Juan dejó intacto su desayuno de huevos revueltos, berenjenas fritas y pan con miel. Las marcadas ojeras y los párpados enrojecidos denotaban que aquella noche no había dormido. Se dirigió al patio para esperar a sus pupilos. El verano ya había comenzado y éste era el último día de clase. Los dos hijos de Yahya aparecieron bajo el arco decorado con yeserías pintadas en rojo, azul y verde que daba paso a las dependencias privadas de la casa. Detrás de los dos adolescentes venía Fátima.
—Tu rostro denota que no has dormido bien —recalcó la sierva bereber.
—Me debió sentar mal la cena. Tanto calor como está haciendo estos días no es bueno para mí —respondió Juan.
—Querrás decir la falta de cena, porque anoche no comiste nada —señaló Fátima con ironía.
—Sí, sí, eso ha debido ser —apostilló Juan.
El verano transcurría pausado entre las clases a los hijos de Yahya, la enseñanza del árabe a Shams, de la que el señor estaba cada día más encariñado, las tertulias en casa de al-Kirmani y largos paseos por la alameda de la Almozara. Después de que el amo desvirgara a su esclava, los dos jóvenes eslavos no habían comentado sino temas relacionados con el estudio y el aprendizaje del idioma árabe. Shams seguía recibiendo lecciones de Juan, pero apenas hacía progresos; sabía que en cuanto aprendiera a hablar en árabe dejarían de estar juntos. Yahya se impacientaba y recriminaba a su esclavo la lentitud en el aprendizaje de su concubina. Quería poder comunicarse pronto con ella y que entendiera sus palabras. Estaba tan prendado de la joven que le dispensaba más tiempo que a sus tres mujeres legítimas. El malestar entre las tres esposas iba en aumento. Yahya se encerraba con su concubina durante dos o tres días en cuanto regresaba de un viaje y abandonaba a sus mujeres e incluso descuidaba sus negocios. La había colmado de regalos que causaban la envidia de las tres esposas: un bote de plata de Basora con sándalo mezclado con ámbar, otro de marfil, tallado en Córdoba, con incienso, una jarrita de cristal iraquí llena de algalia, el perfume de los reyes, una cajita de vidrio y esmalte de Bizancio para el polvo que los monarcas usaban para disimular el sudor en verano, una botella de agua de rosas de Bagdad, un pincel de oro para el colirio envuelto en un paño de seda y guardado en un estuche de cuero de Fez forrado en raso, un pequeño escriño de plata con mondadientes y aparejos para limpiar la dentadura después de comer y una colección de telas tirazíes de la mayor calidad.
La primera esposa de Yahya, que era la favorita, urdió un plan para desacreditar a Shams y alejarla de su esposo. Por alguno de los servidores se había enterado de que los dos eslavos se atraían, y decidió que si ambos jóvenes intimaban, y para ello era necesario que se encontraran a solas sin la presencia de Fátima, llegarían a amarse. Después, la intuición y la ira de Yahya harían el resto. Era preciso preparar la situación adecuada, el momento justo y el ambiente propicio. Tendría que esperar a que su marido partiera a uno de sus cada vez más frecuentes viajes y anular a Fátima.
A fines de verano Yahya marchó a Valencia en busca de un cargamento de alumbre que arribaba a este puerto desde Acre. El dueño de la casa partió temprano y encargó a Juan que fuera especialmente severo en la enseñanza de sus hijos durante su ausencia; las clases en la escuela comenzarían pronto y los muchachos se habían relajado en las últimas semanas. La velada antes de partir la pasó con Shams, a la que regaló un precioso collar de aljófares y brillantes.
La segunda noche después de la marcha de Yahya hacia Levante fue la elegida por la favorita para que Shams y Juan se encontraran. Ya había anochecido cuando la orgullosa árabe ordenó a uno de los eunucos, más fiel a ella misma que a Yahya, que fuera a buscar a Juan. El eunuco, un sudanés de músculos abultados y vientre prominente, tan alto como Juan pero mucho más voluminoso, lo despertó con leves golpecitos en los hombros. Juan se sobresaltó, pero se calmó cuando reconoció al africano, que le indicaba a la luz de una lamparilla que guardara silencio.
—Acompáñame —bisbiseó—, la señora quiere verte.
—¿Qué señora? —preguntó Juan todavía adormilado por los efectos del primer sueño.
—La favorita de nuestro amo. Te guarda una sorpresa. Vístete y sígueme.
Juan, confuso y a regañadientes, le acompañó a través del patio hasta las habitaciones privadas de Yahya, en las que nunca había puesto el pie. Sabía que su amo no estaba en casa y que tardaría algunos días en volver, pero no acertaba a imaginar qué quería de él aquella mujer a la que apenas conocía y con la que no había cruzado una sola palabra.
Entraron en una estancia sin ventanas, en cuyo centro habían colocado un lecho de almohadones bermejos y gualdas; las paredes estaban pintadas con escenas de hombres y mujeres haciendo el amor en las más diversas posturas. En las cuatro esquinas ardían lámparas de aceite que al consumirse desprendía un intenso aroma a jazmín y a sándalo.
