El cochero retomó su posición de espera.
No debió aguardar demasiado. Pasados apenas unos minutos se oyeron de nuevo los cascos de un caballo haciendo crujir las piedras del camino bajo sus cascos. Se giró ligeramente y se dio cuenta de que no era el mismo caballero. Éste vestía de negro.
Dio la señal convenida: tres golpes en el techo del carruaje.
La puerta se abrió y bajó fatigosamente un hombre corpulento, envuelto en una gran capa negra, con un extraño sombrero sin pluma que cubría la que parecía una bonita calvicie.
Por las botas se podía suponer que debajo de la capa llevaba un traje de viajero. Dio apenas unos pasos y se detuvo, mirando al caballero que se acercaba a paso lento. Cuando estaban a sólo pocos metros de distancia, el hombre del carruaje abrió ligeramente su capa y dejó entrever un objeto brillante que le colgaba del cuello. El caballero reconoció inmediatamente una cruz. Acercándose más, examinó la cruz y se dio cuenta de que estaba frente a un cardenal.
Felipe II bajó del caballo, esperando a que fuera el otro quien hablara primero. Lanzó una mirada curiosa al hombre, que se acercaba. Parecía cansado y su corpulencia dificultaba sus pasos. ¿Era éste, pues, el hombre con el que debía reunirse en secreto en aquella pequeña iglesia de Madrid, cuando se había visto obligado a anular la cita
in extremis
por la inoportuna presencia de Sofonisba Anguissola?
El viajero lo saludó con el debido respeto, y acercándose unos pasos más para que pudiera oírlo sólo él, dijo en voz baja:
—Soy el cardenal Mezzoferro, majestad, enviado especial de Su Santidad.
Y tendió al monarca una carta sellada con el emblema papal. Felipe II la cogió y, sin proferir palabra, tras haberla examinado atentamente hizo saltar el sello para leerla.
Pío IV, después de una breve introducción en que reafirmaba su afecto por el rey de España, describía las altas cualidades del cardenal Mezzoferro. Aseguraba que gozaba de su máxima confianza y le informaba que había dejado en sus manos un delicado encargo que requería la colaboración de su majestad. Además, Pío IV precisaba que el eminentísimo cardenal estaba autorizado a tomar cualquier decisión que él considerara oportuna para el buen resultado de su misión. Sus decisiones debían ser consideradas como avaladas personalmente por el propio pontífice.
Después de comprobar de nuevo el sello de lacre con el emblema pontifical, Felipe II, satisfecho, miró al cardenal a los ojos.
—Eminencia, os doy la bienvenida a España —dijo casi en voz baja. Su tono era afable, pero tan bajo que el cardenal tuvo dificultades para entender las palabras.
—Es un gran honor para mí, majestad, que haya aceptado reunirse conmigo. Lamento que sea en estas condiciones, pero entenderá que tengo instrucciones precisas.
Felipe II lo entendía perfectamente. Toda esa puesta en escena para encontrarse en secreto no podía ser sólo iniciativa del cardenal. Se veía la mano del Papa.
—Desde luego, eminencia. El Santo Padre me da suficiente explicación del carácter en extremo delicado de su misión. ¿En qué puedo serle útil?
La franqueza del soberano y la rapidez con la cual fue al grano agradaron al cardenal.
Felipe II era un hombre pragmático. Si el encuentro era secreto, para mantenerlo como tal, debían darse prisa, antes de que alguien pudiera verlos juntos.
Sin embargo, Mezzoferro era un político demasiado fino para dejarse arrastrar por la impetuosidad del monarca. Él prefería llevar la conversación según sus métodos.
Hablaron largamente de esto y de lo otro, sin rozar nunca el verdadero motivo del encuentro.
Felipe II, inicialmente irritado por la superflua extensión de la conversación, pronto entendió que estaba ante un hombre hábil y astuto, y aceptó de buen grado su juego. Se interesó por la salud del pontífice y otros asuntos relativos al Vaticano. Mezzoferro respondía con detalles y anécdotas, tratando de hacer pasar el tiempo antes de entrar en el meollo de la cuestión, puesto que quería ver hasta qué punto llegaba la buena predisposición del monarca en relación al pontífice. Quería calcular, con matemática precisión, hasta dónde podía contar con su colaboración, para valorar qué podía pedir sin incurrir en el riesgo de un rechazo. Una eventual negativa de Felipe II a secundarlo podía poner en peligro su misión, además de eliminar la posibilidad de pedir otros favores en el futuro.
Contó cómo había conocido a la suegra del rey, la reina Catalina de Médicis, cuando había ido en misión a Francia.
—Una mujer notable —afirmó.
—Sin duda ha de serlo —respondió educadamente Felipe II—, aunque debo admitir que nunca tuve el placer de conocerla personalmente.
Aquello no sorprendió al cardenal. Sabía que los matrimonios organizados por motivos de Estado no implicaban que las respectivas familias se conocieran personalmente.
