El Santuario y otras historias de fantasmas (6 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Se interrumpió durante tanto tiempo en una sonrisa rememoradora que Merwick le indicó que tenía un oyente.

—¿Y bien?—dijo.

—De hecho, muy bien. No he vuelto a ser infeliz desde entonces. Algún doctor divino, supongo, eliminó completamente de mi cerebro aquella mancha que tanto me dolía. ¡Cielos, cómo dolía! ¿Quieres un trago, por cierto?

—No, gracias —dijo Merwick—. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con tu pintura?

—Vaya, pues todo, ya que apenas había asimilado el hecho de que volvía a ser feliz cuando me di cuenta de que todo lucía diferente. Los colores de todo lo que veía eran el doble de vívidos de lo que hasta entonces habían sido, las formas y los contornos también se habían intensificado. Vi que hasta entonces había percibido el mundo visible de un modo borroso y desenfocado, a media luz. Pero ahora se habían encendido las luces y el resultado era un nuevo cielo y una nueva tierra. Y, en una nueva revelación, supe que podía pintar las cosas tal y como las veía. Cosa que —concluyó— he hecho.

Había algo tirando a sublime en todo aquello, y Merwick se rió.

—Me gustaría que algo hiciera «clic» también en mi cerebro, si es que despierta las percepciones de esa manera—dijo—, pero también es posible que esas alteraciones cerebrales no produzcan únicamente ese efecto.

—Es posible. Además, según tengo entendido, esas alteraciones no se dan a menos que hayas atravesado un período tan horroroso como el que atravesé yo. Y te diré con toda sinceridad que no volvería a pasar por algo así ni aunque me aseguraran que iba a adquirir la percepción de un Tiziano.

—¿Cómo te sentiste en el momento de ese «clic»? —preguntó Merwick.

Dick se lo pensó un momento.

—¿Como cuando te llega un paquete, atado con un cordel, y no consigues encontrar un cuchillo —dijo—, por lo que decides quemar el cordel manteniéndolo tirante? Bueno, fue como eso: completamente indoloro, tan sólo noté cómo se iba aflojando la presión, aflojando, aflojando hasta partirse, suavemente, sin esfuerzo. Me temo que no sea una descripción muy lúcida, pero así es exactamente como ocurrió. Ya ves, había estado ardiendo durante dos meses.

Se giró y revolvió entre las cartas y papeles que abarrotaban su escritorio, hasta que encontró un sobre sellado. Se rió para sí mismo cuando lo cogió.

—Encomiéndame a Lady Madingley —dijo—, por una descarada insolencia en comparación con la cual el latón es más blando que la arcilla. Me escribió ayer, preguntándome si acabaría el retrato de ella que había empezado el año pasado, y permitiéndome poner el precio.

—Entonces supongo que te habrás escabullido a toda velocidad —remarcó Merwick—. Supongo que ni le contestarías.

—Oh, sí, sí le respondí. ¿Por qué no? Le dije que el precio serían dos mil libras, y que estaba dispuesto a continuar inmediatamente. Ha aceptado y esta misma tarde me ha enviado un cheque con las mil primeras.

Merwick le contempló completamente asombrado.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó.

—Espero que no, aunque uno nunca puede estar del todo seguro sobre cuestiones como ésa. Incluso doctores como tú no sabéis exactamente en qué consiste la locura.

Merwick se levantó.

—¿Será posible que no veas el terrible riesgo que corres? —preguntó—. Verla de nuevo, estar con ella de esa manera, teniendo que contemplarla (la vi esta tarde, por cierto, apenas parece humana), ¿no podría revivir con facilidad todo aquello que sentiste con anterioridad? Es demasiado peligroso. Excesivamente peligroso.

Dick negó con la cabeza.

—No existe el más mínimo riesgo —dijo—. Todo mi yo se muestra completa y absolutamente indiferente hacia ella. Ni siquiera la odio. Si la odiara podría existir la posibilidad de volver a amarla. Tal y como están las cosas, pensar en ella no produce en mí ningún tipo de emoción. Y realmente una calma tan fabulosa merece ser recompensada. Respeto cosas tan admirables como ésa.