—Espera aquí señaló el eunuco.
Instantes después apareció la primera esposa de Yahya, en la que se apreciaba una incipiente gordura, una boca sana, un aliento perfumado y largos cabellos negros; vestía una amplia túnica y lucía el rostro descubierto.
—Sé que todo esto te parece raro. Pero no te preocupes, no es ninguna encerrona. Me han dicho que tu corazón late con fuerza por el amor de la muchacha de tu raza y que ella te corresponde. Quiero que ese amor crezca en vosotros dos alimentándose con la unión de vuestros cuerpos. Mi esposo está fuera de la ciudad y tardará en volver. Si me ayudas en mi plan, podrás gozar de tu amada, en caso contrario diré a mi esposo que has intentado abusar de mí, y entonces te espera un castigo terrible. ¿Qué contestas? —preguntó aquella enigmática mujer, de edad madura pero cuyos ojos emanaban todavía una serena belleza.
—No sé qué pretendéis, pero contad conmigo, señora —aseveró Juan— que comprendió que aquella era su única salida.
La mujer árabe dio media vuelta y salió de la habitación. Poco después volvió el eunuco; tras él venía Shams.
—Tenéis un par de horas. Es el tiempo que Fátima estará dormida. Le hemos administrado un somnífero y no despertará en ningún caso antes de ese tiempo. Incluso es probable que no despierte hasta bien entrado el día. Regresaré para devolveros a cada uno a vuestro cuarto —y salió cerrando la puerta tras de sí.
Los dos jóvenes permanecieron un instante de pie, frente a frente. Juan se adelantó hasta su altura y la cogió por las manos.
—Helena, yo no tengo nada que ver en esto se excusó.
—Lo sé, mi amor, lo sé.
No dijeron nada más. Durante aquellas dos horas se amaron con la intensidad que sólo es posible cuando los dos amantes se saben el uno del otro.
Aquella situación se repitió durante varios días. Siempre igual, con Fátima narcotizada y el eunuco africano vigilando la entrada a la sala cubierta de escenas eróticas.
Pero Yahya regresó un par de días antes de lo previsto y, como siempre, venía ansioso por gozar de su rubia concubina. Aquella noche el eunuco no fue a buscar a Juan y el eslavo supo que el amo ocupaba ahora el lugar junto a la cintura de su amada.
Pasó el verano y septiembre durmió con las viñas cargadas de racimos. Por toda la ciudad circulaban carretas rebosantes de uvas que se introducían en los lagares de las bodegas de las casas. Juan no entendía cómo una sociedad tan religiosa como aquella, que observaba a rajatabla las enseñanzas del Corán, se permitiría desobedecer uno de los preceptos más sagrados, el que prohibía la ingestión de vino. Dios condenaba su consumo en la tierra como pecado y como regalo del demonio, pero premiaba con su degustación a quienes accedieran al Paraíso. Los musulmanes españoles solucionaban esta paradoja convencidos de que Dios les perdonaría el haber intentado gozar de los placeres del Paraíso en la tierra. Yahya gustaba del vino con fruición. En su mesa siempre había una botella de dulce caldo blanco, que consumía con todo tipo de comida, especialmente con las almojábanas y con los pastelillos de hojaldre.
«Los zaragozanos deben tener poco miedo al demonio; en sus fiestas no falta el vino. O quizá quieren probar la bebida de su paraíso por si merece la pena morir por ello», pensaba Juan mientras contemplaba desde la azotea la descarga de las uvas en las casas de la vecindad.
Durante el otoño tuvo ocasión de asistir a los ejercicios del ejército. Todos los viernes había una parada militar después de la oración de la tarde y antes de la del anochecer en el campo de la Almozara. El rey ofrecía regalos y joyas a los mejores jinetes, que competían en ejercicios de habilidad con el caballo, de destreza en el uso de la lanza, la espada y el arco y en concursos de carreras de velocidad y saltos. Los viernes se celebraban varios partidos de polo en los que se cruzaban cuantiosas apuestas.
La llegada del invierno, este año antes de lo habitual, significó el fin de los viajes de Yahya y el término de los encuentros de Juan y Shams. La favorita del amo no pudo seguir maquinando. Pensó en denunciar las relaciones de los dos esclavos, pero entonces las culpas hubieran recaído sobre ella. Había confiado en que Yahya descubriera por sí mismo el amor de los dos jóvenes y que la eslava de ojos azules lo rechazara, pero ésta no cambió de actitud para con su amo. Se dejaba penetrar sin entusiasmo y acompañaba los movimientos agitados de Yahya con un jadeo fingido, como una profesional del sexo; cuando su amo se vaciaba en ella simulaba muecas de placer. Yahya estaba tan prendado de su concubina que no sospechó nunca nada. La sierva eslava ya lograba enlazar algunas frases y pronunciar algunas palabras lo suficientemente inteligibles. El amo de la casa se sentía feliz por su suerte. Creía tenerlo todo: era rico, día a día más rico, sus negocios crecían prósperos, gozaba de un notable prestigio en su ciudad, era considerado un benefactor de la misma por sus crecientes donaciones a las escuelas y a las mezquitas, gozaba de buena salud, poseía cuatro hermosas mujeres y Dios lo había bendecido con hijos fuertes y sanos. En verdad, era un hombre afortunado.
