Sus amigos se la habían descrito como una verdadera maravilla. Según le habían dicho, tenía exquisiteces artísticas de rara belleza.
Le fascinaba la idea de mezclarse con aquella extraña población vivaz y de piel oscura, muy distinta de su gente. Por lo poco que había visto desde su desembarco en esas tierras, los sicilianos parecían incapaces de hablar sin gritar y gesticular exageradamente. Eran muy pintorescos. Para un extranjero, resultaba bastante cómico verlos moverse y hablar entre sí. Los sicilianos parecían lo opuesto de los flamencos, encogidos y parcos en gestos y palabras.
Sin duda le atraían, incluso físicamente. La población en general era bastante guapa, tanto hombres como mujeres, sobre todo los niños, con su cabello oscuro y sus grandes ojos negros, aunque había algunos rubios de ojos azules, probable fruto de la mezcla con anteriores invasores. Lo que motivaba su inclinación por esa gente era su insaciable curiosidad. Antón siempre quería conocerlo todo de todos. Si, por una parte, le atraía la idea de correr a mezclarse entre toda aquella gente, por la otra, conociéndose, sabía que eso lo habría distraído irremediablemente. Antes debía concentrarse en el objetivo de su viaje. Más tarde podría concederse algún esparcimiento.
En tanto ordenaba los diversos dibujos esbozados de Sofonisba en el transcurso de la entrevista, pensó que si tuviera tiempo los utilizaría para iniciar un retrato sin más demora. Tenía muchos, algunos apenas esbozados, otros prácticamente completos. Un par la representaban sentada en su sillón, estilizados pero muy claros respecto a su postura, mientras que otros eran más detallados, como los de manos y rostro. Los estudió con ojo crítico. ¿Eran suficientemente precisos? ¿Transmitían la impresión que había tenido cuando la observaba?
Al repasarlos uno a uno, no pudo evitar rememorar el encuentro de esa mañana. En aquella mujer había algo especial que no conseguía definir con precisión. Ejercía una inexplicable seducción intelectual, casi enigmática, que provocaba curiosidad y ganas de conocerla mejor. ¿Cuál era su secreto? ¿Por qué no dejaba indiferente a quien se acercaba a ella? ¿Era también él uno más de los que no habían sabido resistirse a su fascinación?
Sin duda, había tenido una vida extraordinaria. En particular, como lo había precisado varias veces ella misma, por haber sido mujer en un mundo de hombres. El mundo de los artistas, además, era un mundo aparte, con sus reglas no escritas y el talento como bandera. Considerada la época en que se habían desarrollado los hechos, ella había sido la excepción que confirmaba la regla. Por añadidura, habiendo tenido una vida insólitamente larga, que le había dado la oportunidad de conocer a personas de toda clase, reyes y reinas, papas y cardenales, pintores, poetas, escultores, algunos de los cuales, para Antón van Dyck, un joven apenas en los albores de su carrera, representaban verdaderos mitos. Por ejemplo, Miguel Ángel Buonarroti, muerto sesenta años antes.
Miguel Ángel, el mayor artista de todos los tiempos, era una leyenda para las nuevas generaciones que se asomaban al arte. Al oír aquel nombre, había sentido un escalofrío de excitación en todo el cuerpo. Era un tremendo estímulo estar en presencia y hablar con alguien que había conocido personalmente al maestro de maestros. Eran muy pocos aquellos, todavía vivos, que podían presumir de haber tenido ese gran honor.
Su entusiasmo por seguir escuchando el relato de Sofonisba iba en aumento con el paso de los días. En el viaje hacia Palermo había imaginado, más de una vez, cómo se desarrollaría el encuentro. En la mejor de las hipótesis, ni remotamente había sospechado que la mente de la anciana Sofonisba funcionase aún con tanta claridad. Ciertamente, todavía podía contar muchas cosas, y él estaba impaciente por escucharlas.
Su lucidez lo había sorprendido muy gratamente. No se lo esperaba. Desde luego, Sofonisba no tenía un aspecto rozagante, toda piel y huesos, pero estaba viva y lúcida. Su apariencia hacía pensar que el hecho de que aún respirase era fruto de un verdadero milagro. El paso más que inseguro, cuando se levantaba para retirarse, sugería que ya tenía un pie en la tumba. Sin embargo, de aquel cuerpecito emanaba una fuerza y una voluntad sorprendentes, como para dejar perplejo a cualquier visitante. Mientras su mente funcionase, podría evocar los hechos de su vida ocurridos muchísimos años antes.
Le costaba aceptar que a la vieja dama no le quedaba mucho tiempo por vivir. Era algo que lo entristecía sobremanera, ya que, aunque pareciera ridículo, se había encariñado con ella.
Ante esta triste perspectiva, quería pasar el mayor tiempo posible con ella, mientras pudiera mantener una conversación. Debía conseguir que le contara lo que más le interesaba: recoger toda la información posible sobre el arte del Renacimiento y sus protagonistas. Era consciente de que se encontraba ante una oportunidad irrepetible.