Se terminó su whisky mientras hablaba, e inmediatamente se sirvió otro vaso.

—Ése es el cuarto —dijo su amigo.

—¿Ah, sí? Nunca los cuento. Eso demuestra un sórdido interés por los detalles más intrascendentes. Curiosamente, el alcohol ya no me afecta en lo más mínimo.

—¿Por qué beber, entonces?

—Porque si lo dejo, esa fascinante viveza del colorido y esa claridad de los contornos de las que te hablaba, disminuyen.

—No puede hacerte ningún bien —dijo el doctor. Dick se rió.

—Mi querido amigo, mírame detenidamente —dijo—, y luego, si puedes afirmar con convicción que demuestro estar propasándome con los estimulantes, los abandonaré al punto.

Ciertamente hubiera sido difícil encontrar un solo aspecto en el que Dick no pareciera el vivo retrato de la salud. Se interrumpió y permaneció inmóvil un momento, con el vaso en una mano y la botella de whisky en la otra, negra en contraste con el frontal de su camisa, y no se percibía ni un solo movimiento o temblor. Su cara, completamente teñida por el moreno del sol, no estaba ni hinchada ni demacrada, sino que la carne se presentaba firme y la piel maravillosamente limpia. Igual de límpidos aparecían sus ojos, con unos párpados ni hinchados ni arrugados; parecía, de hecho, un modelo de condición física, en forma y a punto, como si se estuviera entrenando para algún evento atlético. También su figura se presentaba ágil y activa, sus movimientos eran rápidos y precisos, e incluso Merwick, con su ojo de médico entrenado para detectar cualquier síntoma, por muy ligero que fuese, que traicionara una condición de bebedor, tuvo que confesar que no había ninguno presente. Su apariencia lo contradecía con autoridad, y también su comportamiento. Se dirigía a su interlocutor de frente, sin miradas de reojo; no demostraba síntomas, por pequeños que fueran, de cualquier tipo de afección nerviosa. Pero, aun así, Dick era, evidentemente, un personaje nada normal. La historia que acababa de contar no lo era; aquellas semanas de depresión, seguidas por una alteración cerebral que había eliminado, como un trapo húmedo elimina una mancha, todo recuerdo de su amor y de la cruel amargura resultante, tampoco. También resultaba anormal su inesperado salto al éxito artístico tras un pasado de trabajos más que mediocres. ¿Por qué no debería existir una anormalidad semejante también en este aspecto?

—Sí, confieso que no demuestras signos de haber tomado excesivos estimulantes —dijo Merwick—. Pero si yo te atendiera profesionalmente (ah, no estoy tratando de venderme) te obligaría a dejar todo tipo de estimulantes y a guardar cama durante un mes.

—Pero en el nombre del cielo, ¿por qué? —preguntó Dick.

—Porque, teóricamente, es lo mejor que podrías hacer. Has tenido un
shock
, cuya gravedad te la indica las semanas de depresión que has atravesado. Bueno, el sentido común dice: «Tómatelo con calma después de sufrir un
shock;
recupérate». Tú, sin embargo, vas a toda velocidad. Admitiré que parece sentarte bien; también has pasado de la noche a la mañana a convertirte en alguien capaz de conseguir logros que… oh, déjalo, es absurdo.

—¿El qué es absurdo?

—Tú eres absurdo. Profesionalmente, te detesto, porque pareces ser la excepción a una teoría de la que estoy convencido que ha de ser correcta. Por lo tanto, tengo que encontrar una explicación para tu caso, y de momento no puedo.

—¿Cuál es esa teoría? —preguntó Dick.

—Bueno, en primer lugar el tratamiento de
shock.
Y en segundo, que para realizar un buen trabajo, uno debería comer y beber poco, y dormir mucho. ¿Cuánto sueles dormir, por cierto?

Dick lo pensó.

—Oh, me suelo ir a la cama a eso de las tres —dijo—. Supongo que dormiré unas cuatro horas.

