—Mi querido conde, lamento conoceros en esta tan triste situación para vos —expuso al-Mu'tamín en romance.
—Yo también, Majestad. Me hubiera gustado que nuestro encuentro se hubiera celebrado en otras circunstancias —respondió el conde.
—Olvidemos lo ocurrido y hablemos del futuro. No tengo intención de reteneros durante mucho tiempo. Si llegamos a un acuerdo, os pondré de inmediato en libertad, ¿qué me decís? —inquirió el rey.
—Escucho vuestra propuesta.
—Es bien concreta. Si acordáis concertar con mi reino una paz perpetua quedaréis en libertad de inmediato. Sólo os pongo esa condición: la paz a cambio de vuestra libertad —indicó al-Mu'tamín.
—Me parece correcto —asintió Berenguer sin apenas tomarse tiempo para pensarlo.
—Pues si estamos de acuerdo redactaremos un tratado y recuperaréis de inmediato la libertad —añadió al-Mu'tamín.
Cinco días después el conde de Barcelona salía de Tamarite con el tratado de paz acordado y el ejército hudí regresó victorioso a Zaragoza.
La entrada en la ciudad fue triunfal. El rey, acompañado por Rodrigo Díaz y el príncipe heredero, cabalgaba al frente de las tropas que eran aclamadas por la multitud como en los días gloriosos de los triunfos de su padre al-Muqtádir. El puente se había engalanado con guirnaldas de flores y la puerta estaba decorada con un arco de madera pintado en azul y amarillo con una leyenda en la que se aludía a la victoria de Almenar. Centenares de hombres, mujeres y niños se agolpaban a ambos lados de las calles y sobre las azoteas agitando ramos de flores y arrojando pétalos de rosas sobre los vencedores. En el recinto de la sari'a se había preparado un palco en el que la multitud-otorgaría a su rey los honores de la victoria. Hasta allí se dirigió la comitiva.
Al-Mu'tamín subió al estrado y tras él lo hicieron Rodrigo Díaz y el príncipe heredero. La multitud aclamó a los dos héroes gritando frases y expresiones de alabanza y gratitud. El rey alzó los brazos y entre la muchedumbre se fueron apagando las voces hasta quedar en silencio.
—Pueblo de Zaragoza —comenzó a hablar—: hoy es un día grande para nuestro reino. Una vez más, como en tiempos de nuestro amado padre, hemos logrado la victoria sobre nuestros enemigos. El malvado Mundir, que un desgraciado azar del destino quiso que fuera nuestro hermano, ha sido derrotado, y con él sus aliados barceloneses y aragoneses. En nuestro triunfo ha tenido un papel destacado nuestro fiel aliado y amigo Rodrigo Díaz.
La multitud estalló en aclamaciones en favor del castellano que respondió alzando los brazos.
—Rodrigo Díaz y sus hombres nos han jurado lealtad y nos han ayudado a defender el reino de nuestros enemigos —continuó—. Por ello, como fiel vasallo nuestro, le concedo el privilegio de portar el emblema de nuestra dinastía y que sobre su pecho luzca el león rampante de los Banu Hud y que en su estandarte de combate ondee el mismo león, de manera que sea reconocido así su servicio a nuestro reino, su valor y su coraje.
Al-Mu'tamín cogió una de las banderas azules en cuyo centro destacaba el león rampante dorado y la media luna creciente plateada y se lo entregó a Rodrigo, el cual, rodilla en tierra, lo recibió ratificando su lealtad y fidelidad a su señor.
