El Santuario y otras historias de fantasmas (9 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Oh, ve a buscarme algo de agua caliente —dije.

Pero él titubeó; evidentemente estaba muy asustado.

En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Eran las siete, y Philip acababa de llegar con brutal puntualidad, mientras que yo no estaba ni medio vestido todavía.

—Ése es el doctor Enderly —dije—. Quizá si ya ha llegado hasta las escaleras seas capaz de pasar frente al lugar en el que viste a la dama.

Entonces, repentinamente, un grito se extendió por la casa, tan terrible, tan horroroso en su agonía y supremo terror, que simplemente me quedé inmóvil y me eché a temblar, incapaz de moverme. Después, mediante un esfuerzo tan violento que sentí como si algo se me hubiera roto, recobré el movimiento y corrí escaleras abajo, con el mayordomo pisándome los talones, hasta encontrarme con Philip, que llegaba corriendo de la planta baja. Él también había oído el grito.

—¿Qué ha pasado? —dijo—. ¿Qué ha sido eso?

Juntos entramos en la sala de estar. Jack yacía frente a la chimenea, con la silla en la que había estado sentado unos minutos antes volcada. Philip se dirigió a él directamente y se inclinó sobre su pecho, desgarrando la blanca camisa.

—Abrid todas las ventanas —dijo—, este lugar apesta.

Abrimos las ventanas dejando que entrara, o eso me pareció a mí, una cálida corriente de aire que se arrojó sobre el frío penetrante. Finalmente Philip se levantó.

—Está muerto —dijo—. Dejad abiertas las ventanas. Este sitio rezuma cloroformo.

Paulatinamente, sentí cómo la habitación iba caldeándose, a la vez que para Philip la droga iba desapareciendo del ambiente, aunque ni mi criado ni yo hubiéramos olido nada en absoluto.

Un par de horas más tarde llegó un telegrama de Davos para mí. En él se me pedía que le transmitiera a Jack la noticia del fallecimiento de Daisy, y había sido enviado por su hermana. Ella suponía que él partiría de inmediato; no podía saber que hacía ya dos horas que se había marchado.

Partí hacía Davos al día siguiente, y me enteré de lo que había sucedido. Daisy había estado sufriendo durante tres días de un pequeño absceso que debía ser operado, y aunque la operación apenas revestía importancia, se había puesto tan nerviosa que el doctor le había aplicado cloroformo. Se había recuperado bien del anestésico, pero una hora más tarde sufrió un súbito síncope y falleció aquella misma noche, un par de minutos antes de las ocho, horario centroeuropeo, lo que corresponde a las siete en el horario británico. Ella había insistido en que no se le dijera a Jack nada de aquella pequeña operación hasta que hubiese terminado, ya que el problema apenas tenía relación con su estado general de salud y no deseaba causarle una preocupación inútil.

Y así acaba la historia. A mi criado le llegó la visión de una mujer junto a la puerta de la sala de estar —en la que se encontraba Jack— dudando sobre si entrar o no, justo en el momento en el que el alma de Daisy se cernía entre los dos mundos; a mí me llegó (y no creo que sea demasiado fantasioso suponer esto) el frío penetrante y estimulante de Davos; a Philip le llegaron los aromas del cloroformo. Y hasta Jack, supongo, debió de llegar su esposa. De modo que se unió a ella.

LA SEÑORA AMWORTH

Maxley, el pueblo en el que, los pasados verano y otoño, ocurrieron estos extraños sucesos, se extiende revestido de brezos y pinos en una zona elevada de Sussex. No se podría encontrar en toda Inglaterra una localidad más saludable y fragante. Si el viento sopla desde el sur, llega cargado con las especias del mar; los altos montes que se levantan hacia el este lo protegen de las inclemencias de marzo; y las brisas que le alcanzan desde el oeste y el norte viajan sobre kilómetros de aromáticos pinos y brezos. El pueblo en sí es prácticamente insignificante en cuanto a población, pero rebosa comodidades y belleza. Justo a medio camino de la calle única, con su ancha carretera y sus espaciosas franjas de césped a cada lado, hay una pequeña iglesia normanda y un antiguo cementerio, en desuso desde hace mucho tiempo. Apenas una docena de pequeñas y serenas casas de estilo georgiano, con sus rojos ladrillos y sus enormes ventanas, cada una de ellas con un pequeño jardín en la parte frontal y uno más amplio en la trasera; una veintena de tiendas y varias decenas de
cottages
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con el tejado de paja, pertenecientes a jornaleros de fincas cercanas, forman el ramillete completo de pacíficas viviendas. La paz habitual, en todo caso, se rompe lamentablemente los sábados y los domingos, ya que nos encontramos en una de las carreteras principales entre Londres y Brighton, y durante el fin de semana nuestra tranquila calle se convierte en pista de carreras para veloces automóviles y motocicletas.

