Sulaymán ibn Hud, gobernador de la ciudad de Lérida, al enterarse del asesinato del rey y de la entronización del usurpador, marchó con un ejército sobre la capital de la Marca y con el apoyo del pueblo derrocó a 'Abd Allah, que huyó llevándose el tesoro real al castillo de Rueda, sobre el valle del río Jalón. Sulaymán se apoderó del reino de los tuyibíes entronizando la nueva dinastía reinante de los Banu Hud. Antes de su muerte dividió el reino entre sus cinco hijos; a Yusuf le dio Lérida, a Lubb Huesca, a Mundir Tudela, a Muhámmad Calatayud y a Ahmad Zaragoza. Este último, muerto su padre, luchó contra sus hermanos para reunificar el reino. Consiguió engañar y derrotar a todos menos a Yusuf, que se hizo fuerte en Lérida. Tudela, Calatayud y Huesca fueron conquistadas poco después.
Ahmad ibn Sulaymán reinaba con magnanimidad. Hombre ambicioso y henchido de delirios de grandeza, había creado una corte en la que poetas, músicos, filósofos, astrónomos, médicos y otros hombres de ciencia eran acogidos entusiásticamente. A la desaparición del Califato, Zaragoza se había convertido en el principal foco de atracción de intelectuales que huían de la intransigencia que se había adueñado de la antigua capital de al-Andalus. Desde su trono se sentía elegido para hacer grandes obras en nombre del islam y sus astrólogos le habían predicho que era el predestinado para extender el dominio musulmán sobre la Tierra.
Juan comenzó a estudiar en la biblioteca un manuscrito de 'Abd Allah ibn Ahmad, geómetra y astrónomo zaragozano que se había establecido en Sevilla. Hacía pocos años que había fallecido en aquella ciudad, aunque antes ordenó que enviaran a su ciudad natal una copia de su libro Rectificación del movimiento de las estrellas y errores cometidos en la observación astronómica. En esta obra, Juan aprendió la importancia de la demostración empírica y la crítica permanente como método de avance en la investigación científica. Para la comprensión de los cálculos astronómicos tuvo que estudiar matemáticas en las obras de Alí ibn al-'Abbás al-Majusí, especialmente su Libro Regio, el principal tratado de matemáticas, y el libro de álgebra de Abú Ma'sar. Con ese acervo de conocimientos pudo comprender sin dificultad el Tesoro óptico de Alhazén, el complicado tratado de Thabit ibn Qurrah y el Libro de la ciencia de las estrellas de Alfragano. Volvió a repasar el Almagesto de Ptolomeo y ordenó sus conocimientos sobre el universo: concluyó que la Tierra era redonda como una naranja, con un diámetro de ciento ochenta mil estadios, unas veintidós mil quinientas millas romanas, que estaba dividida en cinco zonas, las dos extremas inhabitables por el frío y la central por el calor; sólo se podía vivir en el círculo solsticial, en cuyo centro se hallaba el Mediterráneo, cuyas orillas bañaban las tres partes del mundo: Europa, Asia y África. La esfera terrestre no descansaba en nada, sino que flotaba en el espacio por el poder de Dios, suspendida en el vacío. Debido a fuerzas que no comprendía, la Tierra, tal y como había demostrado Aristarco de Samos hacía más de un milenio, giraba alrededor del astro solar, que era el centro del universo.
Una mañana de finales de otoño, cuando el viento del noroeste arrastra los primeros fríos sobre el valle, Juan acompañó a los hijos de Yahya, como cada día, a la escuela y cruzó el patio para ir una vez más a la biblioteca. Sus conocimientos, pese a su juventud, lo habían hecho famoso entre quienes la visitaban. Estaba trabajando sobre un tratado de aritmética que no acababa de entender del todo cuando el aprendiz Utmán le tocó el hombro con suavidad:
—Aquel anciano quiere hablarte —le dijo.
—¿Quién es? —preguntó Juan.
