El Santuario y otras historias de fantasmas (28 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Él y Sybil se encontraban sentados en la sala de estar cuando empezó a caer la noche. Un criado entró para anunciarles que el señor Owen Barton había pedido su permiso. Ciertamente, se hallaban en casa, de modo que entró, y Sybil le fue presentada.

—Apenas se acordará de mí, señor Elton —dijo—, pero yo estaba aquí cuando vino usted a visitar a su tío: debió de ser hace cuatro o cinco años.

—Al contrario, le recuerdo perfectamente —dijo Francis—. Nos bañamos y jugamos al tenis juntos. Fue usted muy amable con un muchacho tímido. ¿Sigue viviendo aquí?

—Sí. Compré una casa en Wedderburn poco después de la muerte de su tío. Pasé seis años muy felices junto a él, siendo su secretario, y le cogí cariño a la región. Mi casa se encuentra justo al otro lado de la valla de su jardín, frente a la puerta con pestillo que da al camino del bosque que rodea a la piscina.

La puerta se abrió
y
entró Dickie. Vio que había un extraño y se detuvo.

—Dile «¿Cómo esta usted?» al señor Barton, Dickie —dijo su madre.

Dickie cumplió el encargo con completa corrección y permaneció allí, contemplándole. Normalmente era un muchacho tímido; pero, tras su inspección, se le acercó de nuevo y apoyó sus manos sobre las rodillas del otro.

—Me gusta usted —dijo con confianza, y se apoyó en él.

—No molestes al señor Barton, Dickie —dijo Sybil con autoridad.

—Oh, pero si no me molesta en absoluto —dijo Barton, y atrajo hacia sí al muchacho para que quedara cómodamente instalado entre sus rodillas.

Sybil se levantó.

—Vamos, Dick —dijo—. Daremos un paseo por el jardín antes de que oscurezca.

—¿Viene él también? —preguntó el muchacho.

—No; se queda para hablar con el tío Francis.

Cuando los dos hombres se hubieron quedado solos, Barton dijo un par de palabras sobre Horace Elton, quien siempre se había comportado con él como un amigo generoso. Su final, afortunadamente breve, había sido terrible, y terrible en especial para él había sido la negativa del moribundo a verle durante los dos últimos días de su vida.

—Su mente, supongo, debió de verse afectada —dijo— por sus espantosos sufrimientos. A veces sucede: la gente se vuelve contra aquellos con los que más intimidad han compartido. A menudo me he lamentado por ello, y lo he sentido mucho… Y le debo una explicación, señor Elton. Sin duda le sorprendería ver en el testamento de su tío que se refería a mí como «reverendo». Es cierto, aunque yo no me aplique el término. Ciertas dudas espirituales y dificultades me hicieron abandonar los votos, pero su tío siempre mantuvo que un sacerdote es siempre un sacerdote. En eso era inamovible, y sin duda tenía razón.

—No sabía que mi tío tuviera interés en los asuntos de la iglesia —dijo Francis—. ¡Ah, había olvidado sus vestimentas! Quizá se tratase de un interés artístico.

—En absoluto. Los consideraba objetos sagrados, consagrados para usos santos… ¿Y podría preguntarle qué ha sido de sus restos? Recuerdo haberle oído expresar en alguna ocasión que quería ser enterrado junto a la piscina.

—Su cuerpo fue incinerado —Dijo Francis—, y las cenizas se enterraron allí.

Barton no se quedó mucho tiempo más, y cuando Sybil regresó se sintió francamente aliviada al ver que se había marchado. Simplemente no le gustaba. Había en él algo extraño, algo siniestro. Francis se rió; a él le parecía bastante buen tipo.

Los sueños son, por supuesto, tan sólo un compendio de imágenes mentales recientes y de asociaciones, y un sueño tan vívido como el que tuvo Francis aquella noche podría haber surgido fácilmente de dichos elementos. Soñó que estaba bañándose en la piscina con Owen Barton, y que su tío, robusto y florido, estaba de pie bajo el árbol del amor de Judas, observándoles. Aquello parecía algo natural, como suele pasar en los sueños: sencillamente no había muerto. Cuando salieron del agua buscó su ropa, pero lo único que encontró fue una sotana escarlata y una cota guarnecida con encajes. También aquello le pareció natural; del mismo modo que se lo pareció el que Barton se cubriera con una capa vestal dorada.