Felipe II creyó, en un primer momento, que el cardenal quería impresionarlo con su discurso, para darle a entender que no era un cualquiera, pero enseguida borró esa impresión. Se dio cuenta de que el alto prelado era una persona verdaderamente culta, inteligente, no desprovista de astucia y dotada de un inigualable
savoir faire
. Desde luego era un hombre de mundo, además de un fino diplomático. Por las obligaciones de su cargo, el rey estaba habituado a juzgar a los hombres a primera vista, y pensó que su opinión sobre el cardenal Mezzoferro no debía de estar muy alejada de la verdad.
Finalmente, tras concluir que había agotado todas las vías de la cortesía, preguntó con tono melifluo, como si quisiera disminuir la importancia del encuentro:
—¿En qué puedo ser útil al Santo Padre, pues? Debe de estar preocupado si ha decidido enviarme a un experto diplomático como usted…
El cardenal sonrió, complacido.
—Puedo asegurarle, majestad, que todas las cuestiones relacionadas con la Santa Iglesia son constante motivo de gran atención por parte de Su Santidad.
Ah, pensó aliviado, no era, pues, un problema relativo a Francia. Considerando la introducción del cardenal, por un instante había sospechado que era portador de un mensaje secreto de la reina de Francia, que utilizaba al Papa para interceder a su favor. Pero ahora entendía que el asunto concernía sólo a cuestiones eclesiásticas.
¿Acaso estaba relacionado con la actuación del gran inquisidor Valdés?
Lo estaba.
Hablaron durante más de una hora. Felipe II escuchó atentamente las explicaciones del alto prelado, respondiendo, según su costumbre, con otras preguntas, sin comprometerse.
—¿Quizás el eminente Valdés ha actuado… precipitadamente? —preguntó con diplomacia el cardenal—. Al ordenar el arresto del máximo representante de nuestra Santa Iglesia en España, ¿acaso no ha valorado que ponía al Santo Padre en una situación muy delicada? Para Su Santidad, ambos protagonistas de este triste asunto son personas que merecen su más alta consideración. No podemos permitir que un escándalo manche la autoridad del pontífice en persona. Para el Santo Padre es muy desagradable ver cómo se lanzan acusaciones de tal calibre contra uno de los más relevantes príncipes de la Iglesia católica. La fe de los creyentes podría verse peligrosamente perjudicada si las personas en las que creen y a las que deben obediencia, como el arzobispo de Toledo, primado de España, pueden ser acusadas de herejía.
—Supongo que el Santo Padre ha comunicado sus preocupaciones al capitán general Valdés…
—Para no perjudicar la autonomía de la encuesta emprendida por la Inquisición, además del sagrado derecho del arzobispo de Toledo a defenderse, es preferible que el Sumo Pontífice no intervenga abiertamente. Apoyar al uno en detrimento del otro no sería conveniente.
Felipe II pensó que Mezzoferro era verdaderamente un fino diplomático. Evitaba acusar a nadie, dejando intuir que la decisión del Papa de no interferir era fruto de su consejo. De este modo permitía que Pío IV no se comprometiera, reservándose intervenir personalmente más tarde, en caso de necesidad, sin que su autoridad fuera puesta inútilmente en discusión. Si la misión del cardenal tenía éxito y las cosas se arreglaban amistosamente gracias a su intervención, la supremacía de la Santa Sede sobre las cuestiones locales permanecería intacta.
Felipe II no tuvo dificultades para entender que Pío IV trataba de pasarle «la patata caliente». Por motivos idénticos a los del Papa, tampoco él tenía intención de verse implicado en un problema que, en definitiva, sólo era de la Iglesia.
Que se apañaran entre ellos. Conocía personalmente a los dos antagonistas. El mismo había designado a Bartolomé Carranza como capellán de la corte y, más tarde, a la muerte del titular, el cardenal Juan de Tavera lo había hecho nombrar arzobispo de Toledo, impresionado por sus sermones. En cuanto a Fernando de Valdés, además de ser el gran inquisidor, era también presidente del Consejo Real.
Tranquilizó al cardenal con buenas maneras y le aseguró que estudiaría el caso. Evitó prometerle su apoyo. Temía que un día pudiera reprocharle no haber hecho nada para desenredar la madeja, cosa que no tenía ninguna intención de hacer. En el momento de separarse, tuvo la cortesía de acompañar al cardenal hasta la puerta de su carruaje. Se saludaron y cada uno volvió por donde había venido.
Naturalmente, el cardenal se había cuidado mucho de hacer ninguna mención del verdadero motivo de su misión. Si Felipe II estuviera al corriente de la existencia de un objeto secreto que Pío IV intentaba recuperar como fuera, como si su vida dependiera de ello, no había dudas de que habría tratado de apoderarse de él. Aunque él mismo había intentado descubrir la naturaleza del famoso objeto, sin conseguirlo, porque carecía de la más mínima pista, no debía hacer un gran esfuerzo para comprender que quien se adueñase de ese objeto misterioso estaría en condiciones de chantajear a todo el Vaticano.
