Una tarde, mientras paseaba por los patios, observó que una joven mujer, de cabellos castaños y amplios rizos, penetraba escoltada por dos guardias normandos en las dependencias privadas de los cardenales.
—Parece que vuelven las cortesanas —ironizó un veterano escriba romano especialista en textos occidentales—. ¡Se recuperan las nobles costumbres! Nuestros señores los cardenales traen otra vez a sus amantes a San Pedro. De vuelta al escritorio, León llamó a Juan.
—El cardenal Humberto no se encuentra bien. Me ha dicho uno de sus criados que desea que alguien le lea un tratado de san Juan Crisóstomo sobre la consideración del alma llamado A Teodoro caído, sus ojos cansados ya no se lo permiten. Todavía no lo hemos traducido al latín, de modo que coge el ejemplar en griego que teníamos preparado en el estante y vete a sus aposentos. Cuando el cardenal no requiera de tus servicios vuelves aquí.
Juan cruzó el gran patio frente a la basílica acompañado por el criado y atravesó el pórtico que daba acceso a los palacios vaticanos. Era la segunda vez que entraba en aquellos lugares. La guardia normanda le permitió el paso y pronto se encontró ante la ampulosa cama de Humberto. El viejo cardenal estaba recostado sobre enormes almohadas de aspecto mullido y cálido. Un dosel con los colores rojos y amarillos de la Santa Sede coronaba el lecho. Suaves sábanas de blanquísimo lino y una colcha de terciopelo púrpura cubrían aquel cuerpo arrugado y enjuto. Un tapiz verde y asalmonado esmaltado de margaritas sobre la cabecera de la cama era el único detalle decorativo en la habitación. Encima de una mesilla había una crismera coralina que contenía el santo óleo.
—Mi señor —susurró Juan—, he venido por orden de León de Fulda a leeros el tratado de san Juan.
—¡Ah!, eres tú —balbució Humberto incorporándose con dificultad—. Siéntate en ese taburete y acércate la palmatoria. Puedes comenzar la lectura; san Juan Crisóstomo siempre me ha gustado, lástima que no tengamos todas sus obras aquí en Roma. Lo leí mucho durante mi estancia en Constantinopla.
El cardenal cerró los ojos y con un gesto de su mano, en la que apretaba su crucifijo de marfil regalado por el arzobispo de Milán, indicó a Juan que comenzara la lectura.
…El diablo justamente quiere arrojarnos a pensamientos de desesperación con el fin de cortar nuestra esperanza en Dios, el áncora segura, el sostén de nuestra vida, la guía del camino que lleva al cielo, la salvación de las almas que perecen…
Juan llevaba un buen rato leyendo cuando percibió que el cardenal se había dormido profundamente. Se detuvo unos instantes, cerró el libro y salió de la habitación.
Por las ventanas contempló que el sol se ocultaba en el horizonte romano entre nubes escarlatas. Se dio cuenta de que estaba solo en los pasillos. Avanzó unos pasos y observó una puerta entreabierta al final de un corredor apenas iluminado. Al pasar ante ella vio a una joven de cabellos negros como el azabache que los cepillaba ante un espejo de bronce. Estaba vestida con una vaporosa túnica azulada que dejaba entrever el perfil de su cuerpo desnudo. La joven se detuvo un momento y volvió la cabeza hacia la puerta. Sus ojos se cruzaron con los de Juan. Sonrió dulcemente y se acercó hacia el muchacho, quien dudaba si era real o una más de las visiones que desde hacía algunos días le acuciaban.
—Ven —insinuó alargando su mano hacia Juan, que entró en la estancia como un autómata.
