Read El Santuario y otras historias de fantasmas Online
Authors: E. F. Benson
—Pero si ese hombre está temblando de miedo —dije yo mientras desaparecía—. Apenas podía recoger la pelota.
—¡Pobre Diablo! —dijo Jim—. Desde luego algo inaudito pasa en la casa de la esquina.
Apenas había acabado de hablar cuando la lluvia empezó a caer torrencialmente, de modo que trotamos a la mayor velocidad de la que son capaces dos caballeros de mediada edad hacia el cobertizo de hierro ondulado que hacía las veces de club. Sin embargo, el señor Labson no se nos unió en busca de refugio; le vimos avanzar laboriosamente bajo el chaparrón prefiriendo empaparse antes que enfrentarse a sus semejantes.
Aquella visión cercana del señor Labson había convertido el asunto de la casa de la esquina en algo mucho más real. Tras las cortinas en las que se encendía una luz por las noches, se sentaba un hombre en cuya alma se había entronizado el terror. ¿Era el terror a su compañera, la cual se sentaba allí con él, el que reinaba tan supremo que incluso cuando se alejaba hasta el campo de golf aún le dominaba? ¿Le había arrebatado hasta el último poso de masculinidad y de valor hasta el punto de que ni siquiera era capaz de huir, sino que regresaba a aquella siniestra casa por miedo a su miedo, igual que a un conejo acechado por una comadreja le falta el coraje para escapar a toda velocidad y ponerse a salvo de sus dientes blancos y afilados? ¿O es que existían unos lazos de afecto entre él y la mujer a la que su temeridad había arrastrado hasta la penuria, de modo que como penitencia voluntaria cocinaba y se dejaba esclavizar por ella? Y entonces pensé en la voz que le había estado gritando durante todo aquel día; era más probable que, como Jim había dicho, pasara algo inaudito en la casa de la esquina, ante la cual se acobardaba y de la cual no tenía la fuerza de voluntad para huir.
Le vislumbramos en más ocasiones, como cuando con la cesta de la compra en el brazo, por la mañana temprano, llevaba a la casa pan, leche, y unos despojos baratos del carnicero. En una ocasión le vi entrar en su casa al regresar de las compras. Debía de haber cerrado la puerta con llave antes de salir, ya que en aquel momento volvió a abrirla y, una vez dentro, oí cómo la llave volvía a girar en la cerradura. En otra ocasión, aunque sólo pude apreciar su silueta, vi a aquella con la que compartía su soledad, ya que al pasar frente a la casa de la esquina al atardecer, la lámpara acababa de ser encendida y pude vislumbrar a través de la ventana una habitación sin alfombrar, un techo ennegrecido y un gran sillón colocado frente al fuego de la chimenea. En aquel momento la forma de una mujer se interpuso entre la luz y yo. Era muy alta, e inmensamente ancha y robusta, y sus manos, grandes como las de un hombre, agarraron las cortinas. Un momento más tarde, con un soniquete de anillas moviéndose, las había echado, encerrándose a sí misma y al hombre para pasar la larga tarde invernal y la noche que seguiría.
Esa misma tarde, recuerdo, Jim había tenido ocasión de acudir a la oficina de correos, y regresó a nuestra pequeña y cálida sala de estar con algo de horror en los ojos.
—Tú la has visto —dijo—, y yo la he oído.
¿A quién? Oh, ¿te refieres a la casa de la esquina? —pregunté.
—Sí. Estaba pasando por delante cuando ella empezó. Te aseguro que me asusté. Apenas parecía una voz humana, o por lo menos no parecía la voz de una persona cuerda. Era más bien como un farfullar estridente y violento de una sola nota, continua, sin pausa. De locos.