Pasó unas horas en su cuarto y luego, juzgando que ya era el momento adecuado para volver donde su nueva amiga, tomó a buen paso el camino en dirección a su casa. Se sentía animado, con el mismo entusiasmo de la primera visita. ¿Qué secreto le revelaría por la tarde la anciana pintora?
Llegado a la casa, no le sorprendió que ella estuviera esperándolo sentada en el habitual sillón demasiado grande. Tuvo la impresión de que estaba más impaciente que él por volver a verlo y esto le complació. Significaba, por lo menos, que sus sesiones no representaban una molestia para ella.
Como de costumbre, lo recibió con una de sus anchas sonrisas.
Él pensó que su vida debía de ser bastante aburrida, para que se alegrara tanto de verlo. ¿O simplemente formaba parte de su carácter? En todo caso, sus visitas debían de ofrecerle una distracción de la monotonía cotidiana de sus jornadas.
—Buenos días, joven Antón —saludó ella, visiblemente feliz, apenas lo oyó entrar en el saloncito—. ¿Ha tenido tiempo de descansar y de ordenar sus esbozos? —Y sin tomar aliento ni esperar una respuesta, añadió—: ¿Quiere comer algo?
—No, gracias, señora. —Antón sonrió por su preocupación de abuela—. Ya he almorzado en la posada. Descuide, como lo suficiente.
Al punto se arrepintió de esas últimas palabras. La estaba tratando como a una abuela, mientras que ella, quizá, sólo quería asegurarse de que tenía bastante dinero para hacer una buena comida al día. Se sabía que los artistas jóvenes no nadaban en la abundancia, ni mucho menos. La pregunta de Sofonisba le recordó las de su madre, cuando se preocupaba por saber si había comido bien y lo suficiente.
—También he tenido tiempo de ordenar mis dibujos, como usted me aconsejó —agregó, rápidamente, para cambiar de tema.
Sofonisba, tranquila, compuso una expresión satisfecha. Aquel joven le gustaba. Sabía alternar con las personas ancianas.
—Bien —dijo—, ¿dónde habíamos quedado?
—Me estaba contando cómo llegó a la corte de España. —Y, envalentonado por la afectuosa acogida, se aventuró a formular la pregunta que tanto le acuciaba—: Pero, antes de continuar, quisiera hacerle una pregunta. Es algo que me intriga desde que entré en este salón.
—Adelante.
—El retrato de esa joven —y añadiendo el gesto a la palabra, señaló el retrato con la mano—, ¿es suyo?
—Naturalmente —respondió ella, afable—. Es un autorretrato. Tenía poco más de veinte años. Supongo que no me había reconocido. Sucede a menudo. Es el precio que nos impone el paso de los años. Este retrato tiene una historia particular. Un día se la contaré. El que ve colgado aquí fue el segundo que pinté. En realidad, el primero había sido sólo esbozado cuando desapareció.
—¿Desapareció? —repitió Antón, sorprendido.
—Sí. Es una larga historia. —En su voz había ironía, como si se riese de sí misma—. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, se ve, ¿no?
Antón se ruborizó ligeramente.
—Discúlpeme, no era lo que quería decir.
Sofonisba rió con malicia.
—Lo sé perfectamente. No se preocupe. Sólo le estoy tomando el pelo. ¿Dónde habíamos quedado, pues?
—Me estaba hablando de España.
—Ah, sí. Aquélla fue una experiencia increíble. Estar en contacto cotidiano con el rey más poderoso del mundo era… —Pareció buscar la palabra apropiada.
—¿Impresionante? —sugirió Antón.
—No. Impresionante no es el término más adecuado, aunque en cierto sentido lo era. Diría, más bien, extraño.
—¿Extraño? —se sorprendió Antón—. Ahora sí que me sorprende, señora. ¿Por qué extraño?
—Porque la corte de España era para mí un ambiente nuevo. Se respiraba un aire muy extraño. No sé cómo explicarme… Todo era misterioso, pomposo, muy jerarquizado. Era una mezcla de rigor, magnificencia y máximo fasto, pero también de un lujo a veces discreto. No obstante, lo que más me impresionó fue la gente. No era tan desenfadada como aquí, en Italia. Todos se comportaban con excesiva rigidez, como si la naturalidad y la sencillez estuvieran rigurosamente excluidas de las relaciones entre las personas. ¿Entiende?
—Creo que sí. ¿Tal vez era así por motivos de protocolo?
—El protocolo desde luego influía mucho, puesto que, como sin duda sabrá, en la corte de España regía, y creo que aún rige, un protocolo de extrema inflexibilidad, en especial en lo tocante al trato con los soberanos. Pero no era sólo eso lo que hacía el ambiente irrespirable. Eran los propios españoles los que no sabían comportarse de una manera relajada. No sé cómo explicar bien esta sensación.
—Creo entenderlo. Tampoco nosotros, en Flandes, somos tan descarados y espontáneos como ustedes los italianos, aunque siempre he pensado que los españoles se parecían más a ustedes que a nosotros. Pensaba que era una cosa natural de la gente del sur.
