El Santuario y otras historias de fantasmas (20 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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El torrente de parloteo demente cesó de repente; sus ojos, fijos en un oscuro rincón que había a mis espaldas, se ensancharon aterrorizados, y su boca se abrió. Al mismo tiempo oí un jadeo de asombro y sobresalto de Jim, y me giré rápidamente para ver lo que él y la señora Labson estaban mirando.

Allí estaba aquel al que yo había visto media hora antes apareciendo súbitamente en la plaza y desapareciendo en el interior de la casa de la esquina igual de súbitamente que había llegado. Al siguiente minuto ella había abierto de par en par la puerta y se había abalanzado al exterior. Jim y yo la seguimos y la vimos apresurarse por el pasillo y salir por la puerta del bar hacia la plaza. El terror daba alas a sus pies, y aquella enorme masa deforme salió disparada hasta perderse en la oscuridad de la noche.

Fuimos directamente a la comisaría de policía, y se registró la zona en busca de aquella mujer loca que, yo estaba seguro de ello, era además una asesina. Se dragó el río y, hacia la medianoche, unos pescadores encontraron el cuerpo de la mujer bajo la esclusa que daba comienzo al estuario. Mientras tanto, se había efectuado un registro en la casa de la esquina y, efectivamente, tras el depósito de agua, en el jardín, se descubrió el cadáver de su marido, estrangulado con un pañuelo de seda. Muy cerca del cuerpo se encontró un agujero medio excavado, en el que sin duda ella había pretendido enterrarle.

LA CAMA JUNTO A LA VENTANA

Mi amigo Lionel Bailey entiende las obras del señor Einstein, y las lee con la atención ensimismada y emocionada que la gente corriente dedica a las novelas de detectives. Dice que resultan tan excitantes que es incapaz de dejarlas; siempre le hacen llegar tarde a la cena. Podría ser debido a esta inusual configuración mental que habla sobre el tiempo y el espacio de una manera que a menudo resulta desconcertante, ya que sobre estas cosas piensa de un modo muy diferente a nuestras nociones aceptadas sobre ellas. Aquella noche, sentados junto a mi chimenea oyendo una típica tormenta primaveral de marzo que aullaba en el exterior y arrojaba espesas cortinas de agua contra mi ventana, me había resultado particularmente difícil seguirle. Pero aunque piensa en términos que el hombre corriente encuentra ininteligibles, siempre está dispuesto (aunque con esfuerzos) a abandonar las austeras alturas en las que ronda de manera tan natural para explicarse. Y sus explicaciones son a menudo tan lúcidas que el hombre corriente (me aludo a mí mismo) puede hacerse una idea general de lo que quiere decir. Justo entonces acababa de realizar un comentario extremadamente críptico sobre las dimensiones reales del tiempo, y la evidente incorrección de nuestra concepción sobre el mismo; pero interpretando correctamente el gemido con el que lo recibí, acudió generosamente al rescate.

—Verás, el tiempo, tal y como lo entendemos —dijo—, es una convención sin sentido. Hablamos del futuro y del pasado como si se tratase de polos opuestos, cuando en realidad son lo mismo. Aquello que teníamos por el futuro hace un minuto o hace un siglo, ha pasado ahora a ser el pasado; el futuro siempre está en proceso de convertirse en pasado. Ambos son lo mismo, tal y como acabo de decir, sólo que vistos desde diferentes perspectivas.

—Pero no son lo mismo —dije, de manera bastante poco prudente—. El futuro puede convertirse en pasado, pero el pasado nunca se convierte en futuro.

Lionel suspiró.

—Una afirmación de lo más desafortunada —dijo—. Vaya, si es que todo el futuro está construido a base de pasado; depende de él completamente; el futuro no consiste en otra cosa que no sea el pasado.

Creí entender lo que quería decir. No había razón para negarlo, de modo que intenté otra cosa.

—Sin duda se trata de un asunto resbaladizo y complejo —dije—. El futuro pasa a ser pasado, y el pasado futuro. Pero afortunadamente hay un referente seguro en toda esta confusión, y ese es el presente. El presente es algo sólido; no hay ningún tipo de duda respecto al presente ¿no?