El retrato mental de ambos se hizo más siniestro. Era un pensamiento espantoso el que los reunía a los dos, tras las cortinas descoloridas y en aquella habitación desnuda: aquel hombrecillo aterrorizado y aquella mujer monstruosa gritándole y vociferando. Y sin embargo, ¿qué podíamos hacer nosotros? Parecía imposible intervenir de ninguna manera. No era asunto de dos visitantes de Londres el interferir en los asuntos domésticos de dos perfectos extraños. Y, sin embargo, el desenlace probó que cualquier intervención habría estado justificada.
El día siguiente fue húmedo desde la mañana hasta la noche. Un vendaval de lluvia mezclada con aguanieve llegó rugiendo desde el noroeste, y ninguno de nosotros se asomó al exterior, sino que permanecimos cerca del fuego, escuchando al viento ulular en la chimenea y al vendaval arrojar cortinas de agua contra los postigos de las ventanas. Pero al caer la noche el viento cesó y se despejó el cielo, y cuando subí a mi cuarto para acostarme, adormecido por haber pasado todo el día encerrado, vi las sombras de las barras de la ventana completamente negras en oposición a la claridad que llegaba del exterior, y abriendo la persiana pude contemplar una luna radiante. Abajo, un poco a la izquierda, quedaba el descuidado jardín de la casa de la esquina, y allí, en mitad del sendero cubierto por la hierba, estaba la mujer cuya silueta había visto recortada contra la luz de la lámpara de su habitación. Ahora la luna alumbraba de lleno su rostro, y me quedé momentáneamente sin resuello al contemplar aquel horroroso semblante. Era grueso y estaba hinchado más allá de lo creíble, los ojos no eran sino dos pequeños cortes sobre sus mejillas, y los contornos de la boca resultaban invisibles a su sombra. Pero ni siquiera la blancura de la luz lunar daba palidez a su cara, ya que estaba encendida con un matiz purpúreo tan intenso que casi parecía negro. Tan sólo pude observarla un instante, ya que quizá había oído el repiqueteo de mi persiana, por lo que miró hacia arriba y un minuto más tarde estaba de nuevo en el interior de la casa. Pero aquel momento fue suficiente; sentí que había visto algo infernal, algo más allá del amplio espectro de la humanidad. No era sólo la horrorosa fealdad física de aquella cara monstruosa lo que resultaba tan impactante; era la expresión en sus ojos y su boca, visible en aquel segundo en el que alzó la cara para mirar hacia mi ventana. Había en ella un odio inhumano y una crueldad que estremecían el corazón; los contornos sin rasgos se habían rellenado con detalles más horribles de los que jamás hubiera imaginado.
Volvíamos a estar en el campo de golf a la tarde siguiente, en un día de luz líquida y aire fresco, pero alguna innombrable opresión del espíritu me mantenía aislado de la magnífica y tonificante calidez. La idea de aquel hombrecillo aterrorizado aprisionado todo el día y toda la noche, excepto por sus breves salidas, con aquella mujer que en cualquier momento podía estallar en un torrente de griterío, era como una pesadilla que me llegaba a pleno sol. Hubiera sido agradable haberle visto aquel día, y saber que estaba disfrutando de un pequeño respiro alejado de aquella terrible presencia; pero no vimos ni rastro de él, y cuando regresamos y pasamos frente a la casa de la esquina las cortinas ya estaban echadas y, como de costumbre, todo estaba en silencio.
Jim me tocó el brazo mientras pasábamos frente a las ventanas.
—Pero esta noche no hay ninguna luz —dijo.
Era cierto; las cortinas estaban agujereadas, tal y como yo sabía, en por lo menos media docena de sitios, pero ni a través de ninguno de estos agujeros ni a través de los resquicios de los extremos llegaba la más mínima luz. De alguna manera, este hecho añadió un horror que puso mis nervios en tensión.
—Bueno, no podemos llamar a la puerta y decirles que se han olvidado de encender la lámpara —dije.
Nos detuvimos un momento, e incluso mientras estábamos hablando vi llegar a través de la plaza, dirigiéndose hacia nosotros en el creciente crepúsculo, al hombre al que habíamos echado en falta en el campo de golf aquella tarde. Aunque no le había visto aproximarse, ni oído el sonido de sus pisadas sobre los adoquines, en aquel momento se encontraba a un par de metros de nosotros.
