiera como el de Constantinopla. El sol calentaba incluso en pleno diciembre y el cielo no dejaba de estar azul.
Un día de lluvia, Juan trabajaba en su sitial traduciendo una obra de san Juan Crisóstomo al latín, un tratado en el que hacía un paralelo entre el monje y el rey. En él, san Juan sostenía que el monje era el verdadero soberano, porque sabía dominar la ira, la envidia, el placer y se sometía a las leyes de Dios. El breve tratado concluía recomendando no envidiar a los ricos, pues su riqueza es pasajera; por el contrario, estimaba que lo envidiable era la humildad, la mansedumbre, la tranquilidad y la paz del espíritu. León de Fulda ojeaba en su mesa un códice recién llegado desde el monasterio germano de Echternach. En una viñeta, cuatro caballos cabalgaban sobre un campo de fuego. Uno era blanco y lo montaba un caballero con arco y corona, otro de color bermejo, con un caballero que portaba una espada, el tercero era negro y cabalgaba sobre él un jinete con una balanza en su mano izquierda, el cuarto era bayo y lo montaba un esqueleto vestido con una túnica negra y armado con un ancho cuchillo. En otra página, varios hombres y animales flotaban ahogados en un mar azul. Tenían las bocas abiertas, los ojos en blanco y un rictus horrible en sus labios. Sus miembros desarticulados y sus cuerpos hinchados flotaban a la deriva entre cadáveres de cabras, ovejas, mulos, perros y caballos. En la superficie de las aguas sobresalía un arbolito en el que se había posado una paloma que sostenía una rama de olivo en su pico. Una ilustración mostraba saliendo de un pozo a varias langostas gigantes de cuerpos azules, alas verdosas, colas de escorpión y horribles cabezas humanas tocadas con coronas de oro, con amenazantes bocas abiertas con largos dientes afilados y desaliñadas cabelleras. Las langostas atormentaban a los hombres picándoles con la cola de alacrán en la cabeza. En la parte superior Abaddón, el horrendo ángel del abismo, representado como un personaje alado, con afiladas garras en las manos y en los pies, encendidos ojos rojos henchidos de sangre, rala barba de chivo y una corona de oro en la cabe za, contemplaba petulante el suplicio de los seres humanos. Portaba una larga lanza y sus pérfidos labios dibujaban una maléfica sonrisa. En una lámina orlada con cruces rojas y amarillas, las montañas se abrían en pedazos por un terremoto; el sol era negro, la luna de un rojo escarlata y las estrellas se precipitaban del cielo a la tierra a la manera que una higuera deja caer las brevas maduras cuando es azotada por un recio viento. Los hombres, sin distinción de condición, tanto reyes y nobles como obispos y clérigos o plebeyos y campesinos, corrían a esconderse en cuevas al tiempo que imploraban a Dios por sus almas.
—Magníficas miniaturas —indicó Humberto mirando por encima del hombro de León.
—¡Cardenal! —exclamó León sobresaltado por la presencia de Humberto a la vez que se levantaba de su silla—; se trata de unos comentarios ilustrados al Apocalipsis de san Juan, pero… no esperaba que vinierais hoy.
El cardenal solía pasar casi todas las semanas por el escritorio y en ésta ya lo había hecho dos días antes.
—Yo tampoco, mi buen amigo. Lo cierto es que tenía previsto viajar a la abadía de Montecassino. Estoy preparando un nuevo libro y me gustaría consultar algunas obras de su biblioteca, pero las lluvias de los últimos días han dejado los caminos intransitables. Además, los normandos andan preparando la invasión de Sicilia y vos sabéis que cuando esos piratas están sueltos nada ni nadie está seguro —pasó una hoja del libro que consultaba León y continuó hablando—. El papa va a convocar el próximo mes de abril un nuevo concilio en Letrán en el que se va a condenar formalmente a Benedicto X y se va a modificar lo aprobado en el mismo lugar el año pasado en lo referente al nombramiento de un nuevo pontífice. Vos sois un experto en derecho romano y desearía vuestra opinión al respecto. En el nuevo decreto se precisa mucho más la forma de elección; se van a suprimir las menciones al estamento laico y al honor del emperador. Es la respuesta que Su Santidad va a dar a las intrigas de la nobleza romana y de la corte germánica. Está decidido y resuelto a que la Iglesia sea independiente de los poderes temporales. La reforma eclesiástica no se detendrá. La simiente de León IX no ha caído en tierra yerma. Hay que imponer la primacía de la Santa Sede sobre todas las cosas.
—Mi señor cardenal —alegó León—, yo sólo soy un humilde escribano. Mi mundo se reduce a este escritorio y a los libros. Ignoro los mecanismos que rigen la alta política y desconozco las alianzas precisas que hay que establecer en cada momento para sacar adelante esta cuestión.
