El Santuario y otras historias de fantasmas (17 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—No; la casa lleva deshabitada varios años —me dijo—. Solía utilizarse como puesto de vigilancia desde el que los guardacostas hacían señales si había algún barco en apuros, y entonces un bote salvavidas zarpaba desde aquí. Pero ahora tanto el bote como los guardacostas están en el cabo.

—¿Entonces quién es el tullido al que he visto y oído recorrer la casa? —pregunté.

Me miró de una manera que se me antojó extraña.

—No sé quién podría ser —respondió—. Que yo sepa no vive ningún tullido por estos alrededores.

El efecto de las marismas y su espléndida soledad, del sol y del mar, cayó sobre Jack exactamente como yo había previsto. Juró que cualquier día pasado en otro lugar que no fueran aquellas playas y campos de espliego era un día desperdiciado, y propuso que nuestra excursión, cuyo objetivo principal iban a ser los campos de golf de Norfolk, quedase cancelada. En particular fueron los pájaros que habitaban en aquel extenso y solitario cabo los que le encantaron.

—Después de todo, podemos jugar al golf en cualquier sitio —dijo—. Por allí grazna un ostrero, ¿lo oyes? Y además, ¡qué estúpido resulta perder el día dándole golpes a una pelotita blanca… —mira, un chorlitejo, ¿y qué es lo que cantará de esa manera?—… cuando podemos aprovecharlo aquí! Oh, no vayamos a bañarnos todavía: quiero bordear la marisma… Ja, allí hay una bandada de vuelvepiedras; hacen un ruido parecido al que se oye al descorchar una botella… ¡Ahí están, son esos golfillos con manchas de color castaño! Sigamos bordeando la marisma y acerquémonos a la casa en la que vive tu tullido.

Así pues, tomamos el sendero que daba el rodeo más largo, del que yo había prescindido la noche anterior. No le había contado nada de lo que me había dicho el portero del hotel respecto a que en la casa ya no vivía nadie, de modo que todo lo que él sabía era que yo había visto a un tullido aparentemente ocupando el lugar. Mi razón para no hacerlo (confesémoslo de inmediato) era que yo ya había medio intuido que ni los pasos que había oído en el interior, ni el hombre al que había visto contemplando el exterior, tenían por qué implicar que la casa estuviera ocupada según el sentido que le había dado a la palabra el portero. Quería ver si Jack era capaz, como había sido yo, de captar las señales de su presencia allí. Y entonces sucedió algo de lo más extraño.

Durante todo el trayecto hasta la casa la atención de Jack había estado centrada en los pájaros, y especialmente en un silbido que no le resultaba nada familiar. En vano intentó vislumbrar al pájaro que lo producía, y en vano pretendí yo oírlo.

—No suena como ningún pájaro que yo conozca —dijo—; de hecho, no suena en absoluto como un pájaro, más bien parece una persona silbando. ¡Ahí está de nuevo! ¿Será posible que no lo oigas?

Para entonces ya estábamos muy cerca de la casa.

—Debe de haber alguien silbando —dijo—. Probablemente se trate de tu tullido… Señor, sí, viene del interior de la casa. Así ya queda todo explicado, y yo que esperaba descubrir un pájaro nuevo. ¿Pero cómo es que no puedes oírlo tú?

—Hay gente que no es capaz de oír los chillidos de los murciélagos —respondí yo.

Jack, satisfecho con la explicación, no le dio más importancia al tema, de modo que atravesamos la franja de guijarros, nos bañamos y almorzamos y caminamos hasta las dunas de arena en las que finalizaba el cabo. Durante un par de horas paseamos y nos abandonamos a la pereza disfrutando del aire líquido y soleado; luego emprendimos sin muchas ganas el regreso para que nos diera tiempo a atravesar el vado antes de que llegara la marea. A medida que volvíamos sobre nuestros pasos, pude ver cómo desde el oeste se acercaba un extenso frente nuboso; y justo en el momento en el que alcanzamos el tramo de tierra sobre el que se asentaba la casa, un relámpago se abatió sobre las achaparradas colinas que había al otro lado del estuario y unas primeras y gruesas gotas empezaron a caer sobre los guijarros.

—Nos vamos a empapar —dijo Jack—. ¡Ja! Pidamos cobijo en la casa de tu tullido. ¡Será mejor que corramos!

Las gotas empezaban a multiplicarse, de modo que atravesamos corriendo los cien metros que nos separaban de la casa y llegamos a la puerta justo en el momento en el que las compuertas del cielo se abrieron por completo. Jack golpeó con los nudillos, pero nadie respondió; probó la manilla, pero la puerta no se abrió, y entonces, poseído por una súbita inspiración, pasó la mano por encima del dintel y encontró una llave. Ésta encajaba perfectamente en la cerradura y un momento después estábamos en el interior.

Nos encontramos en un pasillo resbaladizo, de cuyo extremo más alejado partía una escalera hacia el piso superior. A cada lado había una habitación: una era una cocina y la otra un salón, pero ninguna de ellas estaba amueblada. Un papel descolorido se desprendía de las paredes, las ventanas estaban repletas de telarañas y el aire era pesado debido a la falta de ventilación.