En el carruaje, mientras soportaba estoicamente el bamboleo provocado por el camino pedregoso, Mezzoferro reflexionó en la conversación que acababa de mantener con el rey.
Felipe II le había causado una buena impresión, y se había quedado fascinado por sus modales y su cortesía, pero había entendido de inmediato que no movería un dedo. Debía considerar infructuoso ese contacto y encontrar rápidamente otro modo de influir sobre la decisión de Valdés. Pero lo más importante era ponerse en contacto directamente con el cardenal Carranza, cosa nada fácil considerando su condición de prisionero, y lograr que le dijera dónde había escondido aquel objeto misterioso que tanto angustiaba a Pío IV.
En las horas tórridas del comienzo de la tarde, cuando la gente se encierra en casa en busca de una frescura ilusoria, un hombre caminaba por las calles de la capital a paso rápido, cruzando de un lado a otro del callejón buscando el abrigo de la sombra. Su atuendo indicaba que no era un caballero, y menos un gran señor, lo cual le permitiría pasar inadvertido si se tropezaba con algún paseante perdido.
El hombre se dirigía a un palacio a dos pasos de la plaza principal, reconocible desde lejos por su austera fachada. Nadie en la capital se aventuraba por las inmediaciones de aquel tétrico edificio si no le resultaba imprescindible. Preferían evitar cualquier contacto con sus inquilinos, ya que era la sede principal de la Inquisición General.
En las cercanías del portón principal, el hombre dudó en entrar, pero el sentimiento de culpa por no cumplir con su deber y, sobre todo, el terror de tener que sufrir las consecuencias de ello, lo convencieron de dar los últimos pasos.
Entró.
Acababan de cerrar el gran portón a sus espaldas cuando empezó a sentir cómo el valor se le derretía como nieve al sol. Pedro Gómez fue presa de una agitación que le hizo temblar las piernas. Ya se arrepentía de haber venido.
Había corrido a comunicar la información que tenía a su contacto habitual, sabiendo que si no lo hacía las cosas podían ir mucho peor para él, ya que sin duda lo habrían sabido por otra fuente. Después de todo, lo que tenía que decir no era tan significativo. Formaba parte de su trabajo de informante transmitir cualquier movimiento a su contacto. Luego éste decidiría si era importante o no. No era retribuido por eso, pero se le garantizaba cierta inmunidad y el favor de sus superiores.
En el vestíbulo principal, un sacerdote que cumplía las funciones de conserje le indicó una puerta con un gesto de la cabeza. Lo conocía y sabía a quién venía a ver. La puerta era siempre la misma, la del despacho de su contacto, el padre Marsens.
Nunca habría imaginado que la noticia que traía, a diferencia de las anteriores veces, fuera considerada tan trascendental por el padre Marsens, pues éste se levantó bruscamente de su escritorio, rogándole que esperara, y se precipitó fuera de la habitación. No tuvo mucho tiempo para rumiar, ya que a los pocos minutos el sacerdote había vuelto acompañado por un hombre de aspecto severo, sacerdote también, a juzgar por la sotana, pero ¿quién no lo era en esa casa?
Los dos se sentaron frente a él y el padre Marsens le rogó que repitiera lo que acababa de decir.
Pedro Gómez, un poco intimidado por la presencia del otro, lo hizo, tratando de no caer en ninguna contradicción. Los dos religiosos permanecieron callados. El prelado de aspecto severo, del que ignoraba nombre y función, escuchaba atentamente cada detalle, observándolo con una mirada penetrante que imponía temor.
Aquel hombre le daba escalofríos en la espalda. Hubo una discreta señal entre los dos que Pedro Gómez no percibió, y el padre Marsens le dijo:
—Espéranos aquí, volvemos en un momento.
Ambos salieron, dejándolo solo y preocupado. ¿Había hecho bien en decir todo lo que sabía? ¿Era tan importante, pues? Regresaron a los pocos minutos y le indicaron que los siguiera.
Atravesaron toda un ala del palacio antes de subir por una majestuosa escalinata de mármol que llevaba a la planta noble. Siguieron por un pasillo que parecía interminable. Las paredes estaban adornadas por una sucesión de retratos gigantes de, seguramente, antiguos dignatarios eclesiásticos que habían cumplido funciones relevantes. Cada retrato era, en esencia, igual al siguiente, con la misma pose severa impregnada de dignidad.
Lo que más sorprendía era el profundo silencio que se cernía sobre todo el palacio. No se oía una voz, un paso, ni siquiera una puerta cerrándose. Parecía que el ambiente estuviera destinado a impresionar al visitante, inmerso en el silencio más absoluto. Apenas podía oír el frufrú de las sotanas de los sacerdotes que lo precedían. Llegados al final del largo pasillo, entraron en una habitación. Pedro Gómez pensó que era una especie de antecámara, ya que sentado a un escritorio había otro sacerdote, éste con aspecto de secretario.