—Lo único que se te pide es que actúes conforme a las enseñanzas de la Iglesia.
Humberto dio media vuelta y salió raudo del escritorio sin dar tiempo a que León se despidiera. El monje de Fulda bajó sus ojos hacia el suelo y unió sus manos junto a la boca en actitud de profunda reflexión. Juan lo observaba desde su mesa. Le hubiera gustado acercarse a aquel hombre y hablarle como hubiera hecho con Demetrio, pero pese a que lo separaban de él muchos menos años que del viejo amigo de Constantinopla, no sentía la misma sensación de confianza. Al cabo de unos instantes León levantó los ojos y los fijó en Juan, que seguía contemplándolo; con un gesto enérgico de su cabeza indicó al muchacho que continuara con su trabajo.
A finales de aquel invierno, el cardenal Humberto apareció un lunes en el escritorio. Caminaba deprisa y daba la impresión de que algo importante iba a suceder. León de Fulda acudió, como siempre, a saludarle. Humberto ordenó que cesara todo el trabajo que estaban haciendo los amanuenses. El papa convocaba un concilio en Letrán para el próximo mes de abril y toda la cancillería vaticana debía trabajar en ello. Había que enviar circulares con la convocatoria a más de cien cardenales, obispos y abades y hacer varias copias del tratado de Humberto contra los simoníacos. León de Fulda reunió a todos los escribas y les distribuyó la tarea, indicándoles que la jornada de trabajo se alargaría un par de horas más cada día hasta la celebración del concilio. Juan se lamentó por ello, pues ahora dedicaba esas dos horas a estudiar en la biblioteca.
Los días que siguieron a la orden de Humberto fueron de una intensa actividad en el escritorio. Las cien circulares que había dicho León se convirtieron en casi dos millares, y del texto de Humberto se copiaron diez docenas de ejemplares. Las horas extras de trabajo fueron al principio dos, pero a la segunda semana ya eran tres y acabaron siendo cinco. Se levantaban antes de amanecer, para acudir a la basílica a rezar las primeras oraciones del día. Desde allí, y tras un frugal desayuno en la planta baja del edificio del escritorio, comenzaban a trabajar con las primeras luces. Al final de la mañana, cuando el sol está en lo más alto, se detenían unos momentos para comer, por lo general un solo plato, eso sí, muy copioso, y queso y pan a discreción. Después de la comida paseaban unos instantes por los patios o los jardines vaticanos. Juan aprovechaba para fijar sus ojos en las verdes hojas de los álamos y de los chopos, que hacía ya un mes que habían brotado. En Constantinopla había aprendido que descansar los ojos de vez en cuando en un paño verde, como los que colgaban en todos los escritorios y bibliotecas bizantinos, causaba una sensación de alivio a la vista y ayudaba a conservarla en buenas condiciones durante más tiempo. Lo había comentado con algunos copistas, pero la mayoría se había burlado de él. Tras el corto paseo, volvían al escritorio y continuaban los trabajos interrumpidos antes del almuerzo. A la puesta de sol todavía continuaban algunas horas a la luz de grandes cirios de cera y lámparas de aceite distribuidas por toda la sala y en cada una de las mesas. El olor a tinta y a pergamino se mezclaba en el aire con el aroma de la cera y el aceite.
Por fin llegó la fecha de celebración del concilio. Nicolás II abrió la reunión de manera solemne, vestido con una túnica blanca y cubierto con un gran manto púrpura. Sobre su cabeza brillaba la tiara dorada de san Pedro. La basílica de San Juan de Letrán, la catedral del obispo de Roma, rebosaba de príncipes de la Iglesia. Estaban presentes todos los cardenales y la mayor parte de los obispos y abades de Italia. Una delegación del influyente monasterio de Cluny, el brazo monástico de la reforma de la Iglesia, ocupaba una de las tribunas de invitados. A la derecha del papa estaba sentado el cardenal Humberto, que miraba orgulloso a los asistentes tocado con su solideo púrpura y vestido hasta los tobillos con una ancha túnica sobre la que portaba una clámide de amplias mangas cruzada con franjas diagonales desde los hombros al pecho. Todos sabían que las disposiciones que emanaran de aquel concilio serían obra exclusiva suya. El cardenal de Selva Cándida saboreaba aquel momento de triunfo. Después de la apresurada huida de Constantinopla, esta era la ocasión para resarcirse del ultraje a que lo había sometido Miguel Cerulario. Si entonces una parte de la curia romana había criticado su gestión al frente de la embajada a Bizancio, acusándole de precipitación, de carencia de tacto diplomático y de falta de capacidad política, ahora nadie pondría en duda su competencia en el gobierno y en la defensa de los intereses de la Iglesia.