Aseados y con el pelo recién cortado, a la mañana siguiente de llegar a Roma los cuatro esclavos, con varias carretas de ricas mercancías de Oriente, salieron de la casona del genovés. Cruzaron el río Tíber por un puente de piedra y enfilaron un largo paseo arbolado que conducía hasta el Vaticano. La basílica de San Pedro se había construido sobre un antiguo circo edificado por el emperador Nerón. La Vía Sacra culminaba en una amplia plaza rodeada de hosterías y conventos. Al complejo vaticano se accedía a través de una monumental escalinata que culminaba en un pórtico de cinco arcadas, construido en ladrillo rojo alternando con bandas de mármol blanco, a cuyos lados había dos pequeñas capillas en las que se recibía a los numerosos peregrinos que afluían constantemente a Roma desde todos los rincones de la cristiandad para visitar la tumba del primero de los apóstoles. Tras el pórtico, un amplio patio organizaba a su alrededor todo el complejo: enfrente, otro pórtico y la fachada de la basílica, decorada con esculturas de tamaño gigantesco; a la izquierda, un gran edificio donde se ubicaban la biblioteca, el escritorio y más allá las caballerizas, los almacenes y los talleres; a la derecha, los edificios residenciales de los clérigos y cardenales y el palacio del Sumo Pontífice.
Las mercancías fueron llevadas a los almacenes. A Juan lo separaron de los otros tres esclavos y lo instalaron en una pequeña celda. Allí permaneció unas horas durante las cuales le sirvieron una sencilla comida, ropas y un ligero manto. Por fin, un monje lo condujo a través del patio a presencia de Humberto. El cardenal estaba de pie, vestido con una suntuosa túnica púrpura con ribetes blancos en las mangas y el cuello. En la mano derecha sostenía una cristalina copa de vino tinto de Campania rebajado con agua y ligeramente especiado con canela y miel.
—Sé que te llamas Juan, que eres eslavo, que sabes griego, latín y árabe, leer y escribir, y que has estado al servicio del patriarca de Constantinopla en su biblioteca. Te he adquirido porque necesito gente como tú para el escritorio de San Pedro. No es frecuente encontrar en estos tiempos gentes que reúnan todas esas condiciones. Los jóvenes de tu edad no están preparados y cuando han logrado aprender lo suficiente, su vista es demasiado débil para trabajar como copistas. Vas a ir destinado a la cancillería vaticana. Hacen falta amanuenses que escriban en varias lenguas y lean cartas, tratados y libros en varios idiomas. León de Fulda dirige el escritorio, él será el encargado de enseñarte cuanto debes saber.
Humberto hizo un alto en su monólogo para sorber un trago de vino. Dejó la copa encima de una mesa de piedra marmórea, junto a un par de guantes púrpura, y continuó:
—Cuando estuve en Constantinopla no conversé nunca con el patriarca Miguel, ni tan siquiera llegamos a vernos. Muchas veces —hablaba como si estuviera reflexionando en voz alta— me he preguntado qué clase de hombre era. Sé que ya ha muerto; me lo imagino alto, robusto, de una energía y fortaleza extraordinaria, pero equivocado y sumido en la vanidad y en la altivez. ¿Era realmente así? —preguntó Humberto dirigiéndose a Juan.
