El Santuario y otras historias de fantasmas (22 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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A veces Faraday se preguntaba si no se sentiría más a gusto casándose y proporcionándole a Alice una casa modesta que fuera de su propiedad y una renta equivalente, ya que, aunque raras veces la veía, su presencia le repugnaba ligeramente. Pero el matrimonio era algo arriesgado, especialmente para un hombre de su edad, que se había librado durante tanto tiempo, y además podría topar con una esposa que tuviera voluntad propia, y que no entendiera, del modo que lo hacía Alice, que la única razón de su existencia debería ser hacerle sentir cómodo. De nuevo se preguntó si unos criados tan perfectamente adiestrados como los suyos no podrían llevar la casa de una manera tan eficiente como lo hacía su hermana, en cuyo caso ella estaría mejor en otro lugar; él desde luego se sentiría más a gusto si no viviera bajo el mismo techo. Pero podría pasar que su cocinero se despidiera, o que la chica que limpiaba la casa hiciera mal su trabajo, y además había facturas de las que encargarse, e impuestos que pagar, y había que pensar en el abastecimiento. Alice se encargaba de todo aquello, y lo único que él tenía que hacer era extenderle un cheque mensual, refunfuñando al ver el total. Y respecto a sus ocasionales cenas con ella, aunque era aburridísimo sentarse frente a aquella criatura medio sorda, grosera y huesuda, aquellas noches eran las menos, y en cuanto acababa de cenar se retiraba a su estudio y pasaba una o dos horas tolerables entretenido con un libro o un crucigrama. A qué se dedicaba ella, no tenía ni idea, y tampoco es que le importara mientras ella no le importunase. Probablemente leería aquellos espantosos libros sobre el subconsciente y las ciencias ocultas que tanto le gustaban. Para él, con el consciente ya le bastaba, y ella tenía poco espacio reservado en el suyo. Qué mujer tan desagradable y enigmática: qué extraño que él, tan pulcro y robusto, llevara su misma sangre.

Aquel régimen, sin duda el más cómodo que había podido idear para sí mismo, había sido prácticamente impuesto sobre Alice. Ella había cuidado de la casa de su padre hasta la muerte de éste, quien al ir envejeciendo había caído en las malas costumbres. Había perdido un capital considerable especulando estúpidamente en el mercado de valores, y durante sus últimos cinco años había pasado a depender completamente de su hijo, que los había alojado a ambos en un pequeño y sórdido piso a la vuelta de la esquina de Massington Square. Entonces el viejo sufrió un ataque y quedó parcialmente paralizado, y Edmund, siempre despreciativo de los enfermos y los incapaces, le había tacañeado hasta el último penique del par de cientos de libras que le pasaba anualmente. Al mismo tiempo, admiraba la habilidad para la gestión y la economía exhibidos por su hermana, que conseguía ofrecerle a su padre una existencia cómoda pese a su magra miseria. Por ejemplo, incluso había conseguido comprarle una silla de ruedas de segunda mano, destartalada y desgastada por el uso, con la que los días soleados le paseaba por los jardines de Massington Square, o sencillamente se sentaba a su lado para leerle. Ciertamente, sabía cómo aprovechar el dinero, de modo que, al morir su padre, y ya que era su deber ocuparse de ella, Edmund le ofreció cien libras al año, alojamiento y manutención, a cambio de que llevara la casa por él. Si no aceptaba aquella oferta, debería arreglárselas sola, y dado que no poseía un penique, no estuvo en su mano oponerse. Habían traído consigo la silla de ruedas, y la había guardado en un gran trastero que había en el jardín trasero de la casa de su hermano. Quizá podría ser de algún uso en otra ocasión.

Edmund Faraday era un hombre astuto, pero nunca sospechó que existiese alguna razón, aparte de la necesidad material, por la que Alice hubiera aceptado su oferta de tan buen grado. Brevemente, esta razón era que su hermana le profesaba un odio que se incrementaba y brillaba furioso ante su presencia. Ella lo abrazaba, lo atesoraba y lo alimentaba, pero para hacer todo aquello necesitaba estar cerca de él: de otra manera, podría enfriarse y morir. Oírle llegar alguna tarde la emocionaba al sentir su cercanía; sentarse con él en silencio durante sus escasas y solitarias cenas, observarle, servirle… representaba un festín para ella. No tenía ningún deseo personal de dañarle, incluso aunque eso hubiera sido posible, pero sentía que debía estar cerca, esperando a que cayera sobre él alguna desgracia inconjeturable, la cual, aunque pudiera demorarse todo lo que quisiera, acabaría por llegar con toda seguridad, al menos mientras ella mantuviera la dinamo de su odio constantemente encendida. Toda emoción intensa, ella lo sabía, representaba una fuerza en el mundo, y antes o después acabaría por realizarse con creces. Durante sus horas solitarias, cuando las tareas del hogar estaban completadas, ella centraba su mente en él, como un proyector, y estudiaba libros de magia y ciencias ocultas que le revelaban o le hacían intuir los poderes otorgados por la concentración. Las brujas y los magos, en los tiempos antiguos, ignorantes de la causa subyacente, pronunciaban hechizos y encantamientos o construían muñecos de cera que representasen a sus víctimas, y los ataban y los pinchaban con agujas con el propósito de producir malestar físico y agudos dolores. Pero todo aquel trabajo con símbolos era un juego de niños: la verdadera fuerza que se escondía detrás, aquella que más convendría dejar libre para realizar su voluntad sin interferencias, era el odio. Y no merecía la pena ser impaciente: era la paciencia la que realizaba un trabajo perfecto. Quizá, cuando su maldición empezara a tomar forma, se le podría ayudar de alguna manera: los miedos podían ser potenciados, se podía aumentar la desesperanza… pero nada más. Tan sólo la espera fatigosa, el deseo intenso, la insaciable y negra llama…