Lionel se revolvió ligeramente en su silla. Un movimiento de indulgencia, paciente…

—Señor, Señor —dijo—. Has escogido como referente firme y sólido al más inestable y cambiable de todos. ¿Qué es el presente? Para cuando hayas acabado de decir «esto es el presente», ya se habrá deslizado hacia el pasado. El pasado tiene una suerte de existencia real, y sabemos que el futuro florecerá a partir de él. Pero apenas se puede defender la existencia del presente, ya que en el preciso momento en el que dices que está ahí, ha cambiado. Es, de lejos, el aspecto más elusivo del fantasma que llamamos Tiempo. Es la puerta, y eso es lo máximo que de él se puede decir, a través de la cual el futuro pasa a ser el pasado. Y de algún modo, aunque apenas existe, desde él podemos ver tanto el pasado como el futuro.

Sentí que podía atreverme a contradecir este último punto.

—Gracias a Dios, eso no es posible —dije—. Resultaría terrorífico poder ver el futuro. Ya es suficientemente malo a veces tener que recordar el pasado.

Él negó con la cabeza.

—Pero sí podemos ver el futuro —dijo—. El futuro evoluciona a partir del pasado, y si pudiéramos saberlo todo sobre el pasado deberíamos conocer también todo sobre el futuro. Todo lo que sucede es tan sólo un nuevo eslabón en una cadena de consecuencias inalterables. Lo poco que sabemos del sistema solar, por ejemplo, nos asegura que el sol volverá a aparecer por la mañana.

—Oh, te refieres a eso —dije yo—. Deducciones materiales y matemáticas.

—No, me refiero a todo tipo de cosas. Por ejemplo, estoy seguro de que en alguna ocasión habrás tenido la certeza que todos experimentamos una y otra vez de que alguien va a decir algo en particular. Pasan un par de segundos y entonces dice exactamente lo que estábamos esperando que dijera. Eso no tiene nada de matemático ni de material. Es un pequeño ejemplo de algo importantísimo llamado clarividencia.

—Ya sé a qué te refieres —dije—. Pero podría tratarse de un truco del cerebro. No se trata de una experiencia normal.

—Todo es normal —dijo Lionel—. Todo depende de alguna regla. Sólo llamamos anormales a aquellas cosas cuyas reglas desconocemos. Y además están los
médium:
los
médium
ven constantemente el futuro, y hasta cierto punto todos somos
médium:
todos hemos tenido pequeñas revelaciones.

Hizo una pausa momentánea.

—Y en realidad existe una explicación muy simple —dijo—. Verás, todos existimos en la Eternidad, y sólo durante ese tramo que representa nuestra vida existimos a la vez en el Tiempo. Pero la Eternidad está al margen del Tiempo: el Tiempo es como una especie de niebla que nos envuelve. De vez en cuando, la niebla se aclara, y entonces… ¿Cómo expresar algo tan simple?… Entonces podemos contemplar el Tiempo desde arriba, como si se tratara de una pequeña isla bajo nosotros, perfectamente visible, tanto el futuro, como el presente, como el pasado. Tan sólo podemos echar un vistazo antes de que la niebla vuelva a espesarse y nos envuelva. Pero en esas ocasiones podemos ver el futuro tan claramente como vemos el pasado, y podemos ver también no sólo a aquellos que han trascendido la niebla de los fenómenos materiales, aquellos a los que llamamos fantasmas, sino también el futuro o el pasado de aquellos que aún permanecen en su interior. Todos aparecen ante nosotros tal y como son en la Eternidad, donde no hay ni pasado ni futuro.

Noté que mi capacidad de retener lo que me estaba diciendo empezaba a debilitarse.

—Creo que será suficiente por esta noche —comenté con ligereza—. El futuro es el pasado y el pasado es el futuro, el presente no existe y los fantasmas podrían surgir de lo que ha ocurrido o de lo que aún está por ocurrir. Me gustaría ver un fantasma del futuro… Y, como te acabas de tomar un whisky con soda en el pasado inmediato, estoy seguro de que te apetecerá tomarte otro en un futuro cercano, ya que ambas cosas son lo mismo. Dime cuándo.