—¡Oh!, sí, mi señor. No era muy alto, aunque lo parecía, pero su tozudez…
—Estaba seguro —interrumpió el cardenal a Juan—; ¿de qué otra forma puede actuar un hereje? Los herejes perseveran en los errores, están convencidos de que poseen la verdad y no rectifican nunca. El diablo se introduce en su interior y habla por sus bocas. Son la ruina de los hombres y de la Iglesia. Sí, Cerulario lo era y ahora estará ardiendo eternamente en los infiernos. Desde que murió Cristo, muchos hombres se han desviado de su doctrina y han malinterpretado sus palabras, sobre todo en Oriente. Manes se creía el Espíritu Santo, aunque algunos de sus seguidores lo identificaban con una reencarnación de Jesucristo, y durante muchos siglos su herejía triunfó entre los persas. Es cierto que los herejes logran convencer incluso a las mentes más preclaras; el propio san Agustín fue maniqueo en su juventud y postuló la existencia de un principio del bien y otro del mal de la misma categoría y condición, aunque rectificó pronto y condenó la herejía maniquea y la donatista. Arrio se desvió de la fe fijada en el concilio de Nicea negando la verdadera dimensión divina de Cristo y arrastró con él a Ulfilas, obispo de Constantinopla y predecesor del herético Cerulario: Nuestra misión es acabar con tanto hereje cismático.
»En los últimos siglos se ha extendido en la Iglesia la perversión de comprar los cargos eclesiásticos; siguen el malvado ejemplo de Simón el Mago, que habiendo visto en Samaria que los apóstoles imponían las manos y con ello el Espíritu Santo entraba en los que bendecían, les ofreció dinero para tener esa virtud. El propio Pedro lo rechazó, diciéndole: «Perezca tu dinero contigo, pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios»; así se narra en los Hechos de los Apóstoles. Todavía hay en el seno de la Iglesia quien piensa que la simonía es lícita. El propio Pedro Damián, hombre de muchas virtudes por otra parte, sostiene que puede ser válida y la acepta. Por último, es preciso extirpar la cizaña que constituye la mujer para los clérigos. Cerulario, y con él la iglesia de Constantinopla, sostenía que los clérigos podían contraer matrimonio y cohabitar con esposa. Sin duda malinterpretaban, por su escasa preparación y su desconocimiento, las Sagradas Escrituras y seguían la herejía nicolaíta, que permite a los clérigos no guardar el celibato. San Pablo, en la primera carta a los tesalonicenses, deja bien claro que la santificación pasa por abstenerse de fornicar, aunque muchos clérigos siguen gozando de las mujeres y son incontinentes con su cuerpo y con su alma.
Humberto hablaba sin detenerse, seguro de sí mismo, como si aquel discurso que estaba pronunciando en la sola presencia de Juan estuviera dirigido a los padres de la Iglesia reunidos en un concilio.
—Por cierto —continuó el cardenal mirando directamente al muchacho—, estoy ultimando una narración de mi viaje a Constantinopla cuando fuimos a excomulgar a Cerulario. Te haré un día de estos algunas preguntas para ilustrar mejor el relato. Tú has vivido allí varios años y acabas de llegar de esa ciudad, debes de tener en tu memoria su imagen mucho más fresca que yo. Me serás muy útil en ello. Ahora ve al escritorio y ponte a las órdenes de León de Fulda.
Humberto estiró la mano hacia Juan, que acudió presto a besarla postrado de rodillas.
León de Fulda, hombre enérgico y vital, era el canciller del escritorio. En plenitud de su vida, acababa de cumplir treinta y cinco años, había sido ordenado diácono por el cardenal Humberto, a quien admiraba reverencialmente. Destinó a Juan a traducir textos griegos al latín. Estaba empeñado en hacer de Roma un centro de traductores que superara a los afamados de Amalfi y Salerno. La habilidad del muchacho eslavo en el conocimiento de las lenguas asombró a León, que asistía incrédulo a sus progresos de aprendizaje.
—Posees un don para las lenguas que sólo puede proceder de Dios —le dijo un día—. ¿Cómo si no puede explicarse la facilidad que tienes en leer un texto griego y casi de seguido escribirlo en latín o en árabe?
—En Constantinopla tuve un gran maestro. Se llamaba Demetrio y me enseñó bien.
—¿Demetrio dices? Me hubiera gustado conocerlo. ¿Ha muerto?
—Sí, murió a principios de este año. Era de origen humilde, según creo, y profesó como monje en el monasterio de San Juan de Estudios, en la más afamada escuela de Constantinopla. Gracias a su sabiduría llegó a ser jefe de la biblioteca del patriarca.