Al regreso de la campaña contra Lérida les esperaba en Zaragoza Ibn Ammar. Este personaje había sido primer ministro del rey al-Mu'tamid de Sevilla, que lo había conocido siendo todavía príncipe y gobernador de Silves, donde ambos vivieron años felices entre fiestas y veladas poéticas amenizadas por el propio Ibn Ammar y por la esclava Rumaykiyya, a la que el príncipe había sorprendido mientras declamaba unos versos a la orilla de un río en tanto lavaba la ropa. Esta esclava le causó tal impresión que más tarde se convertiría en esposa del futuro rey de Sevilla. Ibn Ammar era un afamado poeta y tenía fama de aventurero. En mayo de 1079, finales del 471 de la hégira, había logrado conquistar al segundo intento el pequeño pero opulento reino de Murcia, donde atribuyéndose todo el mérito se había establecido como un verdadero monarca, granjeándose con ello la enemistad del soberano de Sevilla. Durante casi un año gobernó a su antojo este principado derrochando lujo hasta que dilapidó el tesoro real. Sus soldados se amotinaron ante la falta de paga y tuvo que huir de la ciudad pidiendo auxilio a Alfonso VI, bajo cuyas órdenes se puso. El rey de Castilla, que había optado por reponer en el trono de Toledo a al-Qadir, entonces exiliado en Cuenca tras una revuelta de los toledanos contra su incompetente monarca, despreció a Ibn Ammar y éste, que intentó congraciarse con al-Qadir sin lograrlo, huyó de Toledo buscando refugio primero en Lérida, donde su rey lo rechazó, y después en Zaragoza.
Al-Mu'tamín, impresionado por sus dotes como poeta, lo recibió con agrado y le concedió una casa y una pensión. Ibn Ammar vivió desde entonces a la sombra de la corte, escribiendo poemas de alabanza a los Banu Hud y a su rey. En los meses siguientes su vida relajada pero monótona lo condujo a la bebida y a los placeres, hasta tal punto que apenas medio año después de su llegada a Zaragoza su fama de bebedor corría de boca en boca. Si alguien quería encontrarlo sólo tenía que recorrer algunos de los garitos semiclandestinos donde se jugaba a los dados o acudir a cualquiera de las tabernas regentadas por mozárabes, donde Ibn Ammar pasaba las tardes y las noches narrando a cuantos querían oírle sus tiempos de primer ministro en Sevilla o sus hazañas como «Rey de Murcia», título del que gustaba presumir.
Entre tanto, al-Muzaffar, el destronado soberano de Lérida que seguía recluido en el castillo de Rueda, logró convencer al capitán de la guarnición, bajo la promesa de hacerlo rico, para que lo reconociera como señor, y prometió entregar el castillo a Alfonso VI. Un contingente castellano se dirigió a Rueda e invitado por los guardias entró en la fortaleza. En ese momento, los primeros castellanos fueron muertos en una emboscada, aunque el rey de Castilla pudo escapar al no ir en vanguardia. Al-Muzaffar murió a los pocos días y Rueda se reintegró al dominio de al-Mu'tamín.
A principios del año cristiano de 1083 el director del observatorio de Zaragoza, el sabio Abú Yafar, comentó a Juan sus deseos de instalarse en Toledo. Hacía años que mantenía una permanente correspondencia con al-Zarqalí y no pensaba en otra cosa que trabajar a su lado.
—Si Su Majestad me concede permiso, partiré hacia Toledo. Ayer le expliqué mis deseos y me ha pedido unos días para pensarlo. Tú serás designado nuevo director y espero que me ayudes en caso de que el rey te pida consejo —le dijo Abú Yafar a Juan una fría noche de invierno en lo alto de la torre del observatorio, mientras fijaban la trayectoria de Saturno.
—Espero que estéis seguro de lo que hacéis. ¿Vais a renunciar al puesto de dirección de este observatorio por el de ayudante del de Toledo? —preguntó Juan.
—Al-Zarqalí me ha comunicado en su última carta que quiere que trabajemos juntos.
—La situación del reino de Toledo es incierta. El rey de Castilla está realizando constantes tentativas para incorporarlo a sus dominios ya sabéis que hace unas semanas al-Mu'tamid de Sevilla ha decidido no seguir pagando parias a Alfonso y ha dado muerte al judío que acudió a cobrar las cantidades estipuladas. Los castellanos están preparando una expedición de castigo y creo que esta misma primavera atacarán el valle del Guadalquivir. Los caminos no serán seguros —alegó Juan.