Al día siguiente partí hacia el campo, con la idea de recluirme, a modo de compensación por el par de meses que había pasado perezosamente en Londres, en un pequeño pueblo de la costa de Norfolk, donde no conocía a nadie y en el que, me había informado, no había absolutamente nada que hacer; eso me obligaría a concentrarme en el trabajo aunque sólo fuera para pasar el día de algún modo. Había allí una casa, propiedad de un hombre y su esposa, en la que se aceptaban huéspedes, y en la que planeé recluirme hasta liquidar aquel infernal atraso que arrastraba. El señor Hopkins había sido mayordomo y su esposa cocinera, y (o eso me había comentado un amigo que había podido juzgar sus atenciones) conseguían que sus hospedados se sintiesen realmente cómodos. El señor Hopkins me había escrito para informarme de que en aquel momento había una pareja alojada en la casa, por lo que lamentaba no poder ofrecerme una sala de estar para mí solo. Pero podría proporcionarme una enorme habitación doble, en la que habría suficiente espacio tanto para mi mesa de trabajo como para mis libros. Era suficiente.

Hopkins había enviado un coche a recogerme a la estación de tren más cercana, a once kilómetros de Faringham, y un poco antes de la puesta del sol, un día ventoso y despejado de marzo, llegué al pueblo. Aunque nunca había estado allí, sentí una extraña sensación de remota familiaridad, y supuse que en alguna ocasión debería haber visto, y posteriormente olvidado, alguna aldea parecida. Tan sólo tenía una calle bordeada por casas de pescadores, hechas a base de piedras redondeadas y en cuyas paredes había redes colgadas a secar, y un par de tiendas diversas. La recorrimos en su completa longitud hasta llegar, al final, a una casa de tres pisos, en cuya puerta nos detuvimos. Un espacioso jardín la separaba de la carretera, y una hilera de espigados perales bordeaba el sendero que conducía a la entrada principal; más allá, el terreno se despejaba y se alargaba hacia el horizonte, entrecruzado por grandes diques y zanjas, a través de las cuales pude ver, a dos kilómetros de distancia, una franja blanca de guijarros que anunciaba la presencia del mar. Mi llegada fue anunciada por el claxon del coche, y Hopkins, un hombre delgado, austero y moreno, salió para recoger mi equipaje. Su mujer estaba esperando en el interior, y me condujo hasta mi habitación. Ciertamente era perfecta: tenía dos ventanas desde las que se veían las marismas del este, y junto a una de ellas había sido colocado un enorme escritorio. Un fuego chisporroteaba en la chimenea y había dos camas situadas en lugares opuestos de la habitación, una cerca de la segunda ventana y la otra junto a la chimenea, enfrente de la cual había un enorme sillón. Este sillón tenía una alfombrilla, bajo el escritorio había una papelera, y sobre ella uno de esos anticuados pero útiles artefactos que muestran el día del mes y de la semana en el que se encuentra uno, con clavijas para ajustado. Todo estaba pensado para resultar cómodo; todo parecía inmaculadamente limpio y cuidado, y me sentí como en casa al instante.

—Pero qué habitación más acogedora, señora Hopkins —dije—, es precisamente lo que estaba buscando.

Ella se apartó de la puerta mientras yo hablaba para dejar a su esposo pasar con las maletas. Le arrojó una mirada fugaz y hostil, y me descubrí pensando: «cómo le odia». Pero la impresión fue momentánea, y habiendo escogido dormir en la cama de al lado de la chimenea, bajé las escaleras junto a ella para tomar una taza de té mientras su marido deshacía mi equipaje.

Cuando volví a subir, su labor ya estaba terminada, y todos mis efectos habían sido dispuestos, las ropas guardadas en los cajones del armario y los libros y papeles ordenadamente colocados sobre la mesa. No había pegas posibles; había tomado posesión de aquella agradable habitación como si siempre hubiera vivido y trabajado en ella. Entonces me fijé en que la fecha que marcaba aquel pequeño artefacto ajustable que había sobre la mesa: era un detalle que se le había pasado por alto a la vigilancia de mis caseros, ya que marcaba martes 8 de mayo en vez de la fecha real, jueves 22 de marzo. Me satisfizo bastante comprobar que, después de todo, los Hopkins no eran completamente perfectos, y tras hacer retroceder las ruedecillas hasta que marcaran la fecha correcta, me sumergí en el trabajo inmediatamente, ya que no necesitaba acostumbrarme a nada antes de sentirme como en casa.

