El Santuario y otras historias de fantasmas (26 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Se levantó de la cama, escuchó un momento a través de su puerta, y después salió al patio silenciosamente. La luna ya había salido, ya que el brillo de las estrellas había palidecido, y aunque sus rayos no caían directamente sobre el patio, la penumbra había sido dispersada por la luminosidad del cielo, de modo que no necesitó una linterna. Levantó la tapa del ataúd y retiró los trapos andrajosos con los que Madden había vuelto a cubrir el cuerpo. Había pensado que aquellas vértebras inferiores que estaba determinado a conseguir iban a separarse fácilmente, tan dañados estaban tanto los músculos como el cartílago; sin embargo se resistieron como si estuvieran agarradas por un cepo, y tuvo que emplear hasta el último gramo de fuerza que había en sus poderosas manos para partir la columna, lo que provocó que los dañados huesos se desgajaran ruidosamente, como un disparo. Pero no hubo indicios de que nadie en la casa lo hubiera oído, ya que no se oyeron pasos, ninguna luz se encendió. Provocó otra fractura y la reliquia fue suya. Antes de volver a colocar en su sitio aquellos ropajes hechos jirones, volvió a contemplar aquellos huesos manchados y descarnados. Las vacías cuencas se habían llenado de sombras, como si aún contuvieran unos ojos hundidos y negros que le estuvieran mirando fijamente; la boca sin labios parecía gruñir y hacer muecas. Incluso mientras miraba pareció sobrevenir sobre ella un cambio de aspecto, ya que durante un breve momento le pareció que en su lugar yacía un enorme mono marrón que le contemplaba. Pero aquella ilusión se desvaneció instantáneamente y, tras volver a colocar la tapa del ataúd, regresó a su habitación.

La momia fue reenterrada al día siguiente, y dos días más tarde Morris abandonó Luxor en el tren nocturno de El Cairo, para después tomar el barco que le llevaría desde Port Said hasta casa. Aún le quedaban algunas horas libres antes de que el barco partiera, por lo que tras haber facturado su equipaje, incluido un maletín de piel bien cerrado, almorzó en el café Tewfik, cercano al muelle. Frente a él había un jardín repleto de palmeras y de vallas alegremente sepultadas por buganvillas: una barandilla de madera no muy alta lo separaba de la calle, y Morris había pedido una mesa cercana a ésta. Mientras comía observó el policromático paisanaje del mundo oriental desfilando frente a él: había oficiales egipcios vestidos con anchos abrigos cruzados y tocados con feces rojos;
fellahins
descalzos y con los dedos de los pies increíblemente separados y vestidos con gabardina; mujeres con velo y de punta en blanco que lanzaban miradas furtivas a aquellos con los que se cruzaban; desharrapados que vagaban semidesnudos, uno de ellos tocado con un ramillete de hibiscos escarlatas detrás de la oreja; viajeros de la India con anchos sombreros para protegerse del sol y aire de distante superioridad británica; desaliñados hijos del Profeta con turbantes verdes; un majestuoso jeque de blanco inmaculado; maquilladas damas francesas, indudablemente profesionales, con sus parasoles bordados y sus provocativas miradas; un derviche de mirada salvaje, vestido con una falda de acordeón, que mascaba la nuez del betel dejando escapar parte del contenido de su boca por las comisuras de los labios. Un limpiabotas griego que llevaba una caja adornada por placas de metal golpeaba sobre ella con sus cepillos invitando a los clientes; una joven egipcia se sentaba en cuclillas sobre un canalón escuchando un gramófono; los vapores que recorrían el canal hacían sonar sus sirenas.

Entonces, paseando junto al borde de la acera, llegó un joven italiano con un organillo colgado: con una mano tocaba una popular pieza de Verdi y con la otra agarraba una pequeña taza de metal en la que recibía el tributo de los amantes de la música; un monito vestido con una chaquetilla amarilla, unido a su muñeca por un cordel, se sentaba sobre su instrumento. El músico se había situado frente a Morris. A éste le agradó la alegre y tintineante tonada, buscó en su bolsillo una piastra y le hizo señas con la mano para que se acercara. El muchacho sonrió y se aproximó a la barandilla.

Entonces, repentinamente, el melancólico mono saltó del organillo para arrojarse sobre la mesa en la que estaba sentado Morris. Aterrizó sobre ella, chillando con rabia entre una barahúnda de cristales rotos. Un jarrón volcó violentamente, un plato se hizo añicos contra el suelo, la taza de café de Morris descargó su negro contenido sobre el mantel. Inmediatamente, el italiano tiró hacia sí de la cuerda y la pequeña y frenética bestia salió disparada hacia atrás, cayendo de cabeza sobre el pavimento. Se armó un pequeño alboroto, el camarero que había atendido a Morris imprecó al joven con volubles insultos, un policía pateó al mono mientras yacía en el suelo y el organillo se tambaleó hasta acabar por caer y despedazarse contra el suelo. Después, todo volvió a calmarse, y el muchacho italiano recogió de la calzada el pequeño cadáver del mono. Lo extendió en sus brazos hacia Morris.