—Se llama Abú-al-Hakam, pero todos lo conocen como al-Kirmani. Nació en Córdoba en una familia de origen iraní y estudió astronomía con el célebre Maslama de Madrid. Dicen que ya ha cumplido setenta años, y así debe de ser, porque siempre viene acompañado de dos o tres criados y alumnos suyos para que le seleccionen los libros y se los lean, pues tiene los ojos tan cansados que por sí solo no puede hacerlo. Ha viajado mucho por todo el mundo y cuando regresó de Oriente tuvo que refugiarse en Zaragoza porque en su Córdoba natal lo perseguían por heterodoxo. Goza de mucha fama y el rey nuestro Señor, que Dios guarde, lo tiene en gran estima, tanta que lo ha nombrado profesor de astronomía y matemáticas de su hijo, el príncipe heredero Abú Amir, además de ocupar hasta que quedó ciego el puesto de médico y astrónomo real. Alguno de sus colaboradores le ha informado de tu presencia aquí y quiere conocerte.
Juan cerró el libro y se dirigió hacia donde se encontraba el anciano de aspecto venerable. Estaba sentado en un banco de madera, cubierto con un amplio manto de lana alba que lo envolvía por completo y tocado con un sencillo bonete blanco. Su rostro enjuto y tallado con hondos surcos dejaba entrever una vida azarosa y llena de experiencias. Una barba blanquecina poblaba su rostro, en el que destacaban sobremanera dos profundos ojos azulados en los que se adivinaba la falta de luz. Lo rodeaban cuatro alumnos, todos ellos mayores que Juan.
—Señor —intervino con reverencia—, el aprendiz me ha hecho saber que queréis hablar conmigo, ¿a qué debo tal honor?
Aquel anciano desprendía un magnetismo especial, similar al que había sentido ante la presencia de Demetrio y de Miguel Cerulario en Constantinopla o de Humberto de Selva Cándida en Roma.
—¿Eres tú Juan el Romano? —preguntó al-Kirmani volviendo su rostro hacia el lugar de donde procedían las palabras del joven.
—Sí, mi señor, pero no soy romano sino eslavo —contestó fijando sus ojos en un colgante de plata con una bolita de cristal de roca que pendía del cuello de al-Kirmani.
—Me han dicho que hace algunos meses que has llegado de Roma, que antes estuviste en Constantinopla y que estás al servicio de un rico industrial. Yo viajé en mi juventud por Oriente en busca de sabiduría, pero nunca visité la vieja Bizancio. En la ciudad de Harrán, donde aprendí la gnosis de los ismaelitas, un mercader griego me habló mucho de ella y siempre tuve curiosidad por conocerla; por aquellas descripciones parecía muy distinta a nuestras grandes metrópolis. Despertó mi atención la abundancia de médicos y de filósofos, que según decía el griego eran tan numerosos como en Bagdad, pese a ser la capital del califato casi dos veces Constantinopla. Me gustaría hablar contigo sobre estas cuestiones; voy a pedirle a tu dueño que te deje venir a mi casa a algunas tertulias.
—Mi señor, me gustaría —alegó Juan—, pero tengo que encargarme de acompañar a los hijos de mi amo a la escuela y después enseñarles latín y griego, no sé si…
—No te preocupes por ello —le interrumpió al-Kirmani—. Hace pocos años, cuando mi vista todavía era clara y mi pulso firme, realicé una ablación a tu actual dueño. Un otoño viajó a Pamplona con un cargamento de bandejas de cobre, jarras de plata y cajas de marfil; al regreso se le echó el invierno encima y en el camino se le congelaron los pies. Ya en Zaragoza tuve que amputarle dos dedos del pie izquierdo que estaban gangrenosos; de no haberlo hecho hubiera muerto a los pocos días. Le ha quedado de entonces una leve cojera, pero ha conservado la vida. No me podrá negar ese favor.
A la semana siguiente Juan fue autorizado por su dueño para que los miércoles, después de la oración de la tarde, fuera a casa del médico. Yahya, como buen hombre de negocios, sabía que el anciano, el más relevante de los médicos del reino y gran experto en matemáticas, transmitiría algunos de sus conocimientos a Juan y ello redundaría en su beneficio.