Un cartel a las afueras del pueblo que les ruega que vayan despacio sólo parece animarles a que aceleren la velocidad, ya que la carretera es amplia y recta, y en realidad no hay razón para que no lo hagan. Por lo tanto, a modo de protesta, las damas de Maxley se cubren la nariz y la boca con sus pañuelos cada vez que ven acercarse un coche, aunque como la calle está asfaltada, lo cierto es que no necesitan tomar esas precauciones contra el polvo. Para cuando la noche del domingo está ya avanzada, la horda de motoristas ha terminado de pasar y nos preparamos de nuevo para disfrutar de cinco días de alegre y calmado aislamiento. Las huelgas del ferrocarril, que tanto agitan el país, apenas nos molestan, ya que la mayoría de los habitantes de Maxley nunca lo abandonan.

Yo soy el afortunado propietario de una de esas casitas de estilo georgiano, y me considero no menos afortunado por tener un vecino tan interesante y estimulante como Francis Urcombe, quien, como los más auténticos oriundos de Maxley, no ha dormido fuera de su casa, que se encuentra situada justo enfrente de la mía en la calle del pueblo, desde hace casi dos años, fecha en la que, aun encontrándose en la mediana edad, abandonó su Cátedra de Fisiología en la Universidad de Cambridge para dedicarse por su cuenta al estudio de esos fenómenos ocultos y curiosos que parecen concernir por igual tanto al aspecto físico como al psíquico de la naturaleza humana. De hecho, su retiro no fue ajeno a esta pasión por las extrañas e inexploradas zonas que yacen en los confines y los bordes de la ciencia, cuya existencia es tan tozudamente negada por las mentes más materialistas, ya que abogó porque los estudiantes fuesen obligados a pasar algún tipo de examen sobre el mesmerismo, y porque se realizaran
tests
de conocimientos sobre materias como apariciones en el momento de la muerte, casas encantadas, vampirismo, escritura automática y posesiones.

—Por supuesto, no me hicieron ni caso —explicaba él mismo—, ya que no hay nada de lo que aquellos pozos de sabiduría estén más asustados que del auténtico conocimiento, y la ruta hacia el conocimiento pasa indefectiblemente por el estudio de fenómenos como ésos. Las funciones de lo humano son, en general, conocidas. Se trata en todo caso de un país que ha sido explorado y cartografiado. Pero aparte de ésta, existen otras enormes extensiones de terreno sin descubrir, que ciertamente existen, y los verdaderos pioneros del conocimiento son aquellos que, al coste de ser ridiculizados por crédulos y supersticiosos, quieren penetrar en esos lugares brumosos y probablemente peligrosos. Pensé que podría ser de más utilidad adentrándome en la niebla sin brújula ni saco de dormir que sentándome en una jaula como un canario, gorgoreando lo que ya sabemos todos. Además, la enseñanza es algo negativo para alguien que sólo sabe aprender: para ser maestro basta con ser un asno engreído.