Con un hábil movimiento de sus manos y un estudiado contorneo de su cuerpo, la túnica celeste resbaló por los hombros hasta caer al suelo y el cuerpo femenino se mostró pleno y hermoso ante Juan. Deshizo con suavidad el nudo del cíngulo que ceñía la ropa del muchacho e introdujo sus dedos ansiosos entre los pliegues. Unos labios cálidos y ardientes, desbordando una sensualidad desconocida, lo transportaron a un universo de nuevas sensaciones. Sin apenas darse cuenta de cuanto sucedía, se encontró tumbado sobre un lecho de sábanas de seda. Entró en la joven y ambos cuerpos se estremecieron jadeantes. Discurrieron momentos de placer sin fin.
—¡Qué haces aquí! —gritó una gruesa figura de aspecto seboso, vestida con la púrpura cardenalicia—. ¡Guardias, guardias!
Instantes después dos fornidos soldados armados con picas y dagas entraron en la habitación. Asieron a Juan por los brazos y lo arrastraron totalmente desnudo por los pasillos del palacio hasta una celda en los sótanos. Al poco tiempo León de Fulda apareció tras la puerta herrumbrosa.
—Muchacho, ¿qué has hecho? ¿Cómo se te ha ocurrido yacer en la cama del cardenal Hugo Cándido? Junto con Hildebrando y Pedro Damián es el personaje más influyente del Vaticano. He hablado con el cardenal Humberto para que interviniera a tu favor, pero está muy enfermo, apenas articula palabras y no puede levantarse de la cama; morirá pronto. En cuanto a ti, me temo que van a venderte.
Juan permanecía de pie, en silencio, con la cabeza inclinada hacia el suelo y la mirada perdida. León dio dos pasos y cogió por los hombros al muchacho.
—¿Era bella?
—Sí —musitó Juan.
—Las tentaciones de la carne aparecen de manera repentina e inesperada. Debí prevenirte. A tu edad todos hemos sentido ese calor en nuestro cuerpo, esa desazón, esa inquietud que nos hace temblar sin saber muy bien el porqué. He pasado los últimos diez años de mi vida encerrado en ese maldito escritorio, viendo transcurrir el tiempo sin sentirlo. Muchos jóvenes como tú han sido mis alumnos, les he enseñado a leer, a escribir, a distinguir una escritura alemana de otra francesa y a diferenciar los distintos tipos de pergaminos y tintas. Ante mis ojos han transitado papas y cardenales, cortesanas y damas de alta alcurnia, nobles y plebeyos, y nunca hasta ahora me había dado cuenta de que la vida se agota en un soplo. Mis estudios en Fulda, Chartres y París de nada sirven fuera de estos muros; sólo las enseñanzas del Sofista me serían útiles si tuviera alguna vez la oportunidad de ponerlas en práctica. Varias veces he sufrido la tentación de ir con alguna de esas rameras que merodean por los muelles del Tíber y por los alrededores del Coliseo, como hacen tantos clérigos. Pero siempre me he contenido. Muchas noches he apretado mi puño contra el pecho para huir del deseo pecaminoso. No he logrado apagar esa pasión, pero lucho y lucho contra ella, y sé que acabaré venciendo. No soy partidario de la tortura, me repugna la flagelación que predica Pedro Damián, aunque a veces dudo si no será la única manera de acabar con la atracción de la carne.
León volvió sobre sus pies y dio dos pasos hacia la puerta de la celda que permanecía abierta. Se detuvo un instante, giró ligeramente la cabeza y miró de soslayo a Juan. Iba a decir algo más, pero tornó su rostro al frente y desapareció bajo el umbral. La puerta se cerró tras él chirriando.
La mañana era ventosa y húmeda. Plomizos nubarrones esmaltaban un perlado cielo gris. La galera genovesa estaba amarrada en el nuevo muelle del puerto latino de Civitavecchia, lista para partir. Juan subió a la nave cruzando la pasarela de tablas que la mantenía en contacto con tierra. Vestido con una túnica de estraza marrón y unas sandalias de cuero negro, con un saquillo de arpillera sobre el hombro, embarcó rumbo norte. Había dejado Roma dos días antes. Volvía a ser propiedad del mercader Escalpini.
