El Santuario y otras historias de fantasmas (5 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—¿El espíritu de la Magia Negra? —pregunté.

—En persona.

Tomó una larga y negra capa y se envolvió en ella. Incluso a la viva luz de la lámpara, el espíritu de la Magia Negra parecía un personaje lo suficientemente aterrador.

—No creo en la Magia Negra —dijo—, pero otros lo hacen. Si es necesario poner fin a… a lo que sea que esté pasando, combatiremos a ese tipo con sus propias armas. Vámonos. ¿Quién supones que será… me refiero, por supuesto, a en quién estabas pensando cuando tus pensamientos fueron transferidos a Machmout?

—Lo que dijo Machmout —respondí—, me recordó a Achmet.

Weston dejó caer una risa de incredulidad científica y nos pusimos en marcha.

La luna, tal y como nos había dicho el muchacho, se veía claramente en el horizonte, y a medida que se iba elevando, su inicial color rosáceo, como el resplandor de una explosión lejana, fue diluyéndose hacia un amarillo leonado. El árido viento del sur, que soplaba no ya de manera racheada sino con una violencia continuada y cada vez más intensa, llegaba cargado de arena y de un calor increíblemente abrasador; las copas de las palmeras en el jardín del desierto hotel se inclinaban a un lado y a otro provocando un áspero sonido con sus hojas secas. El cementerio se encontraba a las afueras del poblado y, mientras nuestro camino siguió por entre las paredes de adobe de las calles encerradas sobre sí mismas, el viento sólo llegó a nosotros como el calor agazapado tras las puertas de un horno. De vez en cuando sus susurros y silbidos se alzaban hasta provocar un estruendoso aleteo, y un repentino remolino de polvo podía recorrer unos veinte metros de calle antes de acabar por romper como una ola contra uno de los muros de adobe, o arrojarse violentamente contra una de las casas y despedazarse en una lluvia de arena. Pero una vez libre de obstáculos, el viento nos opuso toda su fuerza y calor. Era el primer
Khamseen
del año, y por un momento deseé haberme marchado al norte con el turista, la codorniz y el encargado de los billares, ya que el
khamseen
es capaz de arrancar hasta el tuétano de los huesos, convirtiendo el cuerpo en un papel secante. No nos encontramos con absolutamente nadie en la calle, y el único sonido que oímos, aparte del viento, fue el aullido que los perros dedicaban a la luna.

El cementerio está delimitado por un gran muro de adobe, bajo el que nos refugiamos un momento mientras discutíamos los pasos a seguir. La hilera de tamarindos, junto a la que se encontraba la tumba, atravesaba el cementerio por el centro, y rodeando el muro por el perímetro exterior y escalándolo por la parte más cercana a los árboles, la furia del viento podía ayudarnos a acercarnos hasta la tumba sin ser vistos, si es que había alguien allí. Acabábamos de decidirnos a hacerlo así cuando el viento cesó por un momento, y en el silencio pudimos escuchar el sonido de una pala introduciéndose en la tierra, y también algo que me provocó un repentino escalofrío de íntimo horror: el chillido de un ave carroñera que surgió del cielo crepuscular justo por encima de nuestras cabezas.

Dos minutos más tarde estábamos arrastrándonos a la sombra de los tamarindos, hacia el lugar en el que Abdul había sido enterrado. Los enormes escarabajos verdes que viven en los árboles volaban a ciegas, y en una o dos ocasiones se estrellaron contra mi cara con un zumbido de alas acorazadas. Cuando nos encontramos a unos veinte metros de la tumba, nos detuvimos un momento y, observando con cautela desde nuestro refugio entre los tamarindos, pudimos ver la silueta de un hombre hundido hasta la cintura en la tierra, cavando en la tumba reciente. Weston, que se encontraba detrás de mí, había vuelto a caracterizarse como el espíritu de la Magia Negra, para estar preparado en caso de alguna eventualidad. Al girarme de repente y encontrarme cara a cara con aquella personificación, pese a que mis nervios no suelen hallarse excesivamente a flor de piel, pude notar en mi interior un grito que pugnaba por surgir. Aquel antipático hombre de hierro agitó la cabeza conteniendo la risa y, guardando los ojos en la mano, me indicó sin hablar que siguiera avanzando hacia donde los árboles se espesaban aún más. Desde allí estábamos a menos de doce metros de la tumba.

Esperamos, supongo, durante unos diez minutos, mientras el hombre, que según comprobamos era Achmet, seguía concentrado en su impía tarea. Estaba completamente desnudo y su piel morena brillaba a la luz de la luna con el rocío del esfuerzo. A veces parloteaba consigo mismo de una manera fría y misteriosa, y en una o dos ocasiones se detuvo para tomar aliento. Después empezó a retirar la tierra con sus propias manos, y poco después rebuscó entre sus ropas, que yacían allí al lado, hasta encontrar un trozo de cuerda, con el que se introdujo en la tumba, para reaparecer un momento después con ambos extremos entre las manos. Después se colocó a horcajadas sobre la tumba, estiró con fuerza y uno de los extremos del ataúd asomó a la superficie. Cortó un trocito de la tapa para comprobar que lo había sacado por el extremo correcto y, después, tras colocarlo verticalmente, arrancó con la ayuda de su cuchillo la parte superior. Allí estaba, apoyado contra la tapa del ataúd, el pequeño y arrugado cuerpo de Abdul, vendado como si fuese un niño recubierto de talco.