—Unos cuantos jinetes cristianos no van a impedir que viaje a Toledo. Llevo mucho tiempo esperando trabajar junto a al-Zarqalí.
Tres días más tarde el rey concedió el anhelado permiso a Abú Yafar. Vendió cuantas propiedades tenía y acompañado por toda su familia partió de Zaragoza una mañana de niebla. Juan le pidió que le escribiera de vez en cuando y se comprometió a visitarle más adelante.
Al día siguiente el eslavo fue nombrado director del observatorio de Zaragoza.
Su primer acto como director le agradó: entregó los diplomas de estudio a los dos más brillantes alumnos de la escuela palatina, el tortosano Abú Bakr, un erudito en todo tipo de géneros, y el zaragozano Abú Alí al-Sadafi, un joven dotado de una enorme capacidad para la oratoria. Ambos alumnos habían decidido trasladarse juntos a Oriente para hacer la peregrinación a La Meca y para continuar allí la formación intelectual hasta lograr la categoría de gran maestro.
Al-Mu'tamín, resueltos los problemas en la frontera con Lérida y aprovechando que los castellanos estaban enfrascados en sus disputas con Toledo y Sevilla, se centró en el estudio de las matemáticas. Potenció la escuela palatina que había fundado su padre, a la que acudieron alumnos de todo al-Andalus, y se rodeó de sabios y filósofos.
El visir Ibn Hasday le solucionaba los problemas políticos y Rodrigo Díaz los militares. Pasaba horas y horas en la biblioteca o en el observatorio, realizando cálculos matemáticos, entablando debates científicos o leyendo cuantos libros caían en sus manos.
El único enemigo activo era el reino de Aragón. Su rey, humillado en Almenar, cambió de estrategia, rehuyendo las grandes batallas en las que su pequeño ejército nada podía hacer contra las eficaces mesnadas de Rodrigo unidas a la poderosa caballería hudí, y basó su nueva estrategia en la conquista de fortalezas en la frontera, en una guerra de posiciones tácticas, como si se tratara de una gigantesca partida de ajedrez. En ese año conquistó el poderoso castillo de Ayerbe, el enclave de Agüero, la rica villa de Bolea y el estratégico Graus, apretando el cerco sobre Huesca.
Rodrigo Díaz, ansioso por recuperar su antigua posición, regresó a Castilla, buscando el perdón de su rey, pensando que la necesidad de tropas que tenía Alfonso VI para sus campañas contra Sevilla le obligaría a readmitirle entre sus vasallos. Dejó Zaragoza entre los llantos de sus habitantes, que lo despidieron como a su paladín.
Al-Mu'tamín seguía inmerso entre libros y números. Siendo todavía príncipe había comenzado a escribir una enciclopedia de matemáticas que ahora comenzaba a perfilar. Intentaba reunir en una sola obra todos los instrumentos indispensables para la formación de los futuros matemáticos, incluyendo elementos de la física, para lo que contaba con la ayuda de Ibn Buklaris, y de la astronomía, en colaboración con Juan. A principios del año 477 de la hégira, finales de mayo de 1084, acabó el primero de los dos volúmenes en que se disponía la obra; le dio el título de Kitab al-Istikmal. Contenía cuatrocientas proposiciones repartidas en cinco secciones en donde se recogía la tradición de la matemática griega. Las cinco secciones eran: la teoría de los números, la teoría de las magnitudes irracionales, la teoría de las figuras planas, la geometría de las figuras esféricas y la geometría de las figuras cónicas. Se basaba en Los elementos de Euclides, Las crónicas de Apolonio, La esfera y el cilindro de Arquímedes, Las esféricas de Teodoro, Las esféricas de Menelao y el Almagesto de Ptolomeo; algunas de estas obras pudo estudiarlas gracias a las traducciones que le hizo Juan.
