Dentro ya de la ciudad, la caravana se disgregó en varios pedazos. Los carros de la compañía de los Ferrer y los cincuenta esclavos giraron a la derecha y recorrieron una calle recta y amplia hasta una pequeña plaza ante la que se alzaba un templo cristiano. Allí se agruparon los carromatos y comenzaron a descargarse las mercancías. Juan, Helena, Ingra y los demás esclavos fueron conducidos a una casa donde les dieron de cenar un grasiento caldo de hierbas, habas refritas con mantequilla rancia y queso con estragón y les señalaron el lugar donde debían dormir, una lúgubre bodega en la que tan sólo había montones de paja húmeda por el suelo. Hombres y mujeres fueron separados en dos compartimentos distintos. La puerta de la bodega, convertida en provisional mazmorra, se cerró y tras ella sonó el chirrido de un cerrojo metálico.
—¡Arriba, arriba, haraganes! Todos sois iguales, vagos e indolentes. ¡Vamos, ya es hora de que os mováis! —aullaba una voz ante la puerta recién abierta.
Se levantaron con los huesos entumecidos y Juan observó a contraluz los ojos profundos de Helena, que sacudía sutilmente las pajas adheridas a su vestido al salir de la estancia de las mujeres. Se asearon en una pila de agua y un grupo fue colocado en fila, cuatro varones a un lado y ocho hembras a otro. Instantes después apareció Sancho el Royo, un mercader cristiano que ejercía de intermediario en la compra y venta de esclavos en Zaragoza; en la mano portaba la lista de esclavos con sus nombres y características más notables.
—No está mal esta partida —comentó Sancho en una lengua parecida al latín, escrutándolos como si se tratara de animales listos para ser vendidos en una feria.
Y dirigiéndose a ellos añadió:
—Estáis en Zaragoza, la Ciudad Blanca, la capital del reino de nuestro señor Ahmad ibn Sulaymán. Yo soy Sancho el Royo, comerciante mozárabe, representante del señor Jaume Ferrer en esta ciudad. Algunos de vosotros ya habéis sido asignados a vuestros nuevos dueños. La mayor parte de las muchachas irá al servicio del rey, a su palacio de la Zuda occidental; si sois de su agrado permaneceréis en su harén, pero la que no le complazca será subastada en el mercado público. En cuanto a los varones, tenéis un destino diverso. El llamado Juan el Romano ha sido adquirido por Yahya ibn al-Sa'igh ibn Bajja el Platero, dueño del principal taller de orfebrería de la ciudad. Tiene varios hijos y quiere que aprendan otras lenguas; se encargará de enseñarles latín y griego. Otros saldréis mañana hacia Toledo, allí os espera vuestro dueño, un mercader de esclavos que necesita eunucos para cuidar los harenes de sus clientes. —Sancho prorrumpió entonces en fuertes carcajadas coreado por los guardianes que rodeaban a los cautivos.
Juan volvió los ojos hacia Helena y sus miradas hablaron por ellos. Eran conscientes de que quizá nunca volvieran a verse. Helena desapareció tras una puerta, delante de la roja cabellera de Ingra. Juan, escoltado por dos fornidos guardianes, fue trasladado a la casa de su nuevo amo. Yahya ibn al-Sa'igh era un rico orfebre propietario del taller más famoso de Zaragoza y dueño de varias tiendas en el zoco de la mezquita aljama. Vivía en una lujosa casa en la calle de la puerta del Puente, junto a una plaza que decían había sido el antiguo mercado de la ciudad cuando los romanos eran sus señores. Los dos guardianes llegaron ante la puerta y entregaron a Juan con el certificado de propiedad. Fue introducido en un patio interior en cuyo centro manaba una fuente y a los pocos minutos apareció Yahya acompañado por dos muchachos algo menores que el esclavo. Era un hombre de mediana edad, con canas en las patillas y en la barba, que cojeaba ligeramente cuando apoyaba el pie izquierdo en el suelo.
—Se bienvenido a mi hogar —dijo Yahya—. Creo que ya te han puesto al corriente sobre quién soy y qué vas a hacer en esta casa. Estos dos son mis hijos mayores 'Abd Allah y Ahmad. Su madre ya les ha iniciado en el Corán y desde hoy tú vas a enseñarles cuanto sabes. En tu contrato de venta se dice que lees y escribes y que dominas el griego, el latín, el árabe y otras lenguas menores, y que tienes, pese a tu juventud, una buena experiencia y formación tras tus servicios en Grecia y Roma. Yo siempre quise acercarme a la sabiduría y al conocimiento, pero he tenido que dedicar todo mi tiempo a ganar dinero —Yahya rió a mandíbula batiente—. Ahora que soy rico es mi deseo que al menos mis hijos aprendan lenguas, que son cada vez más necesarias en el mundo de los negocios. Te instalarás en la parte posterior de la casa, en un aposento para ti solo. Deberás abstenerte por completo de penetrar en los espacios privados que están reservados exclusivamente a mi familia, a Fátima y a los dos eunucos africanos; no olvides esto.