El destino en occidente
Tras varios días de navegación por el mar Tirreno, entre aguas tranquilas y un sereno cielo azul, la nave arribó a Génova. La emergente ciudad comercial se extendía entre el mar y la montaña, en torno a un excelente puerto natural. Por la ladera empinada trepaban hileras de casas agrupadas alrededor de iglesias encaladas, con pequeños campanarios a modo de vigías. En el puerto reinaba un aparente caos: carretas cargadas de sacos y tinajas iban y venían de un lado para otro; comerciantes griegos, árabes, borgoñones, catalanes e italianos recorrían en grupos los almacenes de los muelles; cuadrillas de marineros se apostaban en las puertas de las cantinas esperando a que algún patrón los contratara para una travesía en la próxima primavera; niños y mozalbetes vagabundeaban entre las pilas de mercancías amontonadas por todas partes en busca de cualquier despojo. En el aire se mezclaban la brisa salobre del mar y el humo de los pescados que se asaban en las cocinas de las casas de comidas.
Desembarcaron a mediodía. Juan caminaba entre dos marineros vestidos con camisas de lana y gorras de fieltro. Observaba todo cuanto acontecía a su alrededor. Aquel puerto le pareció más grande que el de Querson y más abigarrado que el de Civitavecchia, pero menos opulento que los de Constantinopla. La variedad de mercancías era mucha, aunque había menos productos de lujo que en la capital de Bizancio. Los mercaderes eran muy bulliciosos y gesticulaban constantemente sin dejar de realizar aspavientos con sus brazos, que agitaban en el aire como aspas de molinos.
Las calles que confluían en el puerto estaban alfombradas de sucia paja seca y mugrientos juncos y a lo largo de ellas se aglomeraban tiendas de especieros, de tejedores y de orfebres. Un muro de piedra rodeaba a la ciudad antigua, de calles rectas aunque estrechas. Junto a ella, hacia el norte, crecía el burgo de San Siro, en torno a la iglesia dedicada a este santo. Varios albañiles ultimaban un muro de mampostería que aislaría por completo al nuevo barrio del resto de la aglomeración urbana. Junto a estos dos núcleos se arracimaban grupos de casas al lado de las iglesias de San Miguel, San Jorge, San Lorenzo, San Esteban y San Donato. No pasarían muchos años sin que se formaran nuevos burgos. Génova crecía sin cesar debido a la permanente afluencia de individuos de las montañas de Liguria que buscaban en la ciudad la esperanza de mejora vital que el campo y la sierra les negaban.
En Génova todas las actividades, todas las conversaciones y todos los móviles humanos giraban en torno al dinero. Amasar fortunas con los negocios y el comercio era la obsesión de todos los mercaderes de la ciudad. Hombres dotados de gran capacidad de iniciativa, espíritu independiente y azaroso, sin apenas escrúpulos, de verbo fácil y convincente, apasionados por la aventura, por muy peligrosa que esta fuera, los genoveses se habían ganado un puesto destacado entre los comerciantes del Mediterráneo. Su estratégica posición había convertido a esta ciudad en el puerto natural de una amplia región del norte de Italia. Desde hacía más de cien años pugnaban con sus rivales venecianos por el control del comercio mediterráneo; ambos habían logrado relegar a los amalfitanos y a los pisanos, sus antiguos competidores.
El mercader Escalpini poseía una formidable villa entre el castillo y la iglesia de San Donato, donde los ciudadanos más ricos construían sus mansiones fortificadas con tapias elevadas cuajadas de almenas. El muro encerraba tres edificios: el principal era un sólido caserón de piedra sillar, de planta cuadrada y tres pisos, con ventanas geminadas de arcos semicirculares decorados con piedras talladas en forma de puntas de diamante en la planta noble; una galería de arquillos, unos ciegos y otros abiertos, recorría la parte superior, bajo el alero; en una de las esquinas sobresalía una torre de planta circular, similar a la de algunos castillos. El segundo edificio estaba destinado a los sirvientes de la villa. Era una casa de dos plantas, rectangular, de paredes de mampostería y pequeñas ventanas cuadradas y con rejas. El último era de una sola planta, con un amplio portalón y tan sólo unos huecos a modo de saeteras para ventilación; en él se guardaban distintas mercancías y productos para el consumo.