E morto
—dijo.

—Merecido lo tenía —replicó Morris—. ¿Por qué ha saltado sobre mí de esa manera?

A medida que iban pasando los días y que el barco le acercaba cada vez más a Londres, aquel trágico incidente, del que él no había sido responsable, se convirtió en un motivo recurrente al que su mente regresaba una y otra vez durante aquellas interminables horas de ocio a bordo, en las que un hombre presta tan poca atención al libro que está leyendo como a lo que pasa a su alrededor. A veces, si la sombra de una gaviota recorría la cubierta en su dirección, su primer pensamiento, antes de que sus ojos pudieran contradecirle, era el de que aquella sombra era un mono arrojándose sobre él. Un día se encontraron con una fuerte tormenta procedente del oeste: un estallido de cristales se produjo junto a su codo, debido a que un repentino bandazo del barco había desequilibrado al camarero, y Morris se levantó bruscamente de su mesa pensando que el mono había vuelto a saltar sobre ella. Una noche hubo un espectáculo cinematográfico en el gran salón, durante el cual un naturalista exhibió las grabaciones que había tomado de la vida salvaje en las junglas de la India: cuando en la pantalla aparecieron las imágenes de un grupo de monos balanceándose entre los árboles, Morris agarró involuntariamente los brazos de su silla dominado por un pánico atroz que le atenazó durante una fracción de segundo hasta que se dijo a sí mismo que sólo estaba viendo una película en el salón de un vapor que pasaba frente a las costas de Portugal. Una noche en su camarote, estando medio adormecido, vio un animal agachado junto a su maletín de cuero. Su respiración se detuvo bruscamente antes de darse cuenta de que sólo se trataba de un amistoso gato que le miró con ojos brillantes y arqueando el lomo…

Aquellos sustos fantásticos e irracionales eran inquietantes. Todavía no se había repetido la alucinación del monito, pero desde luego aquello para cuya cura había pasado dos meses en Egipto seguía profundamente enterrado en su mente. Debería volver a consultar a Robert Angus en cuanto llegara a casa y pedirle consejo. Probablemente aquel incidente de Port Said había reavivado el problema y además le había añadido una nueva dimensión: ahora estaba asustado de monos reales, brotaba terror de la oscuridad de su alma. Pero en cuanto a que aquello tuviera relación con su tesoro hurtado… una superstición tan infantil y absurda como aquella sólo merecía ser ridiculizada. A menudo abría su maletín de cuero y se sentaba a contemplar aquel milagro de la cirugía que podía volver a convertir en prácticas habilidades largamente olvidadas.

Pero se sentía contento de volver a Inglaterra. Durante los tres últimos días de viaje ninguna amenaza había surgido de entre las sombras, de modo que probablemente se había estado preocupando en vano. Aquella cálida tarde de marzo se había posado una ligera niebla sobre Regent’s Park y caía una fina llovizna. Estableció una cita con el especialista para la mañana siguiente y telefoneó al hospital para informar de que había regresado y que quería reincorporarse al trabajo de inmediato. Cenó de muy buen humor, charlando con su criado, y, cuando surgió el tema en la conversación, le mostró sus preciados huesos, contándole que había tomado la reliquia de una momia que había visto desvendada y que pretendía ofrecer una conferencia al respecto. Cuando se fue a la cama se llevó consigo el maletín de piel. La cama resultaba comodísima en comparación con la litera del barco, y a través de la ventana abierta le llegaba el suave siseo de la lluvia cayendo sobre los arbustos.

Su criado dormía en una habitación situada directamente sobre la suya. Un poco antes de que amaneciera se despertó sobresaltado a causa de unos horribles chillidos que llegaban de algún lugar muy cercano. Entonces oyó unos gritos inteligibles que pertenecían a una voz a la que conocía bien:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Ah…h…! —y volvió a chillar.

El criado se apresuró descendiendo las escaleras y encendió la luz de la habitación de Morris al entrar. Los gritos habían cesado: ya sólo se oía un suave gemido que llegaba desde la cama. Sobre ella se inclinaba un enorme simio enfrascado en alguna labor. Entonces, tomando el cuerpo que allí yacía por el cuello y la cadera, el simio lo dobló hacia atrás hasta que crujió como un palo seco. Después, abrió violentamente el maletín de piel que estaba sobre la mesilla de noche, agarró algo que brilló entre sus húmedos dedos y se abalanzó por la ventana desapareciendo en la noche.

Un doctor llegó media hora después, pero era demasiado tarde. Puñados de pelo con trozos de piel unidos a ellos habían sido arrancados de la cabeza del hombre asesinado, ambos ojos habían sido extraídos de sus cuencas, el pulgar derecho había sido arrancado de cuajo, y la espalda se había roto a la altura de las vértebras inferiores.