—En todo caso,
aquí
llega —dije.
Jim se giró.
—¿Dónde? —preguntó.
Había al menos una distancia de dos metros entre ambos, y mientras él preguntaba esto el hombre pasó entre los dos y avanzó hacia la puerta de la casa de la esquina. Y entonces, de manera instantánea, vi que Jim y yo estábamos solos. La puerta de la casa de la esquina no se había abierto, pero allí no había nadie.
Jim exclamó sobresaltado:
—¿Qué era eso? Algo me ha rozado.
—¿No has visto nada? —pregunté.
—No, pero he notado algo. No sé lo que era.
—Yo le he visto —dije.
Mis nervios alterados parecían haber infectado a Jim.
—¡Tonterías! —dijo—. ¿Cómo podrías haberle visto? ¿Adonde ha ido, si es que le has visto? No sé qué estamos haciendo aquí.
Antes de que pudiera responder oí en el interior de la casa de la esquina el sonido de unos pesados pasos arrastrándose; una llave giró en la cerradura, y la puerta se abrió. A través de ella, jadeando y resoplando, extrañamente agitada, surgió la mujer que había visto la noche anterior en el jardín.
Había cerrado la puerta y vuelto a echar la llave antes de vernos. Iba sin sombrero y llevaba puestas unas enormes zapatillas cuyos tacones golpeaban el pavimento a cada paso; en su rostro se reflejaba el vacío provocado por algún terror innombrable. Su boca, una caverna en mitad de aquella montaña de carne, estaba abierta de par en par, y de ella nos llegó entonces algo a medio camino entre un jadeo y un estertor. Después, al vernos, rápida como un lagarto, dio media vuelta, se trabó un momento con la llave que todavía llevaba en la mano, y de nuevo nos encontramos con una puerta cerrada y una calle vacía. Toda la escena transcurrió como el parpadeo de una fuerte luz vista entre las tinieblas. Había salido, empujada por un terror particular; después, había vuelto a entrar, al parecer aterrorizada por nuestra presencia.
Regresamos a la posada sin cruzar una sola palabra. En aquel preciso momento no había nada que decir; al menos por mi parte. Sabía que había algo que, por decirlo de alguna manera, estaba recubriendo mi cerebro: una superficie congelada de miedo miserable que debía de ser derretida a toda costa. Sabía lo que había visto, y sabía lo que Jim había notado: algo que no tenía una existencia tangible en el mundo material. Él había sentido lo que yo había visto, y yo había visto la forma y la apariencia corpórea del hombre que vivía en la casa de la esquina. Pero qué era lo que había visto su mujer para hacerla salir de la casa, y por qué al vernos había regresado a ella, no podía ni imaginarlo. Quizá cuando ese cierto horror físico que atenazaba mi cerebro se deshelara podría saberlo.
Poco después estábamos sentados en la pequeña y acogedora salita, con nuestro té preparado y el fuego ardiendo alegre en el hogar. Charlamos, por raro que pudiera parecer, de cualquier cosa excepto
aquella,
pero los silencios que se imponían entre que abandonábamos un tema y el momento en el que conseguíamos introducir otro eran cada vez mayores, hasta que por fin Jim habló.
—Ha pasado algo —dijo—. Tú has visto algo que no estaba allí y yo he sentido algo que tampoco estaba. ¿Qué es lo que hemos visto y sentido? ¿Y qué es lo que ha visto o sentido
ella?
Apenas había acabado de hablar cuando tocaron en la puerta y entró el posadero. Durante el momento en el que la puerta estuvo abierta me llegó desde el bar de la posada una voz estridente y farfullante, que no había oído jamás, aunque inmediatamente supe que Jim sí lo había hecho.
