El Santuario y otras historias de fantasmas (25 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Una experiencia abominable —dijo cuando hubo bebido—. Al salir del hospital me dirigí directamente a la consulta de mi viejo amigo Robert Angus, el alienista y especialista en enfermedades nerviosas, y le conté exactamente lo que me había pasado. Me hizo diversas pruebas: me examinó la vista, me probó los reflejos, me tomó la presión sanguínea… No había absolutamente nada anormal. Después me preguntó sobre mi salud en general y sobre diversos aspectos de mi vida, y entre todas estas preguntas había una que a buen seguro ya se te habrá ocurrido, es decir, si últimamente me había sucedido algo, por poco relacionado que pudiera parecer, que me pudiera llevar a visualizar un mono. Le conté que algunas semanas antes un mono con una vértebra lumbar rota se había arrastrado hasta mi jardín y que había intentado llevar a cabo con él una operación, fijar la vértebra rota con alambre, que llevaba tiempo contemplando como posible. ¿Recuerdas aquella noche, sin duda?

—Perfectamente —dijo Madden—. Partí para Egipto al día siguiente. Por cierto, ¿qué le paso al mono?

—Vivió dos días. Lo cual me satisfizo, porque no había esperado que sobreviviera más allá de la anestesia o del
shock
inicial. Pero volviendo a lo que te estaba contando. Cuando Angus hubo acabado de interrogarme, me dio un buen rapapolvo. Dijo que durante años había estado saturando continuamente mi cerebro sin darle la oportunidad de descansar o de cambiar de ocupación, y que si quería seguir siendo de alguna utilidad para el mundo debía abandonar inmediatamente mi trabajo, por lo menos durante un par de meses. Me dijo que aunque mi cerebro estaba agotado yo había seguido estimulándolo, que un hombre como yo no era mejor que un completo borracho, y que había tenido una primera muestra de
delirium tremens
como aviso. La única solución era abandonar el trabajo al igual que un borracho debe abandonar la bebida. Lo dejó claro: dijo que estaba al borde de un derrumbamiento nervioso, enteramente debido a mi propia estupidez, y que pese a disfrutar de una maravillosa constitución física, si el derrumbamiento sobrevenía, acabaría hecho una desgracia. Sobre todo, y esto me pareció un consejo tremendamente acertado, me dijo que no intentara evitar pensar en lo que me había ocurrido. Sí lo alejaba de mi mente, quizá se filtrara hasta mi subconsciente y entonces podrían presentarse bastantes más problemas. «Piensa en lo tonto que has sido, regodéate en ello», me dijo. «Enfréntate a la situación, analízala en profundidad, avergüénzate de ti mismo». Tampoco debía dejar de pensar en monos. De hecho, me recomendó que fuera directamente a visitar el zoológico, y que pasara una hora frente a su jaula.

—Curioso tratamiento —interrumpió Madden.

—Brillante, más bien. Mí cerebro, me explicó, se había rebelado contra la esclavitud a la que lo había sometido, y el mono había sido su manera de alzar una bandera roja. Por lo tanto debía demostrarle que tal visión no me había asustado. Debía contraatacar obligándome a mirar docenas de monos reales, de los que te pueden morder y agredir salvajemente, en oposición a ese monito falso e inexistente. Al mismo tiempo, debía tomarme en serio el aviso, reconocer la existencia del peligro y descansar. Me prometió que de esta manera los falsos monos no volverían a molestarme. Por cierto, ¿en Egipto hay monos?

—Por lo que yo sé, no —dijo Madden—, pero alguna vez tuvo que haber, porque hay imágenes de ellos en muchas de las tumbas y templos.

—Eso está bien, mantendremos fresca mi memoria y tranquilo mi cerebro. Bueno, esa es la historia. ¿Qué te parece?

—Terrorífica —dijo Madden—. Debes de tener unos nervios de acero para haber conseguido terminar la operación con aquel mono mirando.