Desde entonces, no ha salido a la luz ninguna revelación que pudiera explicar racionalmente la tragedia. Ningún simio había escapado del vecino jardín zoológico, ni, según se pudo comprobar, de ningún otro sitio. Aquel monstruoso visitante nocturno no volvió a ser visto. Y el desenlace resultó aún más misterioso, ya que Madden, al regresar a Inglaterra tras la finalización de la temporada en Egipto, le preguntó al criado de Morris qué era exactamente aquello que su señor le dijo haber tomado de una momia desvendada, y recibió de él la suficiente información como para hacerse una idea clara de lo que se trataba. Al siguiente otoño continuó sus excavaciones en el cementerio de Gurnah, volvió desenterrar el ataúd de A-pen-ara y lo abrió. Sin embargo, la columna vertebral estaba entera y en su sitio: una de las vértebras tenía el aro plateado que Morris había saludado como un logro único en la historia de la cirugía.

EL SANTUARIO

Era enero, y Francis Elton estaba pasando dos semanas de vacaciones en Engadine cuando recibió el telegrama que le anunció la muerte de su tío, Horace Elton, y su derecho de sucesión a una más que considerable fortuna. El telegrama añadía que la ceremonia de cremación de los restos se celebraría aquel mismo día, resultándole imposible acudir a la misma; no existía por tanto ninguna razón por la que debiera acelerar su regreso.

En una carta que le llegó dos días más tarde, el notario, el señor Angus, le amplió los detalles: la herencia consistía por una parte en bienes por la cantidad de 80.000 libras esterlinas, y por otra en la hacienda del señor Elton, situada a las afueras del pequeño pueblo de Wedderburn, en Hampshire. Ésta consistía en una encantadora casa con su respectivo jardín y en unos cuantos acres de terreno edificable. Todo esto le había sido dejado a Francis, pero la finca acarreaba consigo una renta de 500 libras al año a favor del Reverendo Owen Barton.

Francis apenas sabía nada de su tío, el cual se había comportado durante mucho tiempo como un recluso; de hecho hacía ya casi cuatro años que no le veía, desde que había pasado tres días con él en su casa de Wedderburn. Apenas le quedaban vagos aunque ligeramente inquietantes recuerdos de aquella estancia, y en su viaje de regreso, mientras yacía en la litera de aquel bamboleante tren, su cerebro, revolviendo adormecido entre sus enterrados recuerdos, empezó a desenterrarlos. En realidad no estaban nada definidos: consistían principalmente en sugestiones laterales e impresiones oblicuas, cosas observadas, por decirlo de alguna manera, a través del rabillo del ojo, y nunca examinadas de manera directa.

En aquella ocasión era sólo un muchacho que acababa de terminar la escuela y que disfrutaba de las vacaciones veraniegas durante un agosto caluroso y sofocante, y recordaba que su visita se había producido justo antes de ingresar en una academia en Londres para aprender francés y alemán.

Allí estaba, ante todo, su tío Horace, y de él conservaba vívidas imágenes. Un hombre de mediana edad, con el pelo grisáceo, grande y extremadamente corpulento, hasta el punto de que la papada ocultaba su cuello, pero a pesar de aquella obesidad, era rápido y de movimientos ágiles, y poseía unos ojos azules alegres e igualmente alertas que parecían estar vigilándole constantemente. También se encontraban allí dos mujeres, madre e hija, y en cuanto las recordó, sus nombres regresaron también a su memoria: eran la señora Isabel Ray y Judith. Judith, suponía, debía de ser uno o dos años mayor que él, y la primera tarde que había pasado por allí le había acompañado a dar un paseo por el jardín después de cenar. Le había tratado de inmediato como si fuesen viejos amigos, había caminado rodeándole el cuello con un brazo y le había preguntado muchas cosas sobre su escuela, y sobre si había alguna chica que le gustara. Todo muy amistoso, pero francamente embarazoso. Cuando regresaron al interior resultó evidente que la madre le dirigió una señal interrogativa a la hija, y Judith había respondido encogiéndose de hombros.

Entonces la madre le cogió de la mano; le hizo sentarse junto a ella al lado de una ventana, y le habló de la academia a la que iba a acudir: tendría en ella mucha más libertad de la que había tenido en el colegio, suponía, y él parecía la clase de muchacho que sabría hacer un buen uso de ella. Comprobó su francés y descubrió que podía hablarlo bastante correctamente, y le dijo que tenía un libro que acababa de leer y que podría prestárselo. Había sido escrito por aquel exquisito estilista, Huysmans, y se titulaba
La-Bas.
No quiso decirle sobre qué versaba, eso lo tendría que descubrir por sí mismo. Durante todo aquel rato sus ojos estrechos y grises estaban fijos en él, y cuando decidió ir a acostarse le condujo hasta su habitación para darle el libro. Allí estaba Judith; ella ya lo había leído y se rió al recordarlo.

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