A menudo sentía que el espíritu de su padre se mantenía en contacto con ella, ya que también él había aborrecido a su hijo, y mientras yacía paralizado, sin poder hablar, ella inventaba historias sobre Edmund para entretenerle: cómo perdería todo su dinero, cómo se descubriría un gran fraude en su negocio, cómo le traicionaría su tan cacareada salud, y cómo le atenazaría el cáncer o alguna enfermedad degenerativa; entonces, los ojos del viejo brillaban con alegría, gorjeaba sin poder decir nada y se retorcía de placer. Desde la muerte de su padre, Alice aún no había sentido que éste la abandonara; su espíritu estaba cerca de ella y su malevolencia no había disminuido. Ella, por su parte, le hacía el compañero de sus pensamientos: a veces, Edmund llegaba tarde del trabajo, y mientras los minutos se deslizaban sin que él hubiera aparecido aún, ella se sentía como si todavía estuviera inventando historias para su padre, y le contaba que el teléfono sonaría de un momento a otro, y que la llamada provendría de algún hospital al que Edmund habría sido conducido tras sufrir un accidente de tráfico. Pero entonces recordaba que debía mantener a raya sus pensamientos; no debía permitirse definir excesivamente sus ideas ni sugerir nada a la fuerza que se estaba preparando para actuar sobre él. Y aunque en aquellos momentos todo parecía marchar a la perfección, y los siguientes meses incluso le proporcionaron nuevos beneficios, Alice nunca dudó que llegaría el día de la retribución, siempre y cuando ella fuese paciente y mantuviera aquella dinamo del odio en marcha.

Edmund Faraday se había trasladado hacía relativamente poco a la casa que ahora ocupaba. Previamente había vivido en otra de la misma plaza, una docena de puertas más allá, pero siempre había deseado ésta: era más espaciosa, y contaba en la parte trasera con una considerable parcela de tierra rodeada por una alta pared de ladrillo y ocupada por un jardín de césped y lechos de flores. Sin embargo, aún no había conseguido alquilar la otra casa, y el cartel que el agente inmobiliario había colocado frente a ella era sencillamente horroroso, pero lo peor era que mientras estuviera libre habría dinero por ganar. No obstante, aquella noche, mientras se acercaba a ella, caminando vigorosamente al regresar de su oficina, vio que había un hombre asomado al balcón de la sala de estar: evidentemente, había alguien visitándola. Cuando se estaba acercando, el hombre dio media vuelta, dio un par de pasos hacia la puerta y entró en la casa. Faraday pudo darse cuenta de que cojeaba pesadamente, apoyándose en un bastón y arrojando el cuerpo hacia adelante cada vez que avanzaba la pierna izquierda, como si la articulación no siguiera su juego. Pero aquel no era problema suyo, y se sentía satisfecho con pensar que alguien había acudido a visitar su vacía propiedad. A la mañana siguiente, de camino a la oficina, pasó a ver al agente en cuyas manos había dejado la casa, y le preguntó quién se había interesado por ella. El agente no sabía nada al respecto: no le había cedido las llaves a nadie.

—Pero anoche vi a un hombre en el balcón —dijo Faraday—. Tuvo que hacerse con las llaves de alguna manera.

Sin embargo, las llaves estaban en su lugar habitual, y el agente prometió enviar a alguien de inmediato para asegurarse de que la vivienda estuviera apropiadamente cerrada. Faraday se tomó la molestia de pasar de nuevo cuando regresaba a su casa para enterarse de que todo estaba en orden, que tanto la puerta principal como la trasera estaban cerradas y que no había ni rastro de que hubieran entrado ladrones.

De alguna manera, aquel extraño incidente se grabó en la mente de Faraday, y algo más de una semana más tarde tuvo motivos para recordarlo. Una mañana vio en la calle, un poco por delante de él, a un hombre que cojeaba y se doblaba sobre su bastón, reconociendo de inmediato al visitante de la casa vacía, ya que su constitución y su modo de moverse eran los mismos, por lo que aceleró sus pasos con el objetivo de intentar echarle un vistazo. Pero la acera estaba repleta de gente, y antes de que pudiera alcanzarle el hombre había saltado a la calzada y había sorteado el abundante tráfico, de modo que Edmund le perdió de vista. En otra ocasión, mientras recorría la plaza hacia su casa, le vio caminando por el otro lado y en dirección opuesta, así que retrocedió para intentar interceptarle en el otro extremo del jardín. Pero para cuando llegó a la otra acera, ya no había ni rastro de él. Recorrió con la mirada la calle de arriba abajo; seguramente aquel modo de andar debería de ser visible desde una gran distancia. Se trataba de un hombre grande, de anchos hombros y fornido: debería haber sido fácil distinguirle. Faraday estaba seguro de que no se trataba de un vecino de la plaza, ya que de otro modo le habría visto con anterioridad. ¿Qué habría estado haciendo en su casa cerrada? ¿Y por qué, de repente, le veía casi cada día? De una manera bastante irracional, sintió que aquel entrometido y sin embargo elusivo extraño tenía algo que ver con él.