—Una hora infernal. Aquella maldita cosa había salido arrastrándose de algún jugo cerebral trastornado y se mostró ante mis ojos como algo sustancial. No vino del exterior, no fueron mis ojos los que le dijeron a mi cerebro que había un mono sentado sobre el pecho de aquel hombre, sino mi cerebro el que engañó a los ojos. Me sentí como si alguien en quien confiara absolutamente me hubiera estafado. Posteriormente también me planteé si a algún nivel subconsciente mi mente podría estar rebelándose contra la idea de la vivisección. La razón me dice que está justificada, pues nos enseña que el dolor puede ser aliviado y la muerte pospuesta. ¿Pero, y si mi subconsciente obligó a mi cerebro a darme un buen susto reproduciendo frente a mis ojos la semblanza de un mono, precisamente cuando estaba poniendo en práctica lo que había aprendido haciendo sufrir y morir a varios animales?

Se levantó súbitamente.

—¿Qué tal si nos acostamos? —dijo—. Cuando tenía trabajo me bastaba con dormir cinco horas, pero ahora creo que podría agotar la cuerda del reloj cada noche.

Young Wilson, el colega de Madden en las excavaciones, regresó al día siguiente y los trabajos continuaron a buen ritmo. Uno de ellos acostumbraba a encontrarse ya en el lugar para iniciar la actividad poco después del amanecer, y o bien uno o bien los dos a la vez, la supervisaban continuamente, hasta el ocaso, con un intervalo de un par de horas al mediodía. Cuando el trabajo consistía en despejar la cara frontal del precipicio o en acarrear lejos de allí la tierra sedimentada, la presencia de uno de ellos era más que suficiente, ya que no había otra cosa que hacer salvo asegurarse de que los obreros cavaban industrialmente, y pasaban regularmente con sus cestas repletas de tierra y arena sobre los hombros hacia la franja de desechos, que se extendía alejándose del área de excavaciones en alargadas penínsulas de suelo pisoteado. Pero, a medida que avanzaban a lo largo de aquella cresta de arenisca, iban apareciendo de vez en cuando superficies cinceladas que reclamaban la presencia de ambos. Se creaba una gran expectación para ver si, una vez expuesta, la losa tallada que formaba la puerta de la tumba había logrado escapar a los antiguos saqueadores y permanecía intacta para la moderna exploración. Pero llevaban ya varios días en los que no lograban encontrar un sepulcro que no hubiera sido abierto con anterioridad. Las momias, en aquellos casos, habían sido desvendadas en busca de collares y escarabajos, y sus huesos aparecían desparramados. Madden siempre se apresuraba a reenterrarlos.

Al principio Hugh Morris acudió asiduamente a observar el progreso de las excavaciones, pero al ver que un día seguía al otro sin que se encontrara nada de interés, su presencia se hizo cada vez menos frecuente; no estaba de vacaciones para pasar los días viendo cómo trasladaban arena de un sitio a otro. Visitó el Valle de los Reyes, atravesó el río y contempló los templos de Karnak, pero su apetito por las antigüedades era limitado. Había días que cabalgaba por el desierto, y otros los pasaba reunido con amigos en uno de los hoteles de Luxor. Una noche llegó de allí extrañamente bienhumorado, ya que había estado jugando al tenis con una mujer a la que había operado de un tumor maligno seis meses antes, y ahora brincaba por la pista como si fuese una niña de dos años.

—Dios, cómo deseo volver a trabajar —exclamó—. Me pregunto si no debería haberme mantenido firme, y haber desafiado a mi cerebro a que intentara asustarme con sus fantasmas.