Su tío, muy feliz y relamiéndose los labios, se les unió, y cada uno de ellos le tomó de un brazo mientras caminaban en dirección a la casa cantando un himno. A medida que avanzaban, la luz del día se iba extinguiendo, y para cuando hubieron cruzado el césped ya era noche cerrada, y las ventanas de la casa aparecían iluminadas. Subieron las escaleras, aún cantando, hasta llegar a la habitación de su tío, que ahora era la suya. Había abierta una puerta en la que hasta entonces no se había fijado, situada frente a su cama y desde cuyo interior llegaba un fuerte resplandor. Entonces empezó a sentir que se hallaba inmerso en una pesadilla, ya que sus dos acompañantes le agarraron con fuerza y le empujaron hacia la puerta, mientras él luchaba por liberarse sabiendo que en su interior acechaba algo terrible. Pero paso a paso le fueron arrastrando, pese a su violenta resistencia, y en aquel momento surgió de la puerta un enjambre de enormes y rollizas moscas que zumbaban y se posaban sobre él. Cada vez llegaban más y más, cubriendo su cara, arrastrándose entre sus ojos, entrando en su boca cada vez que jadeaba buscando aire. El horror creció hasta ser insoportable, y entonces despertó sudando y con el corazón latiendo salvajemente. Encendió la luz, y allí estaba la habitación, en absoluta calma mientras el amanecer comenzaba a iluminar el exterior y los pájaros empezaban a afinar sus cantos.

Los escasos días de vacaciones de Francis pasaron rápidamente. Descendió hasta el pueblo para conocer la casa de Barton, juzgándola una vivienda pequeña y encantadora, y a su propietario un tipo de lo más agradable. Barton cenó con ellos una noche y Sybil llegó a admitir que quizá su primera impresión había sido un poco precipitada. Fue encantador con Dickie, y eso la dispuso en su favor, ya que el muchacho le adoraba. Pronto sería necesario encontrar un tutor para él, y Barton accedió de buen grado a encargarse de su educación. Cada mañana, Dickie trotaba a través del jardín y atravesaba el bosque junto al que se encontraba la piscina hasta llegar a la casa de Barton. Su carácter enfermizo le había hecho retrasarse en sus estudios, pero ahora se mostraba ansioso por aprender y por complacer a su nuevo instructor, de modo que rápidamente se puso al día.

Fue por aquel entonces cuando conocí a Francis, y durante los siguientes dos meses en Londres nos convertimos en buenos amigos. Me contó que hacía poco que un tío suyo le había dejado en herencia una propiedad en Wedderburn, pero hasta el momento ése era el único detalle que conocía de la historia que hasta ahora he registrado. En algún momento de julio me dijo que pretendía pasar allí el mes de agosto. Su hermana, la cual se encargaba de la casa, quería llevar a su hijo a la costa durante la primera o las dos primeras semanas del mes. ¿Querría yo acompañarle y compartir su soledad, lo que de paso me permitiría avanzar con cierto trabajo que se me estaba acumulando sin que nadie me interrumpiera? Parecía un plan realmente atractivo, de modo que una calurosísima tarde que amenazaba tormenta, a principios de agosto, nos desplazamos hasta allí en coche. Owen Barton, que había sido secretario de su tío, me dijo, iba a cenar con nosotros aquella noche.

Cuando llegamos todavía faltaba algo más de una hora hasta el momento de sentarse a cenar, y Francis me invitó, si me apetecía darme un chapuzón, a que estrenara la piscina que había más allá del césped, entre los árboles. Él tenía que dedicarse a resolver varios asuntos caseros, de modo que fui solo. Era un lugar cautivador: el agua, completamente transparente e inmóvil, reflejaba el cielo y el follaje de los árboles. Me desnudé y me sumergí. Floté haciendo el muerto sobre la refrescante superficie, nadé y también buceé, y entonces vi, caminando cerca del extremo más alejado de la piscina, a un hombre extremadamente corpulento que no debía de superar en mucho la mediana edad. Iba vestido de noche, con chaqueta y corbata negra, e instantáneamente asumí que debía de tratarse del señor Barton, que venía desde el pueblo para cenar con nosotros. Debía de ser por tanto más tarde de lo que me había parecido, así que nadé hasta la caseta en la que se encontraban mis ropas. Cuando salí del agua, miré a mi alrededor. Allí no había nadie.

Aquello me sorprendió, aunque sólo fuera ligeramente. Resultaba extraño que hubiera aparecido tan inesperadamente de entre los árboles y que volviera a desaparecer tan súbitamente, pero tampoco era algo que me preocupase excesivamente. Me apresuré a regresar a la casa, me cambié rápidamente y bajé las escaleras, convencido de que iba a encontrar a Francis y a su invitado sentados en la sala de estar. Pero lo cierto es que no hubiera tenido por qué darme tanta prisa, ya que mi reloj me indicó que aún faltaba un cuarto de hora hasta el comienzo de la cena. En cuanto a los otros, supuse que el señor Barton se encontraría con Francis en su propio salón, de modo que elegí un libro al azar para matar el rato y me puse a leer. Pero cada vez se hacía más oscuro, y cuando me levanté para encender la luz vi a través de la ventana francesa, en el jardín, la figura de un hombre silueteada contra la tormentosa puesta de sol. Estaba mirando hacia la habitación en la que yo me encontraba.