Al día siguiente iba a desplazarse hasta Ascot, y aquella noche fue una de esas escasas ocasiones en las que cenó con su hermana. Apenas tenía apetito, y estaba culpando mentalmente a la comida cuando el habitual silencio se rompió. De repente, su hermana le obsequió con una de aquellas risas suyas que parecía un balido y dijo:

—Se me había olvidado decírtelo. Hoy ha venido un hombre que deseaba hablar contigo sobre el alquiler de la otra casa. No dio ningún nombre y le he dicho que eso era cosa del agente inmobiliario, así que le he dado la dirección. ¿He hecho bien, Edmund?

—¿Cómo era? —dijo él violentamente.

—No he llegado a ver su cara con claridad. Cuando yo he bajado al recibidor ya se había colocado de pie frente a la ventana. Pero era corpulento, más o menos como tú, aunque tullido. Cojeaba mucho y se apoyaba en un bastón.

—¿A qué hora ha sido?

—Un par de minutos antes de que llegaras.

—¿Y entonces?

—Bueno, cuando le he dicho que se dirigiera al agente inmobiliario se ha dado la vuelta y se ha marchado y, como te decía, no he llegado a ver su cara. En todo caso tenía algo raro. Le he observado desde la ventana y le he visto rodear la plaza para marcharse por la otra acera. Un par de minutos después te he oído entrar.

Ella le observó mientras hablaba, y vio que la preocupación teñía su cara.

—No logro averiguar quién es ese tipo —dijo él—. Por tu descripción parece un hombre al que vi en el balcón de la otra casa hace una semana. Sin embargo, cuando fui a preguntarle al agente, resultó que nadie le había solicitado las llaves, y la casa estaba completamente cerrada. Le he visto varias veces desde entonces, aunque nunca de cerca. ¿Por qué no le has preguntado su nombre o su dirección?

—Sinceramente no se me ha ocurrido —respondió ella.

—Si vuelve a aparecer, no te olvides de hacerlo. Y ahora, si has terminado, puedes retirarte. Mañana por la mañana irás a Ascot y prepararás una buena comida. Vendrán tres amigos míos a pasar el fin de semana.

Faraday acudió a su ronda de golf del sábado por la mañana de excelente humor: había ganado sobradamente al bridge la noche anterior y se sentía vigoroso y agudo. La mañana era muy calurosa y el sol resplandecía con fuerza, pero un pequeño grupo de oscuras nubes se aproximaba por el este, amenazando con un chaparrón. Además, resultaba desesperante tener que esperar en uno de los hoyos cortos a que la pareja que iba delante de él dejara de enredarse en las trampas de arena que sembraban el
green.
Finalmente consiguieron superarlas, y Faraday, mientras esperaba a que cambiaran de hoyo, vio que un hombre fornido, que se apoyaba en un bastón y cojeaba pesadamente, les estaba observando.

—Está aquí —dijo para sí—. Ahora podré verle bien.

Pero cuando llegó al
green
el hombre ya se había marchado, y no pudo encontrar ni rastro de él en ninguna parte. En todo caso, conocía a la pareja que iba delante de él, y podría preguntarles quién era su amigo cuando se encontraran en el club. En aquel momento empezó a llover, durante poco tiempo pero con gran intensidad, por lo que su compañero fue a cambiarse en cuanto entraron en el local. Faraday se burló de aquella precaución: él nunca había cogido un mínimo resfriado, y tampoco había sufrido en su vida la menor punzada de reumatismo, de modo que mientras esperaba a su no tan robusto compañero aprovechó para preguntar sobre quién era aquel tullido a la pareja que había estado jugando por delante de él. Pero ninguno de ellos le conocía: de hecho, ninguno de los dos le había visto siquiera.

De alguna manera aquello estropeó su sensación de bienestar, ya que se trataba de un asunto de lo más extraño. Pero el domingo amaneció despejado y brillante, por lo que nada más despertarse saltó de la cama con la intención de ir a dar un paseo por el jardín antes de tomar su baño. Inmediatamente tuvo que agarrarse a una silla para no caer al suelo. Su pierna izquierda había cedido bajo su peso y un dolor punzante le sacudió la cadera. Qué fastidio: quizá debiera haberse quitado aquellas ropas húmedas la tarde anterior. Se vistió con dificultad y descendió las escaleras cojeando. Alice estaba allí, colocando flores frescas sobre la mesa.

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