—¿Aún no estaba casada?
—No. Me casé mucho más tarde, después de la muerte de la pobre reina.
Hubo una pausa. Antón no sabía si era oportuno tocar esa cuestión. No quería adentrarse en un terreno demasiado personal. Si Sofonisba se sentía cómoda hablando, lo haría por propia iniciativa.
—Me siento muy bien con usted —dijo Antón, cambiando bruscamente de tema.
Ella levantó la cabeza, un poco azorada por la repentina confesión. ¿Qué significaba su gesto? ¿Antón se había extralimitado en su confianza?
—Me alegro de que me lo diga —repuso Sofonisba, para alivio del joven—. Usted es una persona sensible. Puedo asegurarle que comparto el mismo sentimiento. También yo me siento bien con usted.
Antón se ruborizó de satisfacción.
—Al menos, creo, no es de los que piensan que los ancianos ya no servimos para nada y que sólo somos un estorbo.
Él se sintió tocado.
—¿Le he dado esa impresión? ¿Acaso he dicho algo inoportuno? —preguntó, preocupado—. ¿Cree de verdad que podría pensar semejante cosa?
—No, no lo pienso. Se lo he dicho, usted es distinto, y le puedo asegurar que lo aprecio muchísimo. Pero eso no cambia el hecho de que muchos jóvenes piensen que los ancianos ya no sirven para nada. Es difícil envejecer, ¿sabe? No son sólo los achaques los que nos hacen sufrir. Todo cambia a nuestro alrededor. Se van los amigos, los parientes, los conocidos. Cambia nuestro entorno, porque desaparece el mundo que habíamos conocido. Y con él muere poco a poco una parte de nosotros mismos, porque nos damos cuenta de que las cosas jamás serán como antes. Las imágenes que han acompañado nuestra infancia, nuestra juventud y nuestra madurez, que eran parte de nuestro pequeño mundo personal, se derriten como la nieve al sol. Desaparecen para dejar sitio a un mundo nuevo que, a veces, nos resulta difícil de asimilar y entender. No siempre es la nostalgia la que nos hace añorar el pasado. Es todo un conjunto de cosas que ustedes, los jóvenes, no pueden entender, sencillamente porque aún no lo han vivido. Yo soy muy anciana. He visto muchísimas cosas, muchísimos cambios. He conocido a muchos personajes famosos que hoy ya no están y que ustedes quizá ni siquiera recuerdan. No obstante, puedo considerarme afortunada, puesto que mi cabeza aún funciona. No siempre es así. Como usted sabe, nunca he tenido hijos. Es una de las pocas añoranzas que tengo. Creo que habría sido una buena madre, pero no me lamento. Fue así, y gracias a Dios he tenido la suerte de encontrar un marido que me adora. —Hizo otra pausa, como si intentara recordar algo—. Pero ¿por qué le hablo de esto?
—Porque le dije que me sentía a gusto con usted. Aprecio mucho su compañía. Nunca hubiera imaginado que encajaríamos tan bien. Cuando hablo con usted, tengo la impresión de conocerla desde siempre, no sólo desde hace unos días. No sabría explicar por qué. No sé si esta simbiosis también le ha sucedido antes…
—Sucede raras veces. Es como en el amor. Dos personas se encuentran y se entienden. Entre ellas nace una buena alquimia. Sucede también en la amistad. Es extraño que me diga esto, porque también yo lo había pensado. Usted me parece una buena persona. No sólo es inteligente, también es sensible y atento. Por eso algún día será un gran artista. Estoy segura.
Una vez sola tras la partida de Antón van Dyck, mientras esperaba a que le sirvieran el almuerzo, Sofonisba dejó volar su mente cansada. Reflexionaba sobre la visita que acababa de recibir, extrayendo consideraciones y deducciones. Se sentía agotada pero satisfecha. Hablar tanto y tratar de recordar el pasado le había supuesto un gran esfuerzo. A su edad, ya no estaba para mantener conversaciones tan largas, aunque, al mismo tiempo, se sentía contenta, puesto que las visitas de aquel joven animaban sus jornadas, todas iguales y monótonas desde que había dejado de pintar. Desde luego, se sentía intrigada por el interés que todavía era capaz de suscitar, y tenía cierta dificultad para entender cómo después de tanto tiempo de haberse retirado podía ser motivo de curiosidad para un joven que daba los primeros pasos. Hasta el punto de justificar un largo viaje para reunirse con ella. ¿Era sólo curiosidad o escondía alguna secreta motivación que aún no había descubierto? No sabía qué pensar.
Sofonisba no era una mujer de juicios fáciles y rápidos. Antes de valorar a una persona, consideraba todos los aspectos, los positivos y los que menos le gustaban. Había algo en aquel joven que la hacía dudar, pero aún no entendía qué. Era agradable, bien educado y solícito. ¿Qué no cuadraba? Sin embargo, la primera impresión había sido absolutamente positiva, desde el primer momento. Entonces, ¿qué la hacía dudar? Solía fiarse de sus primeras impresiones. Para ella, la primera era siempre la que prevalecía sobre las demás, y, la verdad, rara vez se equivocaba. Creía profundamente en esas cosas. Era vieja, sí, pero no había perdido la capacidad de juicio. Confiaba plenamente en su instinto. Más que intuición, la suya era una especie de percepción física.