»Cuando den comienzo las clases acompañarás a mis hijos a la escuela de la mezquita de Abú Yalid y permanecerás allí hasta que acaben sus lecciones de religión. Después volverás a casa, donde les instruirás en el conocimiento del latín. Por las tardes traducirás al árabe los escritos que te sean presentados en latín o en alguna de las otras lenguas que conoces. Debes recordar que nosotros los musulmanes nos regimos por un calendario distinto al cristiano. Nuestra era comienza con la hégira, la huida de Mahoma de La Meca a Medina. Eso ocurrió en vuestro año 622. Además, nuestro calendario se basa en los meses lunares, por lo que el año musulmán tiene trescientos cincuenta y cuatro días, aunque cada treinta años se intercalan once de trescientos cincuenta y cinco. También usamos el calendario solar, pero sólo para efectos agrícolas. Ten siempre esto en cuenta: nunca deberás abandonar la casa sin permiso y mi administrador tiene que saber en cada momento dónde estás y qué haces. Uno de los criados te enseñará la casa; ahora instálate y date un baño, los cristianos siempre estáis sucios. ¿Me has entendido?
—Sí, mi señor —contestó Juan en un notable árabe—. Espero educar a vuestros hijos y enseñarles cuantas cosas a mí me han enseñado.
La amplia vivienda disponía de dos baños privados. Uno, muy suntuoso y recién construido con mármoles, alabastros y azulejos, lo usaban el dueño, sus esposas y sus hijos, y el otro, más modesto, los siervos. Un complejo sistema de tuberías de barro cocido recorrían el suelo de la casa para que en invierno pudiera circular por ellas el agua caliente desde los hornos del baño y servir como excelente sistema de calefacción.
Juan miró a los que iban a ser sus primeros alumnos, dos niños de piel melada y ojos castaños, no muy distintos de la tez amarillenta y los ojos negros de su padre. Esbozó una sonrisa y los chiquillos le correspondieron.
Un año después de dejar Roma volvía a disponer de una estancia para él solo. Es cierto que se trataba de una simple alcoba en la que apenas cabían un camastro, un sencillo baúl de madera que servía a la vez para guardar sus escasas ropas y para sentarse y una desvencijada estantería de tablas, pero le pareció suficiente e incluso lujosa, aunque sólo fuera por el arco de herradura decorado con finas molduras de yeso por el que se accedía a la habitación.
El trato era mejor que el que le habían dado los cristianos; los musulmanes podían pegar a los esclavos, pero nunca en la cara, además, un niño de menos de siete años no podía ser separado de su madre.
Juan pasó aquel primer verano instruyendo a los hijos de Yahya hasta que a comienzos del curso se reanudaron las clases. La kuttab, la escuela primaria de la mezquita de Abú Yalid, se encontraba en el arrabal del sur, llamado de Sinhaya a causa de la tribu de bereberes que se había establecido en este lugar en las afueras de la medina hacía más de doscientos años. Todas las mañanas Juan salía temprano, después de la primera de las cinco oraciones preceptivas, con los dos niños. Durante los primeros días permaneció en el patio de la mezquita esperando a que acabaran las clases de religión, contemplando el discurrir del agua en la fuente y el vuelo de las palomas, pero sentía una atracción cada vez mayor hacia la biblioteca que ocupaba una de las alas del patio. Veía entrar en ella a sabios musulmanes tocados con altos turbantes albos, a estudiantes de derecho y de filosofía con gorros de fieltro azul y rojo, a maestros de las escuelas públicas y a eruditos locales y extranjeros de otras ciudades que gozaban de la protección del rey. No menos de cincuenta personajes acudían diariamente a la biblioteca y Juan se acercaba hasta la puerta para ver si podía escuchar alguna de las conversaciones que aquellos sabios entablaban bajo los porches de alabastro y yeso.
Una mañana, cuando Yahya se despedía de sus hijos en el patio de casa, Juan se dirigió a su dueño:
—Mi señor, quisiera pediros un favor.
—Dime cuál es —contestó Yahya.
—Todas las mañanas, cuando acompaño a vuestros hijos a la kuttab, permanezco varias horas en el patio de la mezquita aguardando a que finalicen sus clases. Ese es un tiempo precioso que podría aprovechar en la biblioteca. Si me permitierais consultar entre tanto algunos libros, mis conocimientos aumentarían y ello sería mucho más provechoso para vuestros hijos.
—Humm… —musitó reflexivo Yahya—, está bien, creo que tienes razón; esta tarde hablaré con el bibliotecario de la escuela para que te permita estudiar en la biblioteca, pero que quede bien claro que debes estar atento a la salida de mis hijos de clase.
Al día siguiente, en cuanto los niños entraron en la escuela, Juan acudió presuroso a la biblioteca. Cruzó el patio corriendo y al llegar al otro lado un anciano que paseaba bajo las arcadas le increpó su actitud; enrojeció y pidió disculpas al anciano, que continuó su paseo murmurando acerca de la incontinencia y la osadía de la juventud.
