El jefe de la escolta, un capitán narbonés de rostro esculpido de arrugas y cicatrices, de ojos fieros y nariz aguileña, dio la orden de partir. Hombres, bestias y carromatos se pusieron en marcha con un ruido atronador, levantando una densa cortina de polvo que les acompañaría hasta Zaragoza. Desde los almacenes del puerto, la caravana ascendió entre las miradas de cientos de barceloneses, que habían acudido curiosos a presenciar aquel espectáculo, por la rambla, entre la ciudad vieja, protegida por las poderosas murallas romanas recién realzadas, y el nuevo arrabal de San Juan.
Lentamente, la ciudad de Barcelona se fue difuminando al fondo de la llanura litoral, entre una fina bruma que como un etéreo manto de plata se extendía desde el interior del mar. Tras las montañas se abría un nuevo horizonte de verdes valles y rojizas colinas. Caminaron toda la jornada sin apenas descanso; ni tan siquiera se detuvieron para almorzar. El desayuno, casi de madrugada, había sido fuerte y abundante, y a media mañana sólo se repartieron unos pedazos de pan y queso.
Anochecía cuando alcanzaron el pie de una sierra rocosa cuajada de crestas cual olas de un bravío mar que se hubiera petrificado. Sin duda era el reino de las hadas y los duendes, ¿quién si no podría vivir en aquellas escarpadas soledades?
Aunque la noche era serena, la cercanía de la montaña proporcionaba cierto frescor, por lo que se encendieron algunas fogatas para calentarse y para cocer la cena. De dos carromatos, donde se transportaban los víveres y los utensilios de cocina, se sacaron grandes ollas de cobre, cucharones de madera y comida suficiente para alimentar a todos los integrantes de la sección de los Ferrer. Unos criados, ayudados por esclavos, distribuyeron paja y heno entre las bestias.
Al calor de los fuegos, los soldados y los mercaderes intercambiaban experiencias y noticias. Muchos de ellos habían viajado por media Europa o por toda la cuenca del Mediterráneo. Un mercader musulmán de Zaragoza narró un viaje que había realizado hacía dos años a la misteriosa tierra de África, más allá de las tórridas e inhóspitas arenas del desierto, donde había visto enormes bosques casi impenetrables y extraños animales desconocidos en estas latitudes.
El capitán narbonés recorría todos los grupos acompañado de cuatro enormes mercenarios alemanes y dos fieros perros alanos que siempre llevaba a su lado. Que ría revisar personalmente que todo se encontrara bien, inspeccionar los puestos de guardia para la noche y sobre todo evitar que nadie osara jugar a dados o a cualquier otro tipo de juego de azar. Muchas caravanas habían fracasado por rencillas y peleas que habían estallado con motivo de alguno de estos juegos y el férreo narbonés no estaba dispuesto a permitir que ocurriese en un convoy bajo su mando.
Juan había ayudado a preparar la cena y a servirla. Finalizada su tarea, se recostó, enrollado en su manta, cerca del carro donde viajaba Helena, con la esperanza de poder observarla. Apoyado sobre una roca vio brillar su dorado cabello y la saludó con la mano. Helena se acercó a Juan, con su manta bajo el brazo, y le preguntó si podía recostarse junto a él. El muchacho, un tanto ofuscado, le hizo un sitio a Helena y se envolvió en su manta apoyando la espalda en la misma roca. El agente de Ferrer encargado de vigilar a los esclavos había bebido demasiado vino rojo y se había quedado profundamente dormido cerca del carromato.
Sobre la crestería de piedra de la serranía asomaba su fulgor una media luna rojiza; en el cielo palpitaban centenares de estrellas como agujas de luz. Juan fue describiendo a Helena el nombre de cada una de ellas, de las distintas constelaciones y de los planetas. Sobre la línea del horizonte, hacia el oeste, brillaba esplendoroso Venus, el planeta del amor. Casi sobre sus cabezas lo hacía Júpiter, con el mismo fulgor aunque con tono más amarillento. Y desde el noroeste lanzaba sus rojizos destellos Marte, el lucero de la guerra.
Helena asentía con la cabeza a la narración de Juan, que de vez en cuando volvía sus ojos hacia la muchacha, fundiendo sus miradas bajo la suave palidez de la luna. Era muy agradable poder volver a hablar en su propio idioma. Desde que salió de la aldea, Juan apenas había podido hacerlo en eslavo, tan sólo en algunas ocasiones con Demetrio, cuando éste se lo pedía para practicar, o para traducir las órdenes de antiguos dueños a esclavos de su misma raza. Pero esto era distinto, Juan hablaba y Helena lo escuchaba. La voz de la joven, que de en cuando preguntaba alguna cosa, sonaba en sus oídos más suave y melodiosa que la exquisita y delicada música bizantina.
Helena le contó cómo había sido secuestrada de su aldea por bandidos cumanos que la habían raptado en una rápida incursión y la habían conducido por un gran río, el Danubio, hasta una pequeña ciudad llamada Pest, desde donde atravesando valles y montañas había recalado en Génova.