—Y vives a base de whisky, comes como un ganso de Estrasburgo, y estás en forma como para participar mañana en una carrera. Apártate de mí, o por lo menos ya me marcho yo. Pero ten en cuenta que quizá acabes por derrumbarte. Eso me satisfaría. Pero incluso aunque eso no suceda, seguirás siendo un caso bastante interesante.

De hecho, Merwick lo consideró más que interesante, y en cuanto llegó a su casa aquella noche buscó en sus estanterías cierto volumen polvoriento en el cual aparecía un capítulo titulado
Shock.
El libro era un tratado sobre enfermedades desconocidas y condiciones anormales del sistema nervioso. Lo había leído a menudo antes, ya que en su profesión era un investigador especialmente interesado en lo raro y lo curioso. Y el siguiente parágrafo, que ya le había llamado la atención con anterioridad, le interesó muchísimo más aquella noche.

«El sistema nervioso puede actuar de maneras que, incluso para el estudiante más avanzado, pueden resultar completamente inesperadas. Se conocen casos bien documentados de paralíticos que han saltado de la cama al grito de "Fuego". También se conocen casos en los que un gran
shock,
de los que producen una depresión tan profunda que casi la podríamos calificar de letargo, se ha visto seguido a continuación de un índice de actividad anormal y de un uso de habilidades previamente desconocidas, o por lo menos existentes a un nivel mucho más ordinario. Un estado tan hipersensible exige grandes cantidades de estimulantes en forma de comida y bebida. Parece evidente que el paciente que sufra estas curiosas consecuencias de un
shock,
acabará por sufrir, antes o después, un completo derrumbe. Es imposible, en todo caso, conjeturar qué forma tomará. El sistema digestivo, por ejemplo, podría atrofiarse repentinamente, el
delirium tremens
podría sobrevenir sin aviso, o el paciente podría, sencillamente, perder la cabeza…»

Pero las semanas pasaron, los soles de julio hicieron a Londres danzar en un torbellino de calor, y sin embargo Alingham continuó igual de ocupado, de brillante y de genial. Merwick, a escondidas, le vigilaba de cerca, y para aquel entonces estaba completamente desconcertado. Le hizo a Dick mantener su palabra de que si detectaba la menor señal de un abuso de estimulantes, los abandonaría todos al instante, pero no pudo comprobar absolutamente ninguno. Lady Madingley, mientras tanto, había posado para él en varias ocasiones, y de nuevo en este sentido había estado Merwick completamente equivocado en su punto de vista expresado a Dick sobre los riesgos que éste corría. Y es que, por extraño que pareciese, los dos se habían convertido en grandes amigos. Y aun así, Dick había vuelto a acertar; toda emoción por su parte respecto a ella había muerto, lo que estaba pintando bien hubiera podido ser una naturaleza muerta, y no el retrato de la mujer a la que había adorado salvajemente.

Una mañana a mediados de julio, ella había estado posando para él en su estudio, y al contrario que lo habitual, él había permanecido en silencio, mordiendo los extremos de sus pinceles, frunciendo el ceño en dirección al lienzo, y frunciendo el ceño también en dirección a ella. De repente exclamó con un deje de impaciencia.

—Es tan parecido a ti… —dijo—, pero a la vez no lo es. ¡Hay muchísima diferencia! No puedo evitar que parezca como si estuvieras escuchando un himno, uno de esos en cuatro sostenidos, ya sabes, escrito por un organista probablemente después de haberse comido unos pastelillos. ¡Y eso no es algo característico de ti!

Ella se rió.

—Debes de ser muy hábil para poder reproducir todo eso ahí —dijo ella.

—Lo soy.

—¿Y dónde lo ves?

Dick suspiró.

—Oh, en tus ojos, por supuesto —dijo—. Lo revelas todo a través de tus ojos, ¿sabes? Es algo completamente característico de tu persona. Eres como una regresión. ¿No recuerdas que hace ya algún tiempo le atribuimos esa característica al mundo animal, en el que de igual manera todo se comunica a través de la mirada?

—Oh, y yo que pensaba que los perros ladran y que los gatos arañan.