No tuve ni la más mínima duda de que se trataba de la misma persona que había visto mientras me bañaba, y encender la luz no hizo sino confirmármelo, ya que el resplandor cayó directamente sobre su cara. Seguramente el señor Barton, al darse cuenta de que había llegado demasiado pronto, había estado matando el tiempo paseando por el jardín hasta que llegara la hora de la cena. Pero lo cierto es que a mí se me habían quitado las ganas de compartirla con él: le había podido echar un buen vistazo y había en su rostro algo horrible. ¿Era humano? ¿Era terrestre en absoluto? Entonces se retiró lentamente, y de inmediato alguien llamó a la puerta, y oí a Francis descendiendo las escaleras. Él mismo abrió la puerta: oí unas palabras de bienvenida, y entonces entró en la habitación acompañado de un tipo alto y delgado al que me presentó.

Pasamos una velada muy agradable: Barton hablaba de una manera fluida y simpática, y en más de una ocasión se refirió a su amigo y pupilo Dick. A eso de las once se levantó para marcharse, y Francis le sugirió que atravesase el jardín, que representaba una ruta más corta hasta su casa. La amenaza de tormenta aún no se había materializado, aunque el cielo ya se mostraba especialmente cubierto cuando nos despedimos frente a la ventana francesa, en el exterior. Barton pronto fue tragado por la oscuridad. En aquel momento un relámpago provocó un brillante resplandor que me permitió ver en mitad del césped, como si le estuviera esperando, al hombre que había visto ya en dos ocasiones. «¿Quién es ése?», estuve a punto de preguntar, pero de inmediato percibí que Francis no le había visto, de modo que permanecí en silencio, ya que en aquel momento supe algo que ya había medio imaginado: que el hombre que yo había visto no era de carne y hueso. Un par de gruesas gotas se estrellaron sobre el sendero, y mientras nos refugiábamos en el interior Francis gritó:

—¡Buenas noches, Barton! —y la alegre voz le respondió.

No pasó mucho tiempo antes de que nos fuéramos a la cama, y cuando pasamos frente a su habitación Francis me invitó a verla. Se trataba de una gran cámara artesonada con un enorme armario junto a la cama. Cerca de él colgaba un retrato al óleo de reducido tamaño.

—Mañana te enseñaré lo que hay en el armario —dijo—. Unos artefactos maravillosos… Ése es un retrato de mi tío.

Yo ya había visto aquel rostro aquella tarde.

Durante los siguientes dos o tres días no volví a ver a aquel espantoso visitante, pero en ningún momento pude sentirme relajado, ya que notaba su presencia. Qué instinto o qué sentido era el que lo percibía, no lo sé: quizá se tratase tan sólo del pavor que me producía la idea de volver a verle lo que me había producido semejante convicción. Pensé decirle a Francis que debía regresar a Londres; lo que evitó que lo hiciera fue el deseo de saber más, y aquello me hizo enfrentarme al miedo. Entonces, muy pronto, empecé a darme cuenta de que Francis parecía tan intranquilo como yo. A veces, mientras estábamos sentados juntos después de cenar, se mostraba extrañamente alerta: se interrumpía en mitad de alguna frase como si algo hubiese atraído su atención, o apartaba la mirada de nuestra partida de bezique
[6]
y centraba su atención durante un segundo en algún rincón de la habitación o, más a menudo, en el oscuro vacío de la abierta ventana francesa. ¿Acaso había visto algo, me preguntaba, que resultaba invisible para mí y, al igual que hacía yo, temía hablar de ello?

Aquellas impresiones fueron momentáneas e infrecuentes, pero mantuvieron vivo en mí el sentimiento de que allí estaba pasando algo, y que aquel algo, que surgía de la oscuridad y lo desconocido, estaba cobrando fuerza. Había penetrado en la casa y estaba presente en todas partes… Pero luego me encontraba al despertar con unas mañanas tan brillantes y soleadas que me autoconvencía de que me estaba inquietando por nada.

Llevaba allí una semana cuando ocurrió algo que precipitó todo lo que sucedió luego. Dormía en la habitación que normalmente ocupaba Dickie, y me desperté una noche sintiéndome incómodamente acalorado. Tiré de una sábana con la intención de retirarla, pero se resistió porque estaba firmemente embutida entre los colchones por el lado de la cama que daba a la pared. Finalmente conseguí liberarla, y al hacerlo oí algo que caía al suelo con un aleteo. Por la mañana me acordé y encontré bajo la cama un pequeño cuadernillo de notas. Lo abrí perezosamente y encontré una docena de páginas escritas con una caligrafía redonda e infantil. Las siguientes palabras engancharon mi atención:

Jueves 11 de julio. Esta mañana he vuelto a ver al tío abuelo Horace en el bosque. Me ha contado algo sobre mí mismo que no he conseguido entender, pero ha dicho que cuando fuera mayor me gustaría. No debo decirle a nadie que está aquí, ni tampoco lo que me ha contado. Sólo al señor Barton.

Me importaba un bledo estar leyendo el diario privado de un muchacho. Aquélla había dejado de ser una consideración digna de tener en cuenta. Pasé la hoja y encontré otra entrada:

Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar.

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