El joven flamenco era un muchacho dotado de una gran sensibilidad, lo había advertido enseguida. Y sabía tratar con las personas, una cualidad poco común. Para ella era un don que uno poseía o no poseía. Aquel joven, además, tenía una innegable simpatía que conseguía transmitir con naturalidad.
Ojalá tuviese mejor vista, para verlo bien y estudiar sus rasgos. Se pueden deducir muchas cosas sólo viendo la cara de las personas. Por desgracia, ella sólo veía una silueta en movimiento. Forzando la vista, algo percibía, pero suponía un esfuerzo demasiado grande para su débil vista.
Habían sintonizado con naturalidad desde el primer momento. También eso le había gustado, puesto que no sucedía a menudo. La gran diferencia de edad habría podido ser un escollo, pero él lo superó ágilmente, mostrando capacidad de adaptación a las circunstancias y facilidad para relacionarse. Se había comportado como si esa diferencia no existiera.
No era que Sofonisba tuviera una idea preconcebida de los jóvenes, pero sí tenía cierto número de experiencias desagradables. Curiosos que querían verla sin tener nada que decir, estudiantes que pretendían birlarle pequeños trucos del oficio, y otros a los que ni siquiera recordaba y que no había entendido por qué habían ido a verla.
Entre los jóvenes y los menos jóvenes, generalmente había encontrado escasa afinidad. Se fiaba mucho de sus primeras impresiones, como si fuera un instinto, un sexto sentido, capaz de determinar desde el primer momento si tenía enfrente a una persona con la cual podría compartir algo más que una conversación de circunstancia.
Estaba complacida de haber conocido a Antón van Dyck, que estaba pendiente de sus labios, atento a todos sus gestos y palabras. A pesar de su débil vista, ella había advertido cómo observaba sus manos. Casi le había dado vergüenza, pero luego había entendido que no era una curiosidad malsana, sino su modo de conocerla, de estudiarla, de atesorar recuerdos visuales para llevarse la imagen más precisa y fiel de su encuentro. No era una postura. Él era así. Era su modo de demostrar interés por tina persona, estudiándola como es debido. Ciertamente, llegaría a ser un gran pintor, no lo dudaba. Era necesario disponer de una sensibilidad particular para serlo, y desde luego él la poseía.
Su cualidad más destacada era quizá la facultad de escuchar. Habitualmente, los jóvenes hablan más de lo que escuchan, como si hablando pudiesen llenar el gran vacío de su inexperiencia.
Él no. Era distinto. Escuchaba.
Y no sólo con el oído, sino también desde dentro, con el alma tensa para aferrar cualquier brizna de sentimiento, para coger al vuelo lo que las palabras no pueden definir. Por eso le gustaba aquel joven. Era especial.
De todos los jóvenes que habían desfilado por delante de sus ojos cansados, eran muy pocos los que recordaba con cierta ternura.
Le trajeron un consomé y verduras hervidas. Pese a sus distintos nombres, a ella todos los platos le sabían igual. Hacía años que comía como un pajarito. Su estómago ya no podía absorber alimentos pesados. Tenía dificultades para digerir y comía poco, apenas lo suficiente para sobrevivir.
Sabía que se acercaba inexorablemente al ocaso de su vida. Lo esperaba sin animosidad ni miedo. No la ayudaba sólo la fe, sino la aceptación. Debía suceder inevitablemente. Ya era una sorpresa que no hubiera llegado antes.
Algunos días, cuando se sentía más desanimada, habría querido que ese día, el epílogo de su vida, llegara de una vez, porque se sentía vacía y con un futuro sin ilusiones. Sólo quería acabar dignamente sus días, sin padecer nuevos sufrimientos físicos y morales. El amor y la devoción incondicional de su marido, la fidelidad de los pocos amigos que conservaba y el afecto de su personal la ayudaban a soportar aquella interminable vejez. Pero había vacíos que el amor no podía colmar. El hecho de tener que depender de otros para las banalidades cotidianas, como moverse, lavarse o comer, mortificaban su alma. En aquellos días de melancolía, se sentía una carga para los demás, que no entendían cuan mortificante le resultaba aquella dependencia, precisamente a ella, que siempre había estado orgullosa de su autosuficiencia. Ellos, con su amor, su dedicación y su infinita disponibilidad, creían sinceramente que la ayudaban. Pensaban que de ese modo le proporcionaban una vida feliz y que podía llegar al término de sus días terrenales sin preocupaciones. Cómo explicarles, sin ofender a nadie, que no era así, que la realidad era muy distinta. A veces, una palabra pronunciada en un tono equivocado, o una queja inocente, podía crear el abatimiento y la confusión en aquellos que sólo querían ayudarla. Por eso había decidido no lamentarse nunca.
