El secreto de Sofonisba (13 page)

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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

BOOK: El secreto de Sofonisba
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El hombre, al ver entrar a los suyos acompañados, se levantó súbitamente, sin mostrar ninguna intención de salir a su encuentro para saludarlos. Sólo hizo un imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza y los otros dos, seguidos por Pedro Gómez, entraron en la siguiente habitación, una sala de enormes proporciones, iluminada por grandes ventanales que probablemente, calculó Pedro Gómez, daban sobre la fachada principal, a juzgar por la inclinación del sol.

En el centro del escritorio estaba sentado un hombre de edad avanzada, de perilla canosa y corto cabello blanco nieve. Ni siquiera levantó la cabeza cuando entraron los tres. Llevaba un traje negro idéntico al de los acompañantes de Gómez, pero se diferenciaba por la gran cruz de oro macizo que le colgaba sobre el pecho. La barbita canosa le daba aire de tierno abuelito, pero cuando levantó los ojos para fijarlos en Pedro Gómez, éste se espantó. Aquel anciano era el gran inquisidor, Fernando de Valdés.

Si la mirada del acompañante del padre Marsens era sugestiva, la del capitán general de la Inquisición era sencillamente terrorífica. Pedro Gómez debió hacer un gran esfuerzo para no echarse a temblar de nuevo.

—Así que éste es el hombre que nos ha traído las noticias —dijo Fernando de Valdés con su voz cavernosa, sin moverse del sillón.

—Sí, eminentísimo —respondió lacónicamente el hombre que los había acompañado, mientras Marsens guardaba silencio.

El capitán general esbozó una especie de mueca que Pedro Gómez interpretó como un intento de sonrisa.

—Cuéntame bien, buen hombre —dijo directamente a Pedro Gómez, ignorando a los otros—. Quiero saber de tu boca, con tus palabras, todos los detalles de la historia que acabas de contar a mis hermanos.

—Yo… —balbuceó Pedro Gómez, tembloroso. No sabía por dónde comenzar. La presencia del gran inquisidor lo impresionaba hasta el punto de no encontrar las palabras.

—No debes temer nada —dijo Valdés—, aquí estás entre amigos.

¿Entre amigos? Si ésos eran sus amigos, que Dios lo cogiera confesado, porque prefería estar entre enemigos.

Viendo que aquel desdichado estaba espantado, Valdés, que entendía de esas cosas, tomó la iniciativa.

—Comencemos por el principio, te será más fácil. Cuéntame qué haces y dónde trabajas.

—Soy cochero, eminencia, y trabajo para la nunciatura apostólica. —Lo llamó eminencia porque le parecía que así se había expresado el segundo sacerdote al entrar, pero no estaba seguro. ¿Cómo se dirigía uno al capitán general de la Inquisición? ¡Qué sabía él! Había visto a tantas eminencias yendo arriba y abajo por la nunciatura que para él eran todos iguales.

—¿Eres el cochero del nuncio? —le preguntó Valdés, afable.

—No, eminencia. Somos varios los que trabajamos para la nunciatura. Ocho. Yo soy sólo uno de ellos.

Valdés hizo una señal de condescendencia con la cabeza, para darle a entender que comprendía, sin apartar los ojos de él. Lo observaba con tal fuerza que Pedro Gómez tembló de sólo pensar en cómo sería sufrir uno de sus interrogatorios.

—¿Ya has llevado al nuncio?

—No, eminencia. El reverendo cardenal utiliza otro cochero, uno personal que se ocupa sólo de él.

—Bien —espetó Valdés, sin apartar la mirada—. Ahora dime qué has visto y qué has hecho.

—Ayer, mientras estaba en la nunciatura esperando que me ordenaran algo que hacer, me llamó el secretario personal de su eminencia y me llevó aparte. Lo cual me sorprendió, porque nunca había sucedido que me llamara personalmente para darme instrucciones. Habitualmente lo hace un encargado.

—¿Había otras personas presentes? —preguntó el capitán general.

—No. Perdone: no, eminencia. También esto me sorprendió, porque parecía que hubiera esperado a estar solo para acercarse a mí.

—Bien, continúa.

—El secretario me dijo que dentro de poco saldría un personaje muy importante de la nunciatura, al que debía acompañar al lugar preciso que indicaba un mapa dibujado que me entregó en ese momento. Me dijo que me había elegido expresamente porque sabía que era de aquella zona y que la conocía bien. Y así es, la conozco.

—¿Qué zona?

—Un camino poco frecuentado al margen del bosque que lleva al Escorial.

—Bien, prosigue.

—Me advirtió que no debía preguntar nada ni abrir la boca. Cuando llegásemos al lugar preciso marcado con una cruz en el mapa, debíamos esperar. Un caballero se acercaría a la carroza, pero nosotros no debíamos movernos. Sólo cuando se aproximara un segundo caballero, debía avisar al ilustre pasajero con tres golpes en el techo del carruaje para informarle que podía salir.

—¿Sabes quién era ese ilustre pasajero?

—No, monseñor, nunca lo había visto.

—¿Qué aspecto tenía?

—Un hombre de gran corpulencia, y caminaba con dificultad.

—¿Un eclesiástico?

—No podría asegurarlo. Llevaba ropas de viaje, con una gran capa que lo cubría por completo. No pude ver cómo iba vestido por debajo.

—¿Crees que era extranjero?