La casa de al-Kirmani estaba ubicada en la medina, junto a la puerta de Toledo, al lado de una pequeña plazuela en la que brotaba una fuente erigida por el segundo soberano de la taifa. Había sido un regalo del rey Ahmad ibn Sulaymán y era muy espaciosa, con un gran patio descubierto cuyo suelo estaba decorado con pequeñas piedras de colores formando dibujos geométricos y figuras de animales. Juan descubrió enseguida que se trataba de un mosaico como los que había visto en Roma. Un gran círculo se inscribía en un cuadrado: doce figuras representando a los doce signos del zodíaco rodeaban a un gran rostro de mujer en el centro, con largos cabellos dorados, ojos entornados y labios entreabiertos. El patio estaba porticado, con cuatro columnas estriadas, rematadas por capiteles de hojas de acanto. Las paredes se habían alicatado con azulejos en verde, azul y blanco, dibujando formas geométricas que alternaban con arcos de yeso decorados con guirnaldas de flores y racimos de piñas en las puertas que se abrían al patio.
Al-Kirmani se reunía con su grupo de afines en el madjlis, una espaciosa sala al fondo del patio, iluminada tenuemente con dos lámparas de aceite aromático y un candelabro de cirios bermejos. En un incensario se quemaban palitos de sándalo y en las esquinas ardían de continuo leños de olivo y encina en cuatro braseros. El anciano se sentaba sobre dos mullidos almohadones al fondo de la sala y los alumnos se acomodaban a su alrededor, en torno a una amplia mesa de escasa altura en la que siempre había escudillas con almendras, avellanas y nueces con miel, racimos de pasas, azufaifas e higos secos, orejones de melocotón y albaricoque, galletas de mantequilla, tacitas de porcelana con infusión de abrótano y manzanilla y jarras con agua aromatizada con esencia de rosas y azahar. Nunca eran más de veinte los elegidos para cada sesión, y a veces variaba la composición del grupo, introduciendo nuevos alumnos que se incorporaban a las pláticas del maestro. A las tertulias acudían los intelectuales más brillantes de la Zaragoza hudí; entre ellos estaban el científico Alí ibn Ahmad ibn Daw'al, discípulo del prestigioso 'Abd Allah ibn Ahmad, el médico y jurista Ahmad ibn 'Abd Allah Abú Chafar, el viajero al-Husayn ibn Muhámmad al-Ansarí, de notable fama por su peregrinación a los lugares santos de Arabia, y el pedagogo 'Abd al-Wahhab al-Ansarí. De vez en cuando también asistía el príncipe Abú Amir, destinado a suceder a su padre en el trono de Zaragoza. La tertulia de al-Kirmani no hacía distinciones entre musulmanes, cristianos o judíos. Uno de los más asiduos asistentes era el joven filósofo hebreo Ibn Paquda, que estaba inmerso en el estudio del Antiguo Testamento, y el también hebreo Ibn Hasday, joven dotado de gran capacidad para la retórica. La mecánica de las sesiones apenas variaba al-Kirmani, después de recitar de memoria algunos versículos del Corán, pronunciaba un breve discurso sobre el tema a tratar ese día, citando a las principales autoridades en la materia. Después iniciaba una rueda de preguntas a los invitados; cada uno debía contestar a una cuestión y a su vez tenía que plantear otra al maestro o a cualquiera de los congregados. Por último, se celebraba una discusión abierta entre todos los asistentes en la que el anciano actuaba como moderador.
El primer día que asistió Juan, fue presentado por al-Kirmani, quien alabó su juventud, como experto en griego y latín, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y viajero en Constantinopla y Roma. Al oír aquello tragó saliva y enrojeció, pero notó que algunos lo miraban admirados porque al-Kirmani siempre había destacado en sus conversaciones que viajar era una de las principales fuentes de conocimiento para el ser humano.