Una cena sencilla y excelente fue servida tres horas más tarde, y descubrí que uno de mis compañeros de hospedaje era una dama anciana y sepulcral dotada de una voz gentil pero que apenas hablaba, y como mucho para comentar el tiempo. Tenía junto a ella, sobre la mesa, una baraja de cartas y una botella de medicina. Tomó una dosis de la última tras haber comido, y de inmediato se retiró a la sala de estar común, donde aquella noche y todas las que le siguieron jugó interminables y tristes solitarios. El otro era un joven colorado que me confió que estaba llevando a cabo un estudio sobre las pulgas que infectaban a los caracoles de agua dulce, en cuya busca todos los días dragaba los diques. Había sido tan afortunado como para descubrir una nueva especie que sin duda sería llamada
Pulex Dodsoniana
en su honor. Hopkins nos atendió con atención ligera y silenciosa, y su mujer trajo algunos de los admirables frutos de su cocina. En cierto momento la loza entrechocó sobre la bandeja que ella portaba, lo que produjo una mirada por parte de su esposo que sorprendí casualmente. No era el mero disgusto el que la inspiraba, sino más bien una especie de odio mortal y callado. La cena terminó, y me acerqué durante un par de minutos a la sala de estar, donde la dama sepulcral se concentraba en sus solitarios y el señor Dodson en su microscopio, de modo que muy pronto regresé al piso superior para reanudar mi trabajo.

La habitación estaba agradablemente cálida, mis cosas estaban preparadas para la noche, y durante un par de horas me ensimismé hasta perder la noción del tiempo. Entonces se abrió la puerta de la habitación, silenciosamente, sin que nadie hubiera avisado ni tocado previamente, y allí estaba la señora Hopkins. Dejó escapar un pequeño gritito de consternación al verme.

—Le ruego que me disculpe, señor —dijo—. Me había olvidado completamente; qué estúpida. Ésta es la habitación de mi marido, y cuando no se usa suelo ocuparla yo. Me había olvidado completamente.

Me desperté a la mañana siguiente tras una noche repleta de sueños turbadores y tontos, para descubrir el sol desparramándose por las ventanas mientras el señor Hopkins levantaba las persianas. Había soñado que el señor Dodson entraba para mostrarme una colección de las pulgas con forma de diamante que predaban sobre las cartas de la señora de los solitarios, aunque eso probablemente no sucedería hasta el martes 8 de mayo, ya que, como él mismo había indicado, en aquel momento no podía haber allí ninguna, ya que el presente no existía. Y entonces, Hopkins, que había estado inclinándose sobre la cama que había junto a la ventana, se disculpó por haber entrado en mi habitación, y me explicó que allí podía odiar a su mujer con más intensidad: esperaba no haberme molestado. Después se oyó el estallido de una explosión, que se fundió en mis oídos con el ruido de la persiana al ser elevada, y allí estaba el señor Hopkins… Salí de inmediato de la cama y me vestí, pero de alguna manera aquel farragoso sueño fraguado a base de experiencias reales me siguió rondando. No podía evitar sentir que tenía alguna relevancia; si tan sólo pudiera encontrar la clave… No desapareció ni se evaporó, como suele ser habitual en los sueños, al despertarme; pareció más bien retirarse a alguna cueva o recoveco oculto de mi cerebro, para esperar allí emboscado a que se le volviera a llamar. Entonces me fijé en el calendario que había sobre la mesa, y vi sorprendido que aún registraba martes 8 de mayo, aunque habría jurado que la noche anterior le había puesto la fecha correcta. Y junto a la sorpresa apareció un ligero y más bien incómodo recelo, e involuntariamente me pregunté: ¿A
qué
martes? ¿A
qué 8
de mayo se refería? ¿Era un día de hace años o uno de años por venir? Sabía que tal pregunta era un ultraje al sentido común; probablemente había imaginado que había alterado los cilindros hasta reflejar la fecha real, pero no había llegado a hacerlo. Pero ahora sentía como si aquella fecha se refiriese a un hecho que ya hubiera sucedido, o a uno que aún tenía que suceder. ¿Registraba el pasado o… era quizá como una señal del ferrocarril inesperadamente alterada, durante la noche, en una estación secundaria? La vía parecía despejada, pero, de repente, de entre la oscuridad, llegaría el estruendo y el pitido de un tren que se aproximaba… Esta vez, en todo caso, no habría errores, y me aseguré de que había vuelto a colocar la fecha correcta.

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