—Tu tullido no sólo prescinde de los lujos, sino también de lo más necesario —dijo Jack—. Todo un espartano.

Estábamos en la cocina: en el exterior el siseo de la lluvia se había convertido en un rugido, y la ventana empañada se iluminó repentinamente con el resplandor de un relámpago. El restallido de un trueno le contestó, y en el silencio que le siguió me llegó desde el exterior, perfectamente audible, el sonido de alguien silbando. Inmediatamente después oí cómo la puerta por la que habíamos entrado se cerraba violentamente, y recordé que la había dejado abierta.

Los ojos de Jack y los míos se encontraron.

—Pero si no corre ni pizca de viento —dije—. ¿Qué es lo que ha provocado ese portazo?

—Y desde luego ese silbido no ha sido ningún pájaro —dijo él.

Oímos un arrastrar de pies que llegaba desde el pasillo: pude percibir cómo se arrastraba sobre la madera la pierna de un hombre tullido.

—Ha entrado —dijo Jack.

Sí, había entrado, ¿pero qué era lo que había entrado? En aquel momento me asaltó una sensación de pánico, no de horror, ya que se trata de dos cosas muy distintas. El horror, tal y como yo lo entiendo, es una emoción sobrecogedora, pero no desconcertante; pese a sentirse horrorizado, uno puede huir, o puede gritar: controla sus músculos. Pero mientras aquellos pasos irregulares recorrían el pasillo sentí pánico, la mano de una pesadilla que al agarrarte paraliza e inhibe no sólo la acción, sino hasta el mismo pensamiento. Esperé completamente helado y sin poder hablar, a que sucediera lo que tuviera que suceder.

Los pasos se detuvieron exactamente frente a la entrada de la cocina. Y entonces, invisible e inaudible, la presencia que se había manifestado al oído externo entró. De repente, oí un estertor surgiendo de la garganta de Jack.

—¡Oh, Dios mío! —gritó con una voz ronca y estrangulada, y colocó el brazo izquierdo frente a su rostro, como si se estuviera defendiendo. Su brazo derecho también se disparó y pareció golpear algo que yo era incapaz de ver, y sus dedos se crisparon como agarrando aquello que había esquivado el primer golpe. Su cuerpo se inclinó hacia atrás, como si se resistiera a una presión invisible, y después volvió a arrojarse hacia adelante. Oí el ruido de una resistencia a su empuje, y vi sobre su garganta la sombra (o eso parecía) de una mano apretando. En aquel momento recuperé el movimiento, y recuerdo haberme arrojado sobre el espacio vacío que había entre él y yo, y sentir bajo mi abrazo la forma de un hombro, y oír un pie que resbalaba y golpeaba el suelo de madera. Algo invisible, ora un hombro, ora un brazo, se resistía a mi presión, y oí una respiración jadeante que no era ni la de Jack ni la mía, y sentí sobre mi rostro un aliento cálido que apestaba a corrupción y putrefacción. Y durante todo ese tiempo aquella contienda física no fue sino simbólica; a lo que nos enfrentamos no fue a un ser de carne y hueso, sino a una horrenda presencia espiritual. Y entonces…

Ya no había nada. El fantasmal ataque había cesado tan súbitamente como había empezado, y allí estaba el rostro de Jack, cerca del mío, brillando por el sudor. Nos encontrábamos el uno frente al otro, con los brazos caídos, en una habitación vacía, mientras la lluvia golpeaba el tejado y los canalones chirriaban. No cruzamos ni una sola palabra, pero al instante siguiente estábamos los dos corriendo bajo aquella lluvia a cántaros, atravesando el vado. Agradecí el diluvio con toda mi alma, ya que parecía limpiar el horror de aquella gran oscuridad y el olor de la corrupción a la cual habíamos estado expuestos.

Lo cierto es que no puedo ofrecer una explicación que esclarezca la experiencia que he recogido aquí brevemente, y queda al gusto del lector establecer su conexión con una historia que oí una o dos semanas más tarde, cuando regresé a Londres.

Un amigo mío y yo habíamos estado cenando una tarde en mi casa, y habíamos discutido los pormenores de un juicio por asesinato, sobre el cual los periódicos se habían volcado.

—No es sólo la atrocidad la que resulta atractiva —dijo—. Creo que la causa del interés es el lugar en el que se llevó a cabo el asesinato. Un asesinato en Brighton, o en Márgate, o en Ramsey, en cualquier lugar que el público asocie con viajes de placer, les atrae porque lo conocen y pueden visualizar el escenario. Pero cuando alguien comete un asesinato en algún lugar pequeño y desconocido, del cual nunca han oído hablar, el asunto no apela a su imaginación. La pasada primavera, por ejemplo, hubo un asesinato en un pequeño pueblo de la costa de Norfolk. He olvidado el nombre del lugar, aunque estuve en Norwich durante el juicio y presencié el proceso. Fue una de las historias más horribles que he oído en mi vida, tan espantosa y sensacionalista como ésta, pero no atrajo la más mínima atención. Es curioso que no pueda recordar el nombre del lugar estando el resto tan claro.