Estaba a punto de animar al espíritu de la Magia Negra a que hiciera su aparición cuando me vinieron a la cabeza las palabras de Machmout: «La Magia Negra le acompaña, puede levantar a los muertos», y una repentina e irresistible curiosidad, que redujeron el horror y el disgusto a meras sensaciones sin efecto, me asaltó.

—Espera —le susurré a Weston—. Va a usar la Magia Negra.

De nuevo el viento se detuvo un instante, y de nuevo, en el silencio que siguió, oí las protestas del carroñero, esta vez más cerca, y pensé que en esta ocasión había oído a varias aves.

Achmet, mientras tanto, había dejado la cabeza libre de envoltorios y había retirado la venda que, tras la muerte, se suele colocar rodeando la barbilla para que la mandíbula permanezca cerrada, y que en los entierros árabes siempre se deja atada. Desde donde nos encontramos pude ver perfectamente cómo se abría la mandíbula al desatarse la venda, como si, aunque el viento nos acercara los atroces olores de la mortalidad, los músculos aún no hubieran adquirido la rigidez propia de un hombre que llevaba muerto sesenta horas. Pero aun así, una curiosidad cruda y ardiente por ver qué haría a continuación aquel demonio impío, sofocó cualquier otro sentimiento en mi interior. Él no pareció notar, y mucho menos sentirse importunado por aquella boca siniestramente abierta, y siguió moviéndose ágilmente a la luz de la luna.

Tomó de un bolsillo de sus ropas, que estaban al lado, dos pequeños objetos negros que ahora reposan a buen recaudo entre el cieno del lecho del Nilo, y los restregó enérgicamente entre sí. Gradualmente, empezaron a iluminarse, cada vez con más intensidad, con una luz pálida, enfermiza y amarillenta, y de sus manos surgió una ondulante y fosforescente llama. Colocó uno de estos cubos en la boca del muerto, y el otro en la suya propia, y tomando al difunto entre sus brazos, como si pensara bailar con él, empezó a pasar bocanadas de aliento de su boca a la del muerto, que presionaba contra la suya. De repente retrocedió con una fugaz expresión de maravilla, y quizá de horror, y por un momento permaneció aparentemente indeciso, ya que el cubo que el difunto tenía en la boca no yacía cómodamente en su interior, sino que estaba fuertemente apresado entre sus dientes. Tras aquel momento de indecisión, regresó rápidamente hasta sus ropas y tomó el cuchillo con el que había abierto la tapa del ataúd, y mientras lo agarraba con una mano escondida tras la espalda, con la otra retiró el cubo de la boca del muerto, no sin esfuerzo, y habló.

—Abdul —dijo—, soy tu amigo, y juro que le entregaré tu dinero a Mohamed si me dices dónde está.

Estoy completamente seguro de que los labios del muerto se movieron y de que los párpados se contrajeron por un instante como las alas de un pájaro herido, pero a la vista de tal horror fui incapaz de ahogar el grito que subió a mis labios, y Achmet se giró en redondo. A continuación el espíritu de la Magia Negra surgió de entre las sombras de los árboles y se plantó frente a él. El miserable permaneció un momento sin saber cómo reaccionar; después, con las rodillas temblando, se dio la vuelta para iniciar la huida, pero tropezó y cayó al interior de la tumba que acababa de abrir.

Weston se volvió hacia mí con enfado, dejando caer los ojos y los dientes de su disfraz.

—¡Lo has estropeado todo! —gritó—. Podría haber sido lo más interesante…

Después, sus ojos se posaron en el difunto Abdul, que nos contemplaba con los ojos completamente abiertos desde su ataúd. A continuación empezó a balancearse, se tambaleó y acabó por caer, quedando boca abajo en la tierra. Por un momento permaneció allí, y después el cuerpo rodó lentamente sobre sí mismo sin una causa visible que justificara el movimiento hasta que quedó de cara al cielo. El rostro estaba cubierto de polvo, y el polvo se había mezclado con sangre fresca. Un clavo se había enganchado en las vendas que le rodeaban, desgarrando las ropas con las que había fallecido (ya que los árabes no lavan a sus muertos) y dejando al descubierto el hombro desnudo.

Weston intentó decir algo, pero no lo logró. Por fin se recompuso.

—Iré a informar a la Policía —dijo—, si te quedas aquí y te aseguras de que Achmet no salga de ahí.

Pero me negué en redondo a hacerlo y, tras cubrir el cuerpo con el ataúd para protegerlo de los carroñeros, inmovilizamos a Achmet con la cuerda que él mismo había utilizado esa noche y le llevamos hasta Luxor.