El año del calendario cristiano de 1064, 456 de la hégira, se presentó con malos augurios. Afines del invierno una bandada de cuervos voló repetidamente sobre el cielo azul de Zaragoza, cayeron muchas estrellas durante varias noches, señal inequívoca de que los demonios andaban sueltos por el firmamento, y el río bajó rojo de sangre tras las primeras lluvias de primavera. Después de la derrota de los cristianos en Graus y para vengar las heridas del rey aragonés Ramiro, el papa Alejandro II predicó una cruzada contra el islam. En los zocos y mercados no se hablaba de otra cosa. Algunos viajeros que venían del sur de Francia para vender caballos y bueyes, y que habían atravesado los Pirineos aprovechando los plácidos días de principios de primavera, aseguraban que en todo el sur de ese país corría un entusiasmo desbordado para acudir al llamamiento que el papa había realizado para combatir al islam en su terreno. Durante todo el invierno, el gonfalonero del pontífice, un mercenario normando llamado Guillermo de Montreuil, había estado organizando un ejército compuesto principalmente por francos y normandos a los que se estaban sumando italianos, catalanes y aragoneses. Algunos de los más importantes señores de estas regiones se habían unido al ejército, entre ellos el duque Guillermo VII de Aquitania, el barón Robert Crespin de la Baja Normandía, el conde Armengol III de Urgel y el obispo de Vich. Los aragoneses apenas participaban en el ejército. Aunque en principio se había corrido el rumor de su muerte, Ramiro I había sido malherido en Graus. Su herida era de consideración y no había podido recuperarse. El daño causado en su cuerpo era irreversible: no podía montar a caballo y tenía enormes dificultades para valerse por sí mismo. La jefatura del ejército aragonés había recaído en su hijo y heredero Sancho. Espías y exploradores enviados por los gobernadores de Huesca y Barbastro a Carcasona ratificaron las noticias de los viajeros. Mediada la primavera, las informaciones que procedían del otro lado de los Pirineos eran alarmantes. Las versiones más exageradas decían que los cristianos habían equipado un formidable ejército compuesto por cuarenta mil hombres, bien pertrechado y con máquinas de asedio, lo que significaba que no se trataba de una simple expedición de saqueo sino de una verdadera guerra de conquista. Ahmad ibn Sulaymán recibió al gobernador de Huesca en su palacio de la Zuda, oyó sus informes, pero pese a todo no adoptó ninguna medida extraordinaria. Su nuevo astrólogo, un judío conocedor del movimiento de los astros y de la cábala, había predicho que Zaragoza no tenía nada que temer de los cristianos y que cualquier iniciativa de éstos contra el islam estaba condenada al fracaso. El rey despachó con sus visires y tan sólo ordenó extremar la vigilancia en los puestos fronterizos.
En los primeros días cálidos de primavera, Yahya, que había pasado todo el invierno en su casa ocupándose de sus negocios y de sus mujeres, había preparado un viaje a los territorios del norte en busca de pieles para un taller de curtidos que quería abrir en el arrabal de las tenerías el próximo verano. La industria de la piel era una de las más boyantes de la ciudad; las pellizas de marta fabricadas en Zaragoza eran famosas en todo al-Andalus. Mercaderes amigos suyos y sus propios agentes, que habían recorrido las provincias de Barbastro y de Lérida en las últimas semanas, le habían recomendado esperar a que se aclarara la situación ante las noticias de la invasión del ejército cristiano. Entre tanto, Juan seguía enseñando a los hijos de Yahya y a Shams, que, ahora sí, hacía notables avances en el conocimiento del árabe.
Durante el invierno, al-Kirmani había caído enfermo de neumonía y por ello se habían interrumpido las tertulias en casa del maestro, a quien Juan había visitado con permiso de su dueño varias veces para interesarse por su salud. Durante esas visitas, al-Kirmani había conversado con Juan sobre filosofía y astronomía, aunque durante cortos espacios de tiempo, pues el anciano se resentía enseguida de cualquier esfuerzo y su médico le había prohibido las entrevistas demasiado largas; no obstante, con Juan hacía alguna excepción. A al-Kirmani le gustaba escuchar relatos sobre Constantinopla. Miguel Psello, Demetrio y el patriarca Cerulario, de los que nunca antes había oído hablar el sabio zaragozano, se habían convertido para él, gracias a las ajustadas descripciones de Juan, en figuras familiares. De Roma le apasionaba la decadencia, pues no en vano en Zaragoza quedaban numerosos ejemplos de la pasada grandeza de los romanos. Inquiría a Juan sobre la corte del papa, su organización, el ritual y los planteamientos filosóficos de los católicos. Llegó a admirar al cardenal Humberto de Selva Cándida y a aborrecer a Hildebrando, y se reafirmó en sus convicciones de preferir la pureza y la sencillez del ermitaño a la política y la retórica de los príncipes.