—Nuestro cardenal Humberto es también un hombre sabio. Nació en Borgoña hace sesenta años, bueno, poco más o menos. Fue monje en la abadía de Moyenmoutier, bajo disciplina cluniacense, donde aprendió griego y hebreo. El papa lo nombró arzobispo de Sicilia y quiso dedicar su vida a la evangelización de los musulmanes que habitaban la isla, pero los normandos y los griegos lo impidieron. El papa León IX lo hizo cardenal de Selva Cándida, pequeña diócesis situada a diez millas de Roma. Es la figura más brillante de este siglo. Sus postulados sobre doctrina eclesiástica y teología son incontestables y construye los argumentos retóricos con tal solidez que nadie es capaz de rebatirle. Ha escrito numerosas obras que diócesis y monasterios solicitan con urgencia. En cuanto surge un libro de su fértil pluma es reclamado por decenas de bibliotecas, sobre todo de Francia y de Alemania, donde es muy admirado. Sus himnos a san Hidulfo, a san Deodato, a san Ciriaco y al papa san Gregorio son verdaderos monumentos literarios que sirven de ejemplo en las clases de retórica de las escuelas catedralicias. Ha escrito un precioso tratado sobre la virginidad de María que sin duda se incorporará al elenco de obras inmortales. Ahora está inmerso en una glosa para la canonización de su maestro Gerardo, que fue obispo de Toul; y si se lo ha propuesto, lo conseguirá.
Si al llegar a Roma Juan había comparado a la decadente ciudad de los papas con Constantinopla, ahora establecía similitudes entre los hombres. Humberto era intrigante y tenía la formación intelectual y la agudeza retórica de Psello. León de Fulda era tenaz y orgulloso, pero eficaz y firme como Demetrio. Sin embargo, los romanos le parecían menos brillantes que los griegos. A pesar del sofocante calor estival, Juan reencontró la dicha en el escritorio del Vaticano. Trabajaba en una amplia sala entre más de cuarenta copistas, la mayoría monjes, aunque también había algunos laicos; todos eran muy jóvenes. Los había de diversas naciones: intuitivos hispanos, severos francos, engolados ingleses de la escuela romana de los anglos, fundada por Ina de Wessex, taimados frisones, elegantes longobardos, refinados borgoñones, rudos sajones e incluso algunos griegos procedentes de los dos monasterios bizantinos establecidos en Roma, el de San Salvador, fundado por Gregorio Casano, y el de los santos Bonifacio y Alexis, dotado hacía casi un siglo por el arzobispo Sergio de Damasco.
El escritorio ocupaba la segunda planta de un macizo edificio frente al palacio Vaticano, en una sala de más de cincuenta pasos de longitud por veinte de ancho. Amplios ventanales con vidrios traslúcidos se abrían en la fachada meridional, permitiendo el paso de una luz cálida y tamizada. Los amanuenses se alineaban en varias filas de mesas con atriles, sentados en unos taburetes de madera oscura, con el pie apoyado sobre un estribo dar equilibrio al cuerpo. En la pared este había colocadas varias estanterías donde se apilaban hojas de pergamino bañadas en agua de cal para eliminar los restos de grasa y carne, ya cortadas en varios tamaños y dispuestas para su uso, plumas de ganso y de oca, cálamos de madera de boj y tinteros de loza llenos de tinta roja, negra, sepia y purpurina. En otros estantes se guardaban los pinceles, las espátulas y los botes de pintura para las miniaturas. En el escritorio de San Pedro no había grandes pintores, pero mantenía un grupo de cinco o seis iluminadores de cierta calidad.