Pasaron otras dos semanas, y ya sólo quedaban dos días para su regreso a Inglaterra, donde esperaba reincorporarse al trabajo de manera inmediata: ya había comprado los billetes y reservado una litera. Mientras desayunaba aquella mañana con Wilson, llegó uno de los trabajadores de la excavación portando una nota garabateada apresuradamente por Madden, diciendo que acaba de toparse con una tumba que parecía estar intacta, ya que la losa que la cerraba no había sido rota. Para Wilson, la noticia fue como la visión de una vela para un marinero abandonado en una isla desierta, y cuando, un cuarto de hora más tarde, Morris le siguió, llegó justo a tiempo para ver cómo la losa era retirada con una palanca. En su interior no había ningún sarcófago, ya que las mismas paredes de roca realizaban su función, pero sí yacía, barnizado con un tinte tan brillante que podría haber sido pintado el día anterior, el ataúd de la momia, que reproducía toscamente los contornos de una figura humana. A su lado estaban las vasijas de alabastro que contenían las entrañas del difunto, y en cada rincón del sepulcro, talladas en la roca, formando cuatro pilares que ayudaban a sostener el techo, había cuatro estatuas de un enorme mono sentado en cuclillas. El ataúd fue izado y trasladado en unas andas de madera por varios trabajadores hasta el patio de la casa de los excavadores en Gurnah, donde se procedería a su apertura y al desvendamiento del cadáver.

Se pusieron a trabajar en ello en cuanto terminaron de cenar: el rostro pintado sobre la tapa era el de una chica o el de una mujer joven, y tras descifrar la inscripción jeroglífica, Madden nos leyó que en el interior yacía el cuerpo de A-pen-ara, hija del supervisor de ganado de Senmut.

—El resto sigue la fórmula habitual —dijo—. Sí, sí… Ah, esto te interesará, Hugh, ya que en una ocasión me preguntaste sobre ello. A-pen-ara maldice a todo aquel que profane sus huesos, y en caso de que lo hiciere, los guardianes de su sepulcro acudirán a él para asegurarse de que muera sin descendencia, conociendo el pánico y la agonía; los guardianes de su sepulcro, además, le arrancarán el pelo de la cabeza, le extraerán los ojos de sus cuencas y le arrebatarán el dedo pulgar de su mano derecha al igual que el hombre arrebata sus jóvenes granos a la vaina del maíz.

Morris se rió.

—¿Qué atentos, verdad? —dijo—. ¿Y quiénes son los guardianes del sepulcro de esta joven y dulce dama? ¿Aquellos cuatro grandes monos tallados en las esquinas?

—Sin duda. Pero no hará falta que se molesten, ya que mañana enterraré con toda decencia los huesos de la señorita A-pen-ara al mismo pie de su tumba, en la zanja. Estará más segura allí, ya que si volvemos a dejarla donde la encontramos pronto tendrían trozos de ella la mitad de los rapazuclos de Luxor. «¿Quiere una mano de momia, señora?… Caballero, el pie de una auténtica reina sólo por diez piastras»… Ahora, retiremos las vendas.

Para entonces ya había oscurecido, y Wilson trajo una lámpara de parafina, que ardía sin ondulaciones en el aire inmóvil. La tapa del ataúd fue retirada sin dificultades, y en su interior se hallaba el delgado y rígido cuerpo. El embalsamado no se había realizado con excesivo cuidado, ya que tanto la piel como la carne de la cabeza habían desaparecido, dejando únicamente los huesos de la calavera manchados de betún marrón. A su alrededor había una mata de pelo que, al entrar en contacto con el aire, se hundió como un
soufflé
pasado y se deshizo en polvo. Las ropas que envolvían el cuerpo resultaron igual de quebradizas, pero alrededor del cuello aguantaba aún un collar de curiosa y extraña artesanía: pequeñas figurillas de marfil que representaban monos acuclillados se alternaban con cuentas de plata. Pero, de nuevo, bastó un toque para romper el hilo que las unía a todas, y cada elemento tuvo que ser recogido singularmente. Encontraron un brazalete de escarabajos y Cornelias que seguía unido a una de las descarnadas muñecas, y después le dieron la vuelta al cuerpo para recoger los fragmentos del collar que hubieran quedado bajo la nuca. Los podridos ropajes de la momia se desgarraron completamente por la espalda, descubriendo los hombros y la espalda hasta la pelvis. Allí el embalsamamiento había sido mejor realizado, ya que los huesos aún se mantenían juntos, unidos por restos de músculo y cartílago.

De repente, Hugh Morris dio un bote.