Entró en la biblioteca y preguntó por el director. Un joven aprendiz lo condujo hasta una sala donde un hombre maduro colocaba en una estantería un grueso códice de tapas de cuero negro.
—Señor —se presentó Juan—, soy el siervo de Yahya ibn al-Sa'igh.
—¡Ah!, sí, tu amo vino ayer a verme, pero no creí que aparecieras tan pronto. Yo me llamo Muhámmad ibn Bakr. Yahya es un buen amigo mío y un hombre piadoso. Sus donativos para con esta biblioteca son muy generosos. Él nació en este arrabal de Sinhaya, ahí al lado, en una familia de artesanos del metal. Gracias a su esfuerzo ha logrado una considerable fortuna y una elevada condición. En la ciudad todos lo conocen y lo respetan. Me ha puesto al corriente de tus deseos por aprender, aunque creo que para tu edad tus conocimientos son muchos. ¿Es cierto que has estado trabajando en bibliotecas de Roma y de Constantinopla?
—Sí, aprendí en la capital de Bizancio con el maestro Demetrio Escopleustes, en la biblioteca del palacio del patriarca, y en Roma lo hice en el escritorio de San Pedro con León de Fulda.
—¿Demetrio Escopleustes?, ¿León de Fulda?, bueno, no me suenan esos nombres, pero imagino que serán hombres sabios para ocupar tan altos cargos. Ven, voy a mostrarte la biblioteca.
En una espaciosa sala, muy bien iluminada mediante amplios ventanales con vidrieras, se alineaban varias estanterías repletas de libros.
—Este es el fondo principal —se pavoneó Muhámmad ufano—, aquí hay unos seis mil ejemplares. En la sala contigua está el fondo de libros religiosos, que contiene algo más de mil, y hay todavía una pequeña colección de libros reservados con cerca de quinientos. En total, la biblioteca tiene casi ocho mil. Es la tercera de la ciudad.
—¿La tercera? —preguntó Juan asombrado.
—Sí, ahora es la tercera. La primera es la de la mezquita aljama, con unos doce mil, y le sigue la del palacio real con nueve mil. Desde hace cinco años la biblioteca de Palacio nos ha superado en número de ejemplares y nos ha relegado al tercer puesto. El rey ha comprado y mandado copiar muchos libros; creo que no quiere morir sin ver convertida a su biblioteca en la primera de la ciudad. En aquellos cajones tienes las fichas de los libros y su ubicación. Si quieres consultar alguno le das la referencia a Utmán, nuestro aprendiz, y él te lo servirá.
—Muchas gracias, mi señor —asintió Juan inclinándose reverencialmente ante Muhámmad.
Juan se dirigió a los ficheros y revisó las primeras fichas. La biblioteca estaba catalogada por temas y dentro de cada tema por autores. En el exterior de la puerta de cada armario había colgada una hoja de papel con la lista de los libros que contenía. Le abrumó la cantidad de obras que desconocía y de autores de los que nunca había oído hablar. En filosofía, derecho, matemáticas o ingeniería las bibliotecas de Constantinopla eran superiores, pero la de Abú Yalid las superaba con amplitud en textos de astronomía, religión y poesía. Esta biblioteca era reputada por sus enciclopedias. Allí se guardaba una copia de los cuatro primeros libros de las Antigüedades de Varrón, el primer diccionario enciclopédico, una versión en árabe de las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, recién traducidas del ejemplar en latín que conservaba el monasterio cristiano de las Santas Masas; había también una copia casi completa del compendio De Rerum Natura de Beda el Venerable y se había encargado una copia de la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, el más completo elenco del saber entre los musulmanes.
El director de la biblioteca era un apasionado del estudio de las estrellas y su máximo afán consistía en reunir la mejor sección de bibliografía astronómica de todo al-Andalus. Desde hacía varios años estaba empeñado en recuperar algunos de los textos que se habían desperdigado tras la expurgación realizada en la biblioteca cordobesa de al-Hakam II por Almanzor. Este caudillo, una vez dueño del poder en Córdoba, había ordenado destruir los libros de lógica y de astronomía; unos fueron quemados y otros arrojados a pozos ciegos y cubiertos con piedras y tierra, pero algunos ejemplares se salvaron del expolio. Durante los años que siguieron a la dictadura de Almanzor, el pueblo, por instigación del caudillo, había repudiado a los que trabajaban en el estudio de los astros. Casi todos se exiliaron bien al norte de África bien a la Marca Superior, donde la permisividad social era mayor, sobre todo en Zaragoza.
Después de la dictadura de Almanzor y de sus hijos, el Estado cordobés se descompuso y las ciudades más populosas de al-Andalus pugnaron por su independencia. La primera en lograrlo fue precisamente Zaragoza al-Mundir, gobernador de la ciudad y miembro de la poderosa familia de origen yemení de los tuyibíes, se declaró independiente y fundó un reino sobre la antigua provincia de la Marca Superior. Fue sucedido por su hijo Yahya ibn Mundir y éste por Mundir II, nieto del fundador. El tercer tuyibí fue asesinado por un pariente suyo llamado 'Abd Allah, que sólo gobernó unos meses.