A la mañana siguiente Mohamed vino a vernos.

—Ya decía yo que Achmet sabía dónde estaba el dinero —dijo exultante.

—¿Dónde estaba?

—En una pequeña bolsa atada alrededor del hombro. El muy perro ya había empezado a buscarla. Vean —y la extrajo de su bolsillo—. Está todo aquí, en billetes bancarios ingleses de cinco libras cada uno, y hay veinte en total.

Nuestra conclusión era ligeramente diferente, ya que incluso Weston podrá admitir que la intención de Achmet era
descubrir
el secreto del tesoro de los labios del muerto, para después volver a asesinarlo y enterrarlo. Pero eso es pura conjetura.

El otro punto de interés de la historia reside en los dos cubos negros que recogimos, y que resultaron estar grabados con curiosos caracteres. Una noche los puse en la mano de Machmout, mientras exhibía para nosotros sus curiosos poderes de «transferencia mental», y el efecto fue que gritó con fuerza, diciendo que la Magia Negra había llegado. Aunque no acababa de estar convencido, me pareció que estarían más a salvo en el fondo del Nilo. Weston refunfuñó un poco, y dijo que le hubiera gustado llevarlos al Museo Británico, pero estoy seguro de que eso es algo que se le ocurrió después.

LA GATA

Mucha gente recordará sin duda aquella exposición que se exhibió no hace muchas temporadas en la Royal Academy, durante el que llegó a ser conocido como «El año de Alingham», cuando Dick Alingham pasó, de un solo salto, de estar entre la multitud que luchaba por hacerse notar, a ocupar el más alto pináculo de la fama contemporánea. Allí expuso tres retratos, cada uno de ellos una obra maestra, que anularon completamente cualquier otro cuadro que pudiera haber a su alrededor. Claro que, dado que aquel año, estuvieran o no a su alrededor, la gente no se interesó por otras pinturas que no fueran aquellas tres, la anécdota no resulta tan destacable. Su aparición resultó un fenómeno tan repentino como un meteoro, surgiendo de la nada y deslizándose luminoso e imponente a lo largo del firmamento estrellado, y tan inexplicable como el nacimiento de un arroyo en mitad de una colina árida y rocosa. Quizá su hada madrina, podría conjeturar alguien, se había acordado del largamente olvidado ahijado y había agitado su varita mágica otorgándole tan trascendente regalo. Pero, como dicen los irlandeses, cogió la varita con la mano izquierda, ya que su regalo tenía también un reverso. O quizá sea Jim Merwick quien tenga razón, y la teoría que propone en su monografía
Sobre ciertas lesiones desconocidas de los centros nerviosos
diga la última palabra en todo este asunto.

El mismo Dick Alingham estaba, como era natural, encantado tanto con su hada madrina como con su lesión desconocida (cualquiera que fuese la responsable), y le confesó con franqueza a su amigo Merwick (la monografía fue escrita después de su muerte), que aún estaba luchando por abrirse paso entre la masa de jóvenes practicantes médicos, que todo aquello resultaba tan inexplicable para él como para todos los demás.

—Todo lo que sé al respecto —dijo— es que el pasado otoño pasé dos meses con una depresión tan horrorosa que pensé una y otra vez que debía de estar perdiendo la cabeza. Durante horas, cada día, me sentaba aquí, esperando a que algo en mi interior se rompiera definitivamente; algo que, en lo que a mí respecta, acabara definitivamente con todo. Sí, había una causa; ya la conoces.

Calló un momento para derramar en su vaso una ración bastante liberal de whisky, rellenó la otra mitad con sifón y encendió un cigarrillo. No hacía falta, efectivamente, demorarse en la causa, ya que Merwick recordaba perfectamente cómo la chica con la que Dick estaba prometido le había abandonado de un día para otro al cruzarse en su camino un candidato más aceptable. Este último, de hecho, había resultado un perfecto partido, con su buena planta, su título y su millón en el banco, y Lady Madingley (ex futura señora Alingham) estaba perfectamente satisfecha de haber actuado como lo había hecho. Era una de esas chicas rubias, ágiles y sedosas que, afortunadamente para la paz mental de los hombres, resultan escasas, y cuya característica principal es que le recuerda a uno a una especie de gata humanizada, celestial y bestial al mismo tiempo.

—No hace falta que te explique la causa —continuó Dick—, pero, como suelo decir, durante aquellos dos meses pensé sinceramente que el único final posible para todo aquello era la locura. Entonces, una noche, mientras estaba aquí solo sentado (siempre me sentaba solo) algo hizo «clic» en mi cerebro. Sé que me pregunté, sin importarme en absoluto, si aquello representaba la llegada de la locura que había estado esperando, o si se trataba (lo que me hubiera parecido más preferible) de alguna ruptura fatal. E incluso mientras me preguntaba todo aquello, me dí cuenta de que ya no era infeliz ni estaba deprimido.

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