—Cuéntamelo —dije—. No me suena de nada.

—Bueno, estaba ese pequeño pueblo y justo a las afueras del mismo había una granja propiedad de un tal John Beardsley. Vivía allí con su única hija, una mujer soltera de unos treinta años; aparentemente una criatura sensible y atractiva, de la que nunca te esperarías que hiciera algo inesperado. En la granja trabajaba como jornalero un joven llamado Alfred Maldon, el acusado en el juicio del que te estaba hablando. Tenía uno de los rostros más horrendos que he visto en mi vida: una frente hundida y gatuna, una nariz chata y ancha, y una boca grande, roja y sensual, siempre extendida en una sonrisa. Parecía que disfrutaba siendo el centro de atención de todas aquellas espantosas mujeres que se apiñaban en la sala, y cuando llegó arrastrando los pies hasta el estrado…

—¿Arrastrando los pies? —pregunté.

—Sí, era tullido; arrastraba la pierna izquierda por el suelo cuando andaba. Cuando llegó hasta el estrado asintió, sonrió al juez, palmeó el hombro de su abogado y paseó una mirada lasciva por la audiencia… Trabajaba en la granja, como te decía, realizando trabajos para los que estuviera capacitado, entre los cuales se contaban algunas faenas de la casa, como entrar el carbón o cualquier otra cosa, ya que John Beardsley, aunque bastante próspero, no tenía criados, y era su hija Alice, que así se llamaba, la que llevaba el hogar. ¿Y qué se le ocurre a la chica sino enamorarse de aquel tipo deforme y monstruoso? Una tarde su padre regresó a casa inesperadamente y les sorprendió en el salón, besándose y acariciándose. Echó a Maldon de la casa con cajas destempladas, le pagó su sueldo de aquella semana y le despidió, amenazándole con darle una buena paliza si alguna vez le sorprendía rondando por allí. Prohibió a su hija que volviera a dirigirle la palabra, y con el objetivo de tenerla vigilada contrató a una señora del pueblo para que la acompañase en la granja mientras él estuviera fuera.

»El joven Maldon, privado de su trabajo, intentó emplearse en el pueblo, pero nadie quiso contratarle, ya que era un tipo demasiado temperamental, dispuesto en cualquier momento a enzarzarse en una pelea, además de ser un oponente nada aconsejable, ya que, pese a su cojera, poseía una gran musculatura y una enorme fuerza. Durante algunas semanas vagueó por el pueblo, encontrando algún trabajo ocasional y, sin lugar a dudas y como verás, consiguiendo citarse con Alice Beardsley. El pueblo, aún no recuerdo el nombre, se encontraba a la orilla de un gran estuario afectado por las mareas: se llenaba con la marea alta, para convertirse en una amplia extensión de marismas, repleta de bancos de arena y barro, al retirarse ésta. Justo allí, a tres o cuatro kilómetros del pueblo, había una casa usada antiguamente por los guardacostas y actualmente abandonada; uno de los lugares más solitarios que podrás encontrar en Inglaterra. Durante la marea baja bastaba con cruzar un vado poco profundo para llegar hasta allí, y a su alrededor se podían conseguir varios bancos de berberechos. Maldon, incapaz de conseguir un trabajo estable, se dedicó a la recolección de estos moluscos, y durante el verano, cuando la marea bajaba, Alice (para ella no representaba ninguna novedad) atravesaba el vado para ir a bañarse en la playa. Pasaba frente a los bancos de arena en los que se afanaban los recolectores de berberechos, Maldon entre ellos, y si éste la silbaba al verla pasar, acudía a la casa abandonada de los guardacostas a la espera de que él acudiera en breve. Y de este modo estuvieron viéndose durante todo el verano.

»A medida que las semanas pasaban, el padre de Alice fue viendo el cambio que se operaba en ella, y sospechando el motivo, abandonó a menudo su trabajo para vigilarla escondido detrás de algún banco de arena. Un día la vio cruzar el vado, y poco después vio a Maldon, reconocible desde mucha distancia por el modo en que arrastraba la pierna, recorriendo el mismo camino. Siguió el sendero que llevaba hasta la casa de los guardacostas y entró. John Beardsley cruzó el vado y, escondido entre unos arbustos cercanos a la casa, vio a Alice que regresaba de su habitual baño. La casa no se hallaba en la dirección que ella debía seguir para volver a atravesar el vado, y sin embargo Alice se desvió hacia ella; alguien le abrió la puerta y después ésta se volvió a cerrar. Los encontró juntos y, loco de ira, atacó a Maldon. Éste le derribó y allí mismo, delante de su hija, le estranguló.

»La chica perdió la cabeza, y ahora está internada en un manicomio de Norwich. Allí pasa los días sentada junto a una ventana, silbando. A Maldon lo ahorcaron.

—¿Era Riddington el nombre del pueblo? —pregunté.

—Sí. Riddington, por supuesto —respondió— No entiendo cómo había podido olvidarlo.

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