De modo que Francis Urcombe resultaba un vecino encantador para alguien que, como yo, tuviese una curiosidad inquieta y acuciante sobre lo que él llamaba los «lugares brumosos y peligrosos». Por otra parte, la pasada primavera tuvimos una nueva y sinceramente bienvenida adición a nuestra agradable y pequeña comunidad, en la persona de la señora Amworth, viuda de un funcionario destinado en la India. Su esposo había ejercido como juez en las provincias noroccidentales, y tras su fallecimiento en Peshawar ella regresó a Inglaterra. Tras un año en Londres, se descubrió hambrienta por sustituir las nieblas y suciedades de la ciudad por el aire despejado y el sol del campo. Tenía además un especial motivo para instalarse en Maxley, ya que sus ancestros habían sido durante cientos de años nativos del lugar, y en el viejo cementerio, actualmente en desuso, se encontraban varias lápidas grabadas con su nombre de soltera: Chaston. Grande y enérgica, su vigorosa y genial personalidad rápidamente condujo a Maxley hacia un grado más elevado de sociabilidad del que nunca había disfrutado. La mayoría de nosotros éramos solteros, solteronas o gente mayor no demasiado inclinados a ejercer los gastos y los esfuerzos que conlleva la hospitalidad y, hasta su llegada, una invitación a tomar el te, con una posterior partida de bridge antes de regresar a casa para una cena solitaria, eran el clímax de nuestras festividades. Pero la señora Amworth nos mostró un modo más sociable de actuar, y predicó con el ejemplo ofreciendo una serie de almuerzos multitudinarios y pequeñas cenas, que empezamos a seguir. Incluso en noches en las que semejante hospitalidad no se veía materializada, un hombre solitario como yo mismo encontraba reconfortante saber que una llamada telefónica a la casa de la señora Amworth, apenas a un centenar de metros de la mía, y una pregunta sobre si sería posible acercarme después de cenar para disfrutar de unas partidas de piquet antes de irnos a acostar, provocaría probablemente una respuesta positiva. Allí estaría esperándome, con una impaciencia cercana a la camaradería, para ofrecerme un vaso de oporto, una taza de café, un cigarrillo y una partida de piquet. También tocaba el piano, de una manera libre y exuberante, y tenía una voz encantadora con la que seguía su propio acompañamiento; y a medida que los días se alargaban y la luz se iba rezagando hasta anochecer cada vez más tarde, jugábamos nuestras partidas en su jardín, un refugio para babosas y caracoles que había conseguido transformar, en el curso de los meses, en un deslumbrante y lujurioso conjunto de flores. Siempre estaba alegre y jovial; se interesaba por cualquier cosa, y destacaba principalmente en la música, la jardinería y en todo tipo de juegos. Todo el mundo (con tan sólo una excepción) la apreciaba, todo el mundo sentía como si ella trajese consigo el tónico de un día soleado. Aquella única excepción era Francis Urcombe; y aun así, también él reconoció que aunque no fuese de su agrado estaba ampliamente interesado en ella. Esto siempre me pareció extraño, ya que tan agradable y jovial como era, no podía ver en ella nada que pudiera provocar conjeturas o despertar suposiciones, tan sana y poco misteriosa era su figura. Pero evidentemente no podía haber duda de la autenticidad del interés de Urcombe por ella; uno podía verle observándola y escrutándola. Respecto a su edad, ella misma reveló voluntariamente la información de que contaba cuarenta y cinco años; pero su energía, su actividad, su piel que no revelaba los estragos del tiempo, su pelo negro como el carbón… hacían difícil creer que no estuviera adoptando el poco usado recurso de añadir diez años a su edad en vez de restárselo. También a menudo, a medida que nuestra amistad platónica iba madurando, la señora Amworth me llamaba para que la invitara a visitarme. Si yo estaba ocupado escribiendo, debía darle, tras un inevitable tira y afloja, una franca negativa, que producía a modo de respuesta una risa jovial y sus deseos por una exitosa noche de trabajo. A veces, antes de que me llamase con su propuesta, Urcombe ya se había acercado desde su casa para disfrutar de un cigarrillo y de un rato de charla, y él, oyendo de quién se trataba la posible visitante, siempre me urgía a rogarle que viniera. Ella y yo jugaríamos nuestras partidas de piquet, me decía, y él observaría, si no nos molestaba, con el objetivo de aprender las reglas del juego. Aunque sinceramente dudo que prestase demasiado interés, ya que nada podía estar más claro, salvo que, bajo aquel ático que formaban su frente y aquellas espesas cejas, su atención se hallaba fija, no en las cartas, sino en uno de los jugadores. Pero parecía disfrutar de las horas que pasábamos así, y a menudo, hasta una noche de julio en particular, la miraba con el aspecto de un hombre que se enfrenta a un grave problema. Ella, entusiasmada y centrada en nuestro juego, no parecía percibir su escrutinio. Entonces llegó aquella noche en la que, a la luz de los hechos que luego acontecieron, empezó a descorrerse el velo que escondía aquel horror secreto ante mis ojos. No lo percibía entonces, pero me di cuenta más tarde de que cuando la señora Amworth me llamaba para proponerme una visita, preguntaba no sólo si me encontraba libre, sino también si el señor Urcombe estaba conmigo. De ser así, decía, no quería echar a perder la charla de dos viejos solterones, y me deseaba unas buenas noches sonriente.

Urcombe, en aquella ocasión, llevaba conmigo una media hora cuando llegó la señora Amworth, y había estado hablándome de las creencias medievales referentes al vampirismo, uno de esos temas fronterizos que no habían sido lo suficientemente estudiados antes de ser condenados por la profesión médica al vertedero de las supersticiones refutadas. Allí estaba, sentado, ceñudo e impaciente, recreando con aquella extraordinaria claridad que le había convertido en un profesor tan admirable durante sus días en Cambridge, la historia de aquellas misteriosas apariciones. En todas ellas se repetían los mismos rasgos generales: uno de aquellos espíritus macabros tomaba posesión de un hombre o una mujer, en cuyo cuerpo habitaba, confiriéndole poderes sobrenaturales, como el vuelo del murciélago, y saciándose mediante festines sangrientos y nocturnos. Cuando su anfitrión moría, continuaba residiendo en el cadáver, el cual no llegaba a corromperse. De día descansaba, y por la noche abandonaba la tumba para realizar sus horrendas rondas. Ningún país europeo de la Edad Media parecía habérseles escapado; e incluso se habían encontrado paralelismos con el mito tanto en Roma y Grecia como en la tradición judía.

—Es una enorme imprudencia calificar de pamplinas todas esas evidencias existentes —dijo—. Cientos de testigos completamente independientes en diferentes momentos de la historia han testificado la existencia de estos fenómenos, y no hay una explicación conocida por mí que cubra todos los hechos. Y si te sientes inclinado a decir: «Vaya, entonces, si estamos hablando de hechos reales, ¿cómo es que no encontramos vampiros en la actualidad?», te puedo dar dos respuestas. Una es que en la Edad Media hubo enfermedades reconocidas, como la peste negra, que ciertamente existieron entonces y que se han extinguido en la actualidad, aunque no por eso negamos su existencia. Así, al igual que la peste negra visitó Inglaterra y diezmó a la población de Norfolk, de la misma manera hubo en este distrito un brote de vampirismo, y Maxley fue el epicentro del mismo. Mi segunda respuesta es aún más convincente, y es que te diré que en modo alguno se ha extinguido el vampirismo. Con toda seguridad hubo un brote hace uno o dos años en la India.

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