La fatiga acabó por vencer a Helena y sus ojos marinos se cerraron a la vez que su cabeza se deslizó por la roca hasta descansar en el hombro de Juan. El muchacho le acarició el pelo y posó sus labios sobre su cabello dorado. El campamento había quedado en silencio y sólo se oía el chisporroteo de los últimos leños crepitando en las hogueras, el aullido lejano de algún lobo, contestado por los ladridos de los fieros mastines de la caravana, y el ronco canto de las cigarras y los grillos.
Al alba el capitán ordenó sonar el cuerno que anunciaba que todo el mundo debía incorporarse. El agente de los Ferrer agitó su embotada cabeza y estiró su adormilado cuerpo, víctima de los excesos del vino de la noche pasada. Se despabiló sobresaltado y acudió deprisa al carromato de las esclavas: allí estaban Ingra, Helena y las demás. Suspiró aliviado y les indicó que bajaran del carro a desayunar. Helena se había despertado con la primera luz del día y había dejado la compañía de Juan para evitar cualquier represalia.
Desayunaron pan con mantequilla y espinacas recalentadas y se pusieron de nuevo en marcha. Siguiendo la antigua vía romana, casi desprovistas de losas pero con un trazado perfectamente dibujado, caminaron por ella durante cuatro días, atravesando colinas de pinares, valles recién roturados que comenzaban a ponerse en cultivo y eriales. De vez en cuando cruzaban junto a una pequeña población fortificada o pasaban bajo la vigilante sombra de una torre o un castillo.
—Mañana alcanzaremos territorio musulmán —observó el capitán narbonés a su lugarteniente—. Es conveniente que se adelanten dos mercaderes zaragozanos para cumplimentar los trámites. Nuestra misión acaba ahí. Seremos relevados por tropas del reyezuelo de Lérida que escoltarán la caravana hasta Fraga.
El traspaso de la escolta se hizo a orillas de un arroyo. El capitán y los cabecillas de los mercaderes se despidieron tras recibir las cantidades acordadas. Sobre un capote extendido en el suelo, el narbonés contó las tres bolsas de monedas de plata que le entregaron los comerciantes.
—Está correcto —asintió—. Que tengáis buen viaje.
Tras él se hallaban agrupados los soldados, ansiosos por recibir su parte de la paga antes de regresar a Barcelona. Al otro lado del arroyo esperaban perfectamente dispuestos cincuenta jinetes uniformados. Uno de ellos portaba la enseña de Yusuf ibn Hud al-Muzaffar, rey de Lérida.
El agente de los Ferrer ordenó a todas las esclavas que se colocaran un pañuelo sobre la cabeza y el litham, el velo que las musulmanas usaban para cubrir sus rostros, en cuanto entraron en tierra del islam. Juan podía hablar con ellas con más frecuencia, pues ante la imposibilidad de hacerse entender, el representante de la compañía lo empleaba como traductor de sus órdenes.
La caravana atravesó la fértil llanura de Maskicán, sembrada de olivos, hortalizas, frutales y jardines. En el centro, sobre una colina, se levantaba la ciudad de Lérida, rodeada de fuertes murallas de piedra. Acamparon en el llano que se extendía al pie de la ciudad, entre los muros y un río. Decenas de personas hurgaban en las arenas de sus orillas en busca de alguna pepita de oro. Hacía algunos años que un labrador de la huerta había encontrado una gruesa pepita dorada; desde entonces la noticia se había extendido por toda la España musulmana y cientos de aventureros habían acudido a Lérida en busca de fortuna. Junto a un gran arenal, los buscadores de oro habían levantado un desvencijado poblado con todo tipo de materiales: tiendas de lona, chabolas de madera y paja, casetas de barro y cañas, cualquier cosa valía para guarecerse del sofocante calor del verano y de las heladas noches del invierno.
En cuanto se estableció la caravana en su lugar de acampada, acudieron algunos de los buscadores de oro. Unos traían minúsculas pepitas por las que pedían algunos dirhemes, otros mendigaban comida o ropas usadas. El nuevo jefe de la escolta, un comandante de la guardia personal del rey de Lérida, ordenó a sus soldados que alejaran a aquellos molestos individuos.
Bajo la atenta vigilancia de los soldados, se permitió a los esclavos refrescarse en la orilla del río. Helena e Ingra se introdujeron en la corriente hasta los muslos. El contacto con el agua supuso una sensación maravillosa en su piel. Cinco días de travesía por calzadas resecas y polvorientas habían dejado sobre la piel un polvo rojizo que el agua arrastraba con dificultad. Ingra remangó por encima de sus rodillas los calzones de lino ante la ansiosa mirada de todos los hombres, algunos de los cuales emitieron murmullos de admiración ante la perfecta blancura de las contorneadas piernas de la escocesa.
—Aprovechad bien estas aguas —gritaba desde la orilla el agente de Ferrer—. Nos queda todavía lo peor del camino.