—No hay que confundir a la gente del pueblo con la gente de la corte —puntualizó ella, con sabiduría—. Los comportamientos son muy distintos. En la corte, un carácter jovial debe controlarse, seguir el ritmo impuesto. No es posible comportarse como uno quiere.
Antón no estaba muy al día en cuestiones de corte. De hecho, no conocía ninguna. Asintió con la cabeza, para dar a entender que comprendía, y dijo:
—¿Cómo fueron sus relaciones con Felipe II? ¿La trataba bien?
—Aquel rey inspiraba mucho respeto. Era más bien bajo de estatura, pero cuando entraba en una habitación, lo acompañaba siempre cierta aureola de misticismo y majestuosidad. Era rey en todos los aspectos. Aquí, en Italia, he oído cosas horribles sobre su persona, quizá fruto del hecho de que simbolizaba a un país invasor, pero en realidad no era así. Conmigo siempre se comportó de una manera exquisita y gentil, y por supuesto con extrema elegancia. Lo demostró a la muerte de la reina Isabel, porque aquello significó el cese oficial del motivo por el cual se me había llamado a España. La nueva reina ya tenía sus propias damas de compañía. Pero, en vez de devolverme a mi país, como ocurría habitualmente, el rey quiso que me quedara para ocuparme de sus hijas, las princesas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Me ayudó cuando lo necesité y se afanó por encontrarme un marido adecuado a mi posición. Una empresa difícil, considerada mi edad de entonces.
Pronunció las últimas palabras riendo, segura de que Antón entendería la ironía de la situación.
—¿Fue Felipe II quien le encontró marido? —preguntó él, sorprendido.
—Naturalmente. Pero eso se lo explicaré en otra ocasión.
Antón comprendió que no tenía ganas de abordar aquel episodio preciso y dejó el tema.
—Debía de ser duro para una mujer sola en un país extranjero…
Sofonisba cambió nuevamente de posición. Guardó unos minutos de silencio antes de responder. Buscaba en la memoria hechos que creía olvidados para siempre.
—Sí, por qué negarlo. Pero no crea que habría sido más fácil aquí, en Italia. El mundo de los hombres fue creado a su medida.
—Pero… —trató de protestar Antón.
—Pero usted es un hombre, mi querido Antón, no puede entender ciertas cosas.
El carruaje llegó al cruce de caminos y se detuvo. Si hubiera seguido recto, habría cruzado la carretera de Madrid a Segovia, mientras que si enfilaba la carretera a la derecha, después de pocas leguas llegaría a los pies de una colina boscosa, a un lugar todavía poco conocido que tenía el gracioso nombre de «El Escorial». Felipe II lo había elegido para construir un nuevo palacio en forma de parrilla, en honor a san Lorenzo.
Los trabajos acababan de comenzar y se calculaba, con los mejores auspicios, que tardarían al menos dos décadas en ser llevados a término.
Desde donde se había detenido, en una ligera curva umbría, el carruaje no podía ser visto desde lejos, salvo por alguien que recorriese el mismo camino, generalmente poco frecuentado. Una carretera olvidada, que no iba ni venía a ninguna parte, usada sólo por algún leñador local. El carruaje era uno normal de viaje, sin ninguna enseña particular que lo distinguiera. Desde que se había detenido, ningún pasajero había bajado y el cochero permanecía sentado en su sitio, como a la espera de instrucciones.
Estuvo en esa posición una buena hora, antes de oír a lo lejos el galope de un caballo que se acercaba. Aguzando el oído para escuchar mejor, se dio cuenta de que eran varios jinetes.
De pronto, el galope cesó. Probablemente se habían detenido a poca distancia, pero la espesura del bosque no permitía distinguirlos. Después de un momento se oyó dé nuevo el paso de un caballo. Se aproximaba al carruaje. Se hizo visible poco después, emergiendo de una curva a un centenar de metros de distancia.
El caballero, vestido con un jubón marrón, avanzaba sin prisa, con su caballo al paso. Mientras fingía interesarse por el bosque, escrutaba discretamente el carruaje. Cuando llegó lo bastante cerca como para ser reconocido, el cochero se giró para contemplarlo. Hasta ahora parecía inmerso en sus pensamientos, sin reparar en lo que sucedía alrededor.
¿Era el caballero que esperaba?
El hombre pasó por su lado sin detenerse, saludándolo con un breve gesto de la cabeza, sin mover los labios, y prosiguió por el camino otro centenar de metros.
El cochero lo siguió con la mirada, observando sus movimientos.
De repente, el caballero se detuvo, hizo girar el caballo y volvió atrás al trote. Al pasar, saludó educadamente de nuevo al cochero. Tenía los ojos fijos en las cortinas de terciopelo rojo de las ventanas, cuidadosamente echadas para impedir miradas curiosas. Trató de echar un vistazo al interior, pero no logró ver nada. Ningún movimiento indicaba que pudiera estar ocupado. Continuó sin detenerse, y desapareció por donde había venido.