—La señora Labson se ha acercado hasta el bar, caballeros —dijo—, y quiere saber si eran ustedes quienes se encontraban frente a su casa hace diez minutos. Ella cree que…
Hizo una pausa.
—Es difícil suponer qué es lo que pretende —dijo—. Su marido no ha estado en casa en todo el día, y aún no ha regresado, y ella piensa que ustedes podrían haberle visto en el campo de golf. Además ha dicho que está pensando en dejar su casa durante un mes, y se pregunta si a ustedes les interesaría alquilarla, pero va de una…
La puerta volvió a abrirse, y allí estaba ella, llenando el hueco de la puerta. Se había tocado la cabeza con un enorme sombrero de plumas, y se había cubierto los hombros con una capa de noche de un rojo brillante, raída y comida por las polillas, pero en sus pies aún permanecían las mismas zapatillas.
—Les parecerá extraño que una dama se entrometa de esta manera —dijo—, pero ¿ustedes son los caballeros a los que he visto admirando mi casa hace un momento?
Sus ojos, completamente vacuos por momentos, repentinamente agudos y escrutadores en otros, se posaron sobre la ventana. Las cortinas no estaban echadas y en el exterior la última luz diurna estaba desvaneciéndose. Arrastró las zapatillas a través de la habitación y echó la persiana, mirando antes hacia el ocaso.
—En realidad no me asombra —siguió diciendo atropelladamente—, ya que mi casa suele ser muy admirada por los turistas. Estaba pensando abandonarla durante unas semanas, aunque no estoy segura de que fuera conveniente hacerlo justo ahora, e incluso aunque así fuese, debería retirar algunos de mis tesoros a un pequeño ático que hay en la parte superior de la casa y cerrarlo bien. Joyas de la familia, ya pueden imaginarse. Pero todo eso es circunstancial. He venido aquí, cometiendo una extraña intromisión, lo sé, para preguntarles si alguno de ustedes había visto a mi marido, el señor Labson (yo soy la señora Labson, tal y como debería haberles dicho)… si le habían visto esta tarde en el campo de golf. Acudió allí a eso de las dos de la tarde y aún no ha regresado. Es algo de lo más extraño, ya que normalmente tiene el té preparado a las cuatro y media.
Hizo una pausa y pareció escuchar con atención; después volvió a acercarse a la ventana y volvió a retirar la persiana.
—Pensé que había oído pasos en mi jardín, aquí al lado —dijo—, y me preguntaba si sería el señor Labson. Es un jardincito tan agradable… un tanto descuidado, quizá. Creo que vi a uno de ustedes, caballeros, apreciándolo anoche, mientras yo tomaba el fresco. Quizá, si no les apeteciese hacerse cargo de toda la casa, les gustaría alquilar un par de habitaciones. Podría proporcionarles una estancia de lo más agradable, el señor Labson siempre ha dicho que soy una magnífica cocinera y anfltriona, y en todos estos años nunca he recibido una palabra de queja por su parte.
Aun así, si se le ha metido en la cabeza marcharse repentinamente de esta manera, me encantaría tener un huésped en la casa, ya que no estoy acostumbrada a estar sola. Estar sola en una casa es algo que nunca he podido soportar.
Se volvió hacia el posadero.
—Tomaré una habitación aquí esta noche, si el señor Labson no regresa. Quizá podría enviar a alguien con una bolsa a recoger lo que necesite. No, eso no estaría bien; ya iré yo misma, si es usted tan amable de acompañarme hasta la puerta de la entrada. Uno nunca sabe con quién puede encontrarse a estas horas de la noche. Y si el señor Labson viniese aquí en mi busca, no le deje entrar en ningún caso. Dígale que no estoy aquí; dígale que me he ido de casa y que no he dejado ninguna dirección. Usted no querrá al señor Labson aquí, ya que no tiene ni un solo penique de su propiedad y no podría pagar el alojamiento, y yo no voy a mantener su holgazanería durante tanto tiempo. Él me arruinó, y así estaremos en paz. Le dije que…