—No sabría decirle. No abrió la boca, y cuando el secretario lo acompañó hasta mi carroza no intercambiaron ni una palabra. Sólo puedo decirle que el secretario lo trataba con un profundo respeto, porque cuando cerró la portezuela se inclinó casi hasta el suelo.

Valdés se quedó pensativo. Ése era un detalle importante. Un hombre con ropas de viaje. ¿Quién podía ser? No necesariamente un eclesiástico, ya que iba con ropas de viaje, lo cual podía significar dos cosas: o venía de lejos o no quería ser reconocido, o ambas cosas.

—De acuerdo, ¿qué sucedió después?

—Lo llevé hasta el lugar indicado y esperamos. Él se quedó en la carroza sin moverse.

—¿Y los caballeros que esperabais?

—Llegaron puntuales. Hicieron como estaba previsto. El primero pasó junto a la carroza, prosiguió un trecho y luego volvió atrás, sin pararse. Al cabo de unos minutos apareció el segundo. No se acercó hasta el carruaje, sino que esperó a una veintena de pasos. Entonces mi pasajero bajó y fue a su encuentro.

—¿Sabes quién era ese caballero?

—No, eminencia. No lo reconocí. No podía volverme para mirarlo, porque estaba ligeramente a mis espaldas.

—¿Cómo se saludaron?

—No lo vi.

—¿Cuánto tiempo estuvieron hablando?

—No sabría decirlo con precisión, pero un buen rato. El sol había cambiado de posición. Yo estaba en la sombra cuando se encontraron, y me daba en la cabeza cuando terminaron.

—¿Pudiste oír algo de lo que decían?

—No, eminencia, estaban demasiado lejos y hablaban en voz baja.

—Y después ¿qué sucedió?

—Devolví a mi pasajero a la ciudad y lo dejé delante del portal de una casa.

—¿Qué casa? ¿Sabes de quién es?

—Nunca la había visto, pero sabría reconocerla y recuerdo perfectamente el camino. Era la calle del Espíritu Santo, en la esquina con la calle de Salamanca. Es un gran palacio de dos plantas con un pórtico de entrada bastante estrecho, pero con un amplio patio interior.

Los tres hombres se miraron, impertérritos. Conocían perfectamente aquella casa. Pertenecía a la nunciatura y era utilizada generalmente para huéspedes de categoría que requerían discreción.

Valdés se quedó perplejo. ¿Quién podía ser aquel misterioso personaje al que la nunciatura trataba con tanta consideración? Y ¿quién era el ignoto caballero con el que se había reunido en el bosque del Escorial? Era un lugar muy apartado. No era necesario ir tan lejos para encontrarse en secreto con alguien. Tampoco se le ocurría nadie que pudiera ser de aquella zona. Acababan de iniciar los trabajos del nuevo palacio real que había ordenado construir Felipe II, pero estaban muy lejos de estar terminados. Si hubiera sido alguien relacionado con la construcción, dada la aparente importancia del viajero, habría sido más lógico que hubiera sido el caballero quien se desplazara para encontrarse con él, no al revés. Valdés no entendía qué podía llevar a una persona, evidentemente protegida por la legación pontificia, a emprender semejante viaje para reunirse con un desconocido en medio de un bosque.

De momento no había mucho más que sacarle a aquel pobre espantajo. Valdés sabía de su poder sobre el común de los mortales y se divertía aterrorizándolos con su mirada, pero con ese desgraciado era sólo tiempo perdido.

—Podéis retiraros —concluyó, dirigiéndose a los tres—. Y tú, cochero, mantén los ojos bien abiertos. Si ves algo extraño, avísanos de inmediato. Si tienes ocasión de transportar de nuevo a ese misterioso viajero, intenta saber discretamente quién es, o al menos de dónde proviene. Para nosotros podría ser un indicio interesante.

—Es un honor serviros, eminencia.

Aún no sabía si debía llamarlo así, pero como nadie lo había corregido, supuso que era correcto.

Estaban saliendo del despacho del capitán general cuando, de golpe, se volvió para añadir:

—No sé si puede ser importante, pero en el matorral, escondidos tras los árboles, esperaban muchos caballeros. Cuando aquel que habló con mi pasajero volvió con ellos, partieron todos juntos al galope.

—Vaya —se asombró Valdés—. ¿Y por qué no me lo has dicho antes?

Era un dato fundamental. Por tanto, el caballero era un personaje relevante, ya que llevaba una nutrida escolta. ¿Quién podía ir por ahí con una escolta así e incluso mandar a otro de avanzadilla para verificar que no hubiera ningún peligro en torno al carruaje? Porque no tenía duda de que se trataba de eso, si no, no había motivo para justificar toda esa puesta en escena.

¿Un caballero prominente con una escolta numerosa en las cercanías del Escorial? A Valdés sólo se le ocurrió un nombre: Felipe II.

Si era así, el asunto se volvía muy interesante. Para que el rey aceptara prestarse a todo eso, no sólo el misterioso viajero era una persona influyente, sino que se estaba tramando algo gordo. ¿Por qué Felipe II habría aceptado un encuentro secreto en un bosque alejado de la ciudad si la cuestión no era de extrema importancia? Lo que le preocupaba no era sólo esa alarmante noticia, sino el hecho de que ninguno de sus eficientes servicios de información hubiese descubierto ningún indicio de la