Los esclavos fueron acomodados en la planta baja del edificio de los siervos, junto a las caballerizas. En una pequeña habitación de apenas cinco pasos de lado se amontonaban no menos de quince muchachos, todos ellos esclavos.
Escalpini estaba ampliando sus negocios comerciales y, siguiendo su natural instinto para obtener beneficio, había invertido importantes cantidades de dinero en la compra de esclavos. En los dos últimos años había establecido contactos con mercaderes catalanes, los rivales de los genoveses en el Mediterráneo occidental, y fundado una compañía mercantil al cincuenta por ciento con una familia de burgueses catalanes, los Ferrer, cuyo cabeza, Jaume Ferrer, había logrado una considerable fortuna actuando como banquero de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona. Escalpini se encargaba de localizar esclavos en los distintos mercados del Mediterráneo oriental, sobre todo en Constantinopla, en Antioquia y en Alejandría, para conducirlos hasta Barcelona, donde sus socios los Ferrer los distribuían por las distintas cortes musulmanas de los pujantes reinos de taifas de la Península Ibérica, los principales compradores de esclavos. Génova era el centro desde donde se repartía la mercancía humana.
En los días que siguieron a su llegada a Génova, Juan y los demás esclavos mantuvieron una total relajación. Se levantaban con el alba y se acostaban a la caída del sol; en las horas centrales del día eran sacados al patio de la casa, donde disfrutaban de los últimos días soleados del otoño. Algunos esclavos se encontraban en condiciones físicas precarias, lo que hacía inviable su venta por el momento; la inactividad del invierno sería un tiempo propicio para que todos alcanzaran un grado de salud y de aspecto sano y vigoroso que permitiera venderlos en la primavera siguiente a un precio alto. Las semanas inertes permitieron a Juan entablar diversas conversaciones con sus compañeros de cautiverio. No había ninguno de su raza; él era el único eslavo de entre los quince. La mayoría eran negros del Sudán y de Nubia, comprados en Alejandría a mercaderes egipcios. Por su complexión fuerte y su carácter apacible, serían vendidos sin duda como eunucos: les esperaba la castración. Había, además de Juan, otros cuatro blancos, un griego de Creta, adquirido a un precio de saldo debido a que iba a ser decapitado por asesino, un macedonio de piel pajiza y pelo ensortijado que manejaba el cuchillo con una endiablada habilidad, un gigantesco pelirrojo de profundos ojos turquesas y un delgado y fibroso muchacho de larga melena rubia.
De entre los esclavos ninguno tenía el nivel y la formación de Juan; eran todos analfabetos salvo uno de los nubios, un joven negro de unos veinte años que había estudiado la Biblia en un monasterio del Alto Egipto. Era de religión cristiana, aunque se expresaba en árabe y en copto, un dialecto de los cristianos egipcios. Con él era con quien Juan conversaba más a menudo. Lo hacían habitualmente en árabe, por lo que pudo practicar esta lengua. Con los sudaneses no había forma de entenderse; hablaban una jerga mezcla de sonidos guturales y expresiones monorrítmicas cuajadas de vocales largas y ampulosas. Parecían asustados y miraban desde sus grandes ojos oscuros con gesto desconfiado y esquivo. No dejaban de mostrar un aspecto sumiso y enseñaban permanentemente unos enormes dientes blancos que brillaban como la nieve entre sus carnosos labios carmesíes. El pelo ensortijado era tan negro como su tez y se adhería a la piel de la cabeza como la yedra a las paredes.