—Eso son medidas prácticas, pero aparte de eso tú y los animales usáis únicamente los ojos, mientras que la gente usa sus bocas, sus frentes y otras cosas. Un perro agradecido, un perro expectante, un perro hambriento, un perro celoso, un perro decepcionado… uno puede percibir todas esas sensaciones a través de sus ojos. Sus bocas son relativamente inmóviles, y en el caso de los gatos esto resulta aún más evidente.

—Tú me decías a menudo que pertenecía al género felino —dijo Lady Madingley con completa compostura.

—¡Por Júpiter, sí! —dijo él—. Quizá mirándole los ojos a un gato pueda ver qué es lo que me falta aquí. Muchas gracias por la idea.

Dejó su paleta y se acercó a una mesa en la que reposaban varias botellas, hielo y sifón.

—¿No quieres beber algo en esta mañana sahariana? —preguntó.

—No, gracias. ¿Cuándo realizaremos la última sesión? Me dijiste que te bastaba con una más.

Dick se sirvió.

—Bueno, he de ir con esto al campo —dijo— para pintar el fondo del que te hablé. Con suerte, me llevará tres días de duro trabajo. Sin ella, tardaré una semana o más. Oh, se me hace la boca agua pensando en ese fondo. ¿Digamos, entonces, una semana a partir de mañana?

Lady Madingley lo apuntó en una diminuta agenda engarzada con oro y joyas.

—¿Y he de prepararme a ver sustituidos mis ojos por los de un gato la próxima vez que lo vea? —preguntó pasando frente al lienzo.

Dick se rió.

—Oh, apenas notarás la diferencia —dijo—. Es curioso que siempre haya detestado tanto a los gatos, de hecho llegan a hacerme sentir débil, y que sin embargo tú me recordases siempre a uno.

—Deberías preguntarle a tu amigo el señor Merwick sobre estos misterios metafísicos —dijo ella.

En aquel momento, el fondo del cuadro tan sólo estaba indicado por un par de vagas y brillantes pinceladas de verde y púrpura situadas cerca de la cabeza, y al artista bien podía hacérsele la boca agua pensando en los días que le quedaban por delante para dedicarlos a la pintura. Y es que detrás de la figura, en el gran lienzo alargado, iba a pintar una valla verde, sobre la cual, cubriendo las maderas casi por completo, se extendería una gran clemátide púrpura en toda su ostentosa gloria de hojas barnizadas y flores estrelladas. En la parte superior sólo pintaría una franja de un claro cielo veraniego, y a sus pies tan sólo una tira de hierba verdigrisácea. El resto del fondo sería, osadamente, aquella combinación de verde y púrpura. Con el propósito de llevar a cabo el trabajo, iba a trasladarse a una pequeña granja que tenía cerca de Godalming, en cuyo jardín había construido una especie de estudio al aire libre: una curiosa mezcla entre habitación y refugio, con el flanco que daba al norte completamente descubierto y limitado por aquella valla verde que se había convertido en una inmensa constelación de estrellas purpúreas. Él sabía bien cómo iba a brillar sobre el lienzo la pálida belleza de su retratada al verse enmarcada de aquella manera; cómo destacaría sobre el fondo, con su enorme sombrero gris y su deslumbrante vestido también gris, y su pelo rubio, y su piel blanca como el marfil, y sus pálidos ojos, ora azules, ora grises, ora verdes. Esto era, de hecho, algo que le creaba una tremenda expectación, pues probablemente no haya para los hombres otro éxtasis tan poco adulterado como la creación. No era por tanto para maravillarse que el humor de Dick, mientras se dirigía hacia Godalming, fuese tan optimista y efervescente. Porque iba, por decirlo de alguna manera, a culminar su creación: cada estrella púrpura de clemátide, cada hoja verde o fragmento del maderamen de la valla que pintara, haría que lo que él había pintado cobrara vida y esplendor, al igual que las progresivas capas de crepúsculo que caen sobre el cielo al anochecer hacen que las estrellas brillen en él como joyas. Su objetivo estaba asegurado: había colgado su constelación (la figura de Lady Madingley) en el cielo, y ahora tenía que rodearla de una noche púrpura y verde para que pudiese brillar.

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