Ella precisaba otras cosas. Tenía la necesidad de sentirse independiente como antes, como había sido siempre. Poder moverse, ver, pintar. Sabía que ya era imposible, que era el tributo que debía pagar por el peso de los años, pero le costaba resignarse.
Esta continua y extenuante frustración la entristecía. Pero, en esos últimos días, su ánimo había cambiado. Se alegraba de haber conocido a un joven que le había hecho ver que aún estaba viva, que era importante, capaz de sentir, de reaccionar y pensar. Volvía a avivarse en su mente un impulso aletargado desde hacía tiempo, casi olvidado: tener ilusiones. Sí, su vida aún no estaba totalmente sepultada. Aún tenía cosas por hacer, aunque sólo fuera contar a ese joven sus emociones de antaño y revivir a través de los relatos los momentos más hermosos. Ahora pedía a su destino que tuviera paciencia, que esperara un poco más antes de llevársela, que la dejara disfrutar, al menos unos días, de la felicidad que sentía crecer en su interior.
En aquellas conversaciones había redescubierto el impulso, la emoción, el gusto de hablar de todas las cosas que para ella habían sido importantes. Por fin podía intercambiar ideas y opiniones sobre la única verdadera pasión de su vida: la pintura.
Si bien al principio hubo entre ellos una conversación banal, protocolaria, luego ambos habían intuido que más allá de las palabras había, sobre todo por parte de ella, sentimientos largamente sofocados y mantenidos en silencio, que ahora podían volver a expresarse, como si el corazón le estallara.
Por su parte, Antón se había mostrado suficientemente inteligente e intuitivo para entenderlo, permitiéndole que se desahogara y dejara salir a través de las palabras y los suspiros aquellos sentimientos tanto tiempo silenciados. ¿Ya quién, sino a un extranjero, podía contarlos? Su entorno familiar conocía hasta el menor detalle de su vida, por habérselo oído contar decenas de veces. Con Antón, Sofonisba se soltaba y lograba adentrarse en los meandros de su memoria, y a medida que conversaban se había abierto lo suficiente para pronunciar palabras cargadas de significado, donde la emoción de los recuerdos recuperados desempeñaba un papel importante.
No había duda: Antón van Dyck había llegado en el momento oportuno, un momento en el cual Sofonisba tenía la apremiante necesidad de recuperar un sentido para seguir viviendo. El azar había golpeado a su puerta. Estaba agradecida al destino por haberle dado esa última oportunidad.
Aquel joven no podía imaginar que precisamente ella, la célebre Sofonisba Anguissola, sufría desde hacía años por el tormento de un secreto que no podía contar, un secreto que la había obligado, a ella y su marido, a dejar su amada Genova para buscar refugio en el reino de Sicilia, bajo la protección de la Corona española. Si se hubiera sabido, temía por la vida de Orazio —la suya poco le importaba—, puesto que habría comportado un escándalo que habría salpicado a todo el mundo cristiano. Pero eso, naturalmente, no podía contárselo.
María Sciacca estaba eternamente descontenta. Lo estaba ya antes de haber iniciado ese viaje absurdo a la lejana España junto a su patrona. De hecho, siempre lo había estado, incluso cuando vivía en su Sicilia natal, pero su carácter había empeorado desde que había tenido que recurrir a la emigración para escapar de cierta situación y encontrar un empleo. Sus ya precarias condiciones se habían visto agravadas por la miseria que asolaba la isla desde hacía años, resultado de las epidemias y guerras que habían devastado repetidamente su tierra. No había tenido elección. Debía emigrar.
No era la única en esa situación. Cada año, decenas de muchachas, por un motivo u otro, casi siempre relacionados con cuestiones de honor o de necesidad económica, se veían obligadas a atravesar el estrecho de Messina para dirigirse hacia los ricos principados del norte en busca de una seguridad que el virreinato de Sicilia no estaba en condiciones de ofrecer, aunque, a diferencia de ella, las muchachas iban generalmente acompañadas por algún pariente próximo, custodio de su respetabilidad. La reputación de una muchacha era un requisito imprescindible para garantizar el honor de la familia y para casarse, cuando pudieran volver a Sicilia. Era obviamente indispensable que, mientras estaban fuera, se mantuviesen castas y puras. Era la única manera de asegurarse un marido.
No era el caso de María Sciacca.
Había sido una prima, radicada años antes en la lejana Cremona, al norte de Italia, quien le había hecho saber, a través de un conocido que regresaba al pueblo, puesto que pocas sabían escribir, que una señora de la alta sociedad local estaba buscando una sirvienta. Dada la ignorancia de las clases bajas, quien habitualmente quería comunicarse con su familia recurría al párroco de la aldea, que se encargaba de escribir al colega en el pueblo donde residía la familia, para transmitir noticias.