—¡Dios mío, mirad ahí! —gritó—. Una de las vértebras lumbares, ahí, en la base de la columna. Está rota y vuelta a soldar con la ayuda de una banda de metal. ¡Al diablo con vuestras antiguallas! ¡Dejadme examinar algo que es mucho más moderno que cualquiera de nosotros!

Empujó a un lado a Jack Madden y contempló aquella maravilla de la cirugía.

—Acércame la lámpara —dijo, como si se dirigiese a una enfermera en una de sus operaciones—. Sí: esa vértebra se había roto exactamente por la mitad, y ha sido soldada. Por lo que yo sé, absolutamente nadie, excepto yo, había intentado jamás una operación como ésta, y yo sólo la he llevado a cabo en aquel monito paralizado que se arrastró hasta mi jardín. Y sin embargo, un cirujano egipcio consiguió hacérsela a una mujer hace más de tres mil años. ¡Y mirad, mirad! Sobrevivió, ya que la vértebra rota tiene esa fluorescencia calcica que denota recuperación y que incluso ha cubierto la banda de metal. Algo así requiere un proceso lentísimo, y debió de llevarse a cabo mientras estuvo viva, ya que no se desarrolla en un cadáver. Esta mujer vivió bastante: probablemente se recuperó por completo. Y mi desgraciado monito no aguantó más de dos días de pura agonía.

Aquellos experimentados e hipersensibles dedos de cirujano eran capaces de percibir más matices aún que la misma vista, de modo que cerró los ojos mientras recorría con ellos la fractura de la vértebra y la banda de metal que la había mantenido unida.

—La banda no rodea el hueso por completo —dijo—, y no hay clavos sujetándola. Debe de tener una especie de resorte que, una vez colocada, la mantiene completamente tensa. Fue puesta de manera que actuara directamente sobre el hueso: el cirujano debió de raspar la vértebra hasta retirar toda la carne antes de acoplarla. Daría dos años de mi vida por haber podido ver, como si fuera un estudiante, el modo en que llevaba a cabo esta obra maestra de la destreza, y desde luego ha merecido la pena abandonar mi trabajo durante dos meses aunque sólo fuera para ver el resultado. Incluso la lesión es tan poco habitual, esta rotura de vértebra espinal… Probablemente la horca provoque algo parecido, ¡pero por supuesto eso sí que ya no tiene arreglo! ¡Dios mío, después de todo mis vacaciones no han resultado ser una pérdida de tiempo!

Madden decidió que no merecía la pena enviar el ataúd al museo de Gizeh, ya que era bastante ordinario, y una vez finalizado el examen levantaron el cuerpo para volver a introducirlo en su interior, dejándolo preparado para volver a enterrarlo al día siguiente. Hacía tiempo que había pasado la medianoche y la casa estaba sumida en la oscuridad.

Hugh Morris durmió en la planta baja, en una habitación que daba al patio en el que yacía el ataúd de la momia. Permaneció despierto durante un buen rato, maravillándose ante aquella asombrosa exhibición de cirugía llevada a cabo, según Madden, hacía treinta y cinco siglos. Tan ocupada había estado su mente descubriéndose ante ella que no fue hasta aquel momento que cayó en que la prueba de la operación iba a ser enterrada y perdida para la ciencia al día siguiente. Debía persuadir a Madden para que le permitiera retirar por lo menos tres vértebras, la tratada y las inmediatamente inferior y superior, para que pudiera llevárselas de vuelta a Inglaterra como prueba de lo que podía conseguirse: daría una conferencia sobre su hallazgo y lo presentaría en el Colegio Real de Cirujanos como ejemplo o incitación. Otros ojos capacitados, además de los suyos, debían ver el éxito que había conseguido aquel desconocido cirujano de la decimonovena dinastía… ¿Pero y si Madden se negaba? Continuamente había insistido en la conveniencia de enterrar escrupulosamente aquellos restos: para él se trataba de un principio a seguir, y sin duda había también en ello algo de superstición, un impulso difícil de combatir por lo completamente irracional. En definitiva, era imposible arriesgarse a la posibilidad de que se negara.

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