Ningún detalle era baladí. En una sociedad como aquella, todo tenía un significado simbólico, más aún en los libros y en sus miniaturas. Cada joya se identificaba con un elemento: el jaspe rojo era el amor, el verde la fe y el blanco la dulzura; el zafiro representaba el cielo, la calcedonia la proximidad de Dios, el sardónice la castidad y la humildad, la esmeralda la confianza, el topacio la corona de santa vida, la amatista el martirio ofrecido a Dios y el berilo la purificación; la Virgen era una rosa, el mal una manzana, y la lujuria y el demonio una mandrágora; una tortuga simbolizaba la sencillez y la castidad de la Iglesia y un león a Jesucristo como juez terrible, cual león de Judá. Aquel era un lenguaje para iniciados en el que toda figura o símbolo tenía una lectura mágica que transmitía un mensaje secreto a quienes poseyeran el conocimiento suficiente como para descifrarlo.
A principios de aquel verano el antipapa Benedicto X renunció voluntariamente a su cargo y Nicolás II vio desaparecer uno de los principales problemas que habían condicionado el inicio de su pontificado. Solucionada esta situación, el papa, invitado por el abad de Montecassino, se trasladó a la región de Puglia, en el sur de Italia. Durante el tórrido estío, la mayor parte de la nobleza y del alto clero romano se instalaba en sus villas de los Abruzzos, donde el clima era más suave y soportable, y la ciudad quedaba semidesierta en los meses de julio y agosto, cuando el calor y la humedad hacían de Roma una urbe incómoda. Cerca de la ciudad de Melfi, donde había convocado un concilio, Nicolás II se entrevistó con los jefes normandos Roberto Guiscardo y Ricardo de Capua. Ambos se sometieron al vasallaje de la Santa Sede; Roberto recibió a cambio el título de duque de Calabria y territorios en la Puglia y en el Lazio; el papa autorizó a los normandos a conquistar Sicilia. Humberto de Selva Cándida se había trasladado también con la corte para preparar un nuevo decreto que regulara definitivamente la elección de papa y que corrigiera los defectos del aprobado en el concilio celebrado en Letrán meses atrás.
En el escritorio se copiaba todo tipo de libros. León de Fulda era un humanista y procuraba salvaguardar y transmitir la literatura de los clásicos de la Antigüedad. En los últimos días había ordenado a Juan que iniciase una copia del Banquete de Trimalción de Petronio, para enviarlo a la biblioteca del monasterio de Fulda, de la que León había sido supervisor hasta que el cardenal Humberto lo llamó a Roma. Allá se había formado como monje, en la biblioteca que era por entonces la más famosa de Occidente. Disponía de dos millares de libros, muy por encima de los poco más de quinientos de Cluny, los mil de Reichenau o los seiscientos de Christchurch en Canterbury, y de su escritorio salían las biblias mejor ilustradas. Días atrás acababan de recibir un hermoso sacramentario y León quería agradecer este envío con copias de libros que no disponía la biblioteca alemana. Después de su estancia en Fulda había estudiado retórica y gramática en la Escuela Catedralicia de Chartres y lógica y teología en la de París. En todas ellas, según el modelo bizantino, se estaba consolidando el Trivium y el Quadrivium. Gracias además a este florecer, el latín se había recuperado como lengua de transmisión del saber universal en toda Europa occidental. Desde Bolonia, un círculo reducido de eclesiásticos había pedido varios libros de derecho romano al Vaticano, pues se intentaba reavivar su estudio a partir del Corpus Iuris Civilis de Justiniano y otros textos jurídicos.
El trabajo en el escritorio dejaba a Juan poco tiempo para otras cosas, pero siempre que podía acudía a la biblioteca para consultar algunas obras. Estudió con cierta atención las Confesiones de sanAgustín, el libro de cabecera del cardenal Humberto, el Timeo de Platón y los Comentarios de Boecio a la Lógica de Aristóteles. También conoció diversas obras de Macrobio, Plutarco, Juvenal, Virgilio, Ovidio, Lucano, Horacio, Séneca, Cicerón, Casiodoro y Mario Capella León, que advirtió pronto las capacidades de Juan, le acompañaba a veces a la biblioteca y le recomendaba algunas lecturas.