Varios matemáticos musulmanes fueron básicos en su recopilación: los hermanos Banu Musa, con su Libro de las medidas de las figuras planas y esféricas, Ibrahim ibn Sinan y su tratado sobre la Cuadratura de la parábola, el ensayo de Thabit ibn Qurra titulado Tratado sobre los números amigos y el Libro de las incógnitas de los arcos de la esfera de Ibn Muad.
La capacidad de al-Mu'tamín y su predisposición hacia la ciencia de los números era tal que ciertos problemas matemáticos antiguos pudieron solucionarse gracias a sus proposiciones: elaboró una fórmula matemática mediante la cual se resolvía el problema de calcular dos medidas proporcionales conociendo las otras dos. Pero su mayor éxito fue el descubrimiento de un cuarto procedimiento para solventar problemas de construcción con la ayuda de secciones cónicas. Los griegos ya habían inventado tres formas, pero el rey de Zaragoza introdujo la utilización de la intersección de un círculo y una parábola, que antes no se conocía.
Alternó sus investigaciones con un gusto exquisito por la vida y los placeres. El Palacio de la Alegría recuperó la fastuosidad de los años gloriosos de al-Muqtádir y volvieron a celebrarse elegantes y refinadas fiestas, que se prolongaban hasta el río Ebro en barcas de remos en las que el rey y los altos dignatarios surcaban la corriente pescando peces que luego asaban en las orillas. En estos festejos el vino corría con abundancia y los poetas cantaban alabanzas al vino, al regocijo y a la alegría ante la indignación de los imanes.
La biblioteca real continuó creciendo. Juan se ocupaba en persona, como había aprendido de Demetrio en Constantinopla, de recorrer las tres librerías permanentes de la ciudad en busca de ejemplares. Logró una buena cantidad de dinares del rey y adquirió una copia ilustrada del Almagesto de Ptolomeo, Los segundos analíticos de Aristóteles con los Comentarios de Temistio y al-Farabí, Los elementos de Euclides, el Tratado sobre la esfera de Teodosio, los Comentarios de Alejandro de Afrodisias a Aristóteles y varios tratados de botánica, agricultura e historia.
Al abrigo de la corte vivían poetas aduladores, entre los que destacaba el lírico Ibn al-Sid al-Batalyawsí, quien regalaba los oídos del rey con poemas como éste:
Cuando enramas en mi tierra
tus dadivosos dones,
surgen de mis brazos
Alabanzas hacia ti.
Versos en los que se comparaba el vino embriagador con la dulce saliva de la amada, el radiante amanecer con la mirada susurrante de una hermosa mujer, la sutil gracilidad de las gacelas con el delicado talle de una doncella, la nacarada plata y el refulgente oro con la perlada aurora y el ambarino ocaso, las bruñidas escamas de los peces del río con las torneadas perlas de la China o las espumosas nubes con el mullido algodón eran combinados hábilmente con el solo propósito de agradar a los oídos de quienes los escuchaban.
Ibn Ammar, en sus correrías por las tabernas, entabló relación con un carnicero llamado Yahya al-Yazzar, que se descubrió como un excelente poeta con versos cargados de mordiente ironía. Consiguió introducirlo en la corte y pronto adquirió fama y renombre, siendo solicitado su concurso en las fiestas de los principales aristócratas del reino. Pero el carnicero era hombre de gustos sencillos, como dejó claro en uno de sus poemas:
Bajo tus velos
aparece tu rostro sereno.
Y quiere hacer surgir el amor
en quien hace tiempo lo olvidó.
¡Qué más da el olor de su ropaje!
¿Acaso no están los tallos de las rosas cubiertos
de espinas?
¿Acaso no tapamos las redomas de vino con la mísera
pez?
¿Y acaso no conservamos el perfume en frascos comunes?