A la puesta de sol una serie de voces alargadas y monocordes sonaron cantarinas en la ciudad. Juan oyó por vez primera la llamada de los muecines a la oración desde lo alto de los alminares de las mezquitas. Todos los musulmanes que integraban la caravana se postraron rodillas e inclinaron su cuerpo hasta tocar el suelo con la frente varias veces en dirección sur. Una corta frase era reiterada rítmicamente, como una cantinela: «
¡Allahu Akbar, Allahu Akbar!
».
Al día siguiente atravesaron el curso del río Cinca por el puente de madera de Fraga. Al lado de esta pequeña ciudad, con la mayor parte de sus casas excavadas en las blandas rocas del escarpe junto al río, se detuvieron para almorzar. Había que reponer fuerzas; más allá del «río de los Olivos», que era como los mercaderes llamaban al Cinca, el camino ascendía por una dura pendiente. Ahí acababan las colinas coronadas de pinos y los valles orlados de frutales y olivares.
En una posada cerca de Fraga se realizó el segundo y último relevo de la escolta. Sobre una colina un jinete portaba un estandarte en el que ondeaba un león rampante frente a una media luna creciente. El comandante leridano se adelantó al trote y saludó cortésmente a otro jinete que parecía ser de su misma graduación. Intercambiaron unas palabras y se despidieron levantando ambos la mano derecha. El escuadrón de caballería de Lérida hizo girar a sus monturas y se perdió hacia el este tras una nube de polvo blanquecino.
—Bienvenidos a las tierras de nuestro Señor Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, rey de Zaragoza, Tortosa, Calatayud, Tudela y Huesca. Consideraos desde ahora bajo su protección, gritó el jefe de la nueva escolta.
Una inmensa llanura se extendía ante ellos durante casi cien millas hasta Zaragoza. Cuatro o cinco días sin más agua que la de algunos pozos salobres y la de yesosas balsas malolientes. Planicies agostadas por un sol inclemente alternaban con barranqueras en las que brotaban los tomillos y las jaras. Plantas espinosas, retamas, tomillos y aliagas perfilaban las dos orillas del camino que trazaba hasta más allá del horizonte dos líneas amarillas paralelas. De vez en cuando atravesaban una charca seca, con el fondo cuarteado a manera de escamas de gigantescos peces dorados. Avanzaban cansinos, en silencio, evitando las horas centrales del día en las que se detenían para descansar a la sombra de algunas de las sabinas que de trecho en trecho salpicaban el desolado paisaje. Aquella estepa corría paralela a una sierra al norte, cuajada de pinos negros. Cada día, con el ocaso, acampaban en una modesta aldea donde pernoctaban. Todas ellas disponían de casa de huéspedes. Los esclavos eran acomodados en corralizas cercadas con tapias y vigilados por los perros. Con el albor se ponían en marcha hacia el este. Caminaban desde la salida del sol hasta poco después de mediodía y reiniciaban la ruta antes de media tarde.
Polvo, sol y sudor. Después de un páramo otro y tras él otro más. Millas y millas de paisaje asolado por el ardiente calor y el omnipresente viento del oeste. Por las noches, entre la tapias de las posadas donde solían acampar, Juan observaba el cielo y repasaba en su cabeza todo lo que sabía sobre las estrellas; no quería olvidar nada de cuanto había aprendido. La hermosura de las noches, plácidas y silenciosas, contrastaba con el tórrido calor y el polvo perpetuo de los días.
Cuatro jornadas después del último relevo de la escolta, poco antes del atardecer, la vanguardia de la caravana avistó desde el borde de un páramo la Ciudad Blanca.
La Ciudad Blanca
El valle zigzagueaba como una serpiente verdosa en las blanquecinas arenas del desierto. Entre los jardines y los huertos de olivos y frutales brillaba una ciudad blanca, como una mota de harina en el centro de una esmeralda. Descendieron la suave pendiente cubierta de retamas y tomillos y se adentraron en el valle, rodeados de un verdor exuberante. Álamos y chopos perfilaban la calzada de acceso y más allá se extendían olivares, manzanos y perales repletos de aromáticas frutas. A este lado del río un pequeño arrabal de casas de una sola planta trazadas junto a los caminos confluía en el puente. Seis pilastras de piedra sostenían una pasarela de troncos claveteados con tablas y recubiertos de argamasa. Sin duda la base del puente era muy antigua y daba la impresión de haber sido rehecha numerosas veces a causa de las avenidas del río. Un torreón en el lado del arrabal protegía la embocadura. Antes de atravesarlo, la caravana se detuvo. El jefe de la escolta saludó al comandante que mandaba la guardia y le transmitió la consigna. Todo estaba en orden. Se retiró una gruesa cadena que interrumpía el paso y cruzaron el río Ebro. El puente conducía directamente a la puerta norte, flanqueada por dos torreones de alabastro. Entre ambos, dentro de una hornacina, se había colocado una desgastada escultura romana alada; Juan reconoció en ella a la diosa Victoria.