En esa ocasión, el maestro había elegido el alma como tema para el debate. Comenzó con unos versículos del Corán: «Cuando la Tierra sea reducida a polvo fino y venga tu Señor con los ángeles en filas, ese día traerá la gehena, ese día el hombre se dejará amonestar —y ¿de qué le servirá entonces la amonestación? y dirá: "Ojalá hubiera enviado por delante buenas obras para mi vida". Ese día nadie castigará como Él, nadie atará como Él. ¡Alma sosegada, vuelve a tu Señor satisfecha, acepta, y entra con Mis siervos, entra en Mi Jardín!».
El texto se refería al Juicio Final. Juan suspiró aliviado, conocía muy bien el Apocalipsis y había estudiado con Demetrio las posiciones de Platón y Aristóteles sobre el alma. Podría defenderse entre tantos sabios; la pregunta de al-Kirmani no le cogió por sorpresa.
—Nuestro joven invitado de hoy es un experto viajero. Viene de muy lejos y ha visitado muchas ciudades y naciones. Ha estado algún tiempo entre los griegos, los descendientes del gran Platón y del sabio Aristóteles. ¿Crees posible —preguntó el anciano dirigiéndose a Juan— conciliar las teorías de los dos filósofos? ¿Se sigue planteando esta cuestión en Bizancio y en Roma?
Juan se levantó de la almohada donde estaba sentado, aspiró profundamente y comenzó a hablar:
—Esta cuestión que proponéis, maestro, ha sido fuente de discusión durante muchos siglos, y sin duda lo seguirá siendo. Todos amamos con nuestro corazón a Platón, pero todos sentimos a Aristóteles más cerca de nuestra cabeza. ¿Pero acaso podría explicarse Aristóteles sin Platón? Yo creo que la vía del conocimiento es sólo una, aunque a sus orillas corran diversas sendas que en ocasiones pueden alargar el camino. En los textos de ambos filósofos hay posiciones encontradas, pero es preciso buscar los razonamientos comunes y a través de ellos seguir en el camino de la verdad.
—Dices bien —habló al-Kirmani—, ese camino de la verdad es el que nos ha mostrado Mahoma, nuestro profeta. Él nos enseñó a comprender la unidad y la continuidad de las transmisiones proféticas, desde Moisés a Jesús. Nosotros hemos de introducir la razón para que la revelación de Dios triunfe sobre toda la Tierra.
Siguió después una animada discusión sobre las teorías del alma en los libros de los dos grandes maestros griegos.
Al-Kirmani era el principal impulsor de la secta de Los Hermanos de la Pureza e introductor de la escuela masarrí. Experto en geometría, filosofía y medicina, «el maestro», como se le conocía en los ambientes intelectuales de la ciudad, había difundido en Zaragoza la llamada Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. Este grupo había florecido en la ciudad iraquí de Basora en décadas anteriores tratando de armonizar la autoridad con la razón. Sostenía que Dios era el todopoderoso creador del mundo, pero que el hombre había sido dotado de libertad de voluntad y de facultades cognoscitivas en los sentidos. Creía que la moral humana dependía del clima, de los astros, de la religión y de la educación, y que el hombre sólo alcanzaba la perfección cuando comprendía que Dios era único y que la creación era una obra armónica. Los Hermanos de la Pureza enseñaban una serie de materias, compendiadas en varias epístolas en forma de diccionario, en las que se contemplaba una fuerte carga de pensamiento neoplatónico y sincretista y un interés creciente por la formación filosófica de los intelectuales y por el cultivo de las ciencias especulativas. A pesar de que estos postulados tenían influencias chiítas, la mayor parte de los intelectuales y juristas del reino de Zaragoza, educados en la rígida ortodoxia sunnita de la escuela malikí, aprobaron la Enciclopedia. Buena parte de esa aceptación se debía al prestigio de al-Kirmani, hombre tolerante y conciliador, defensor de la razón por encima de todo y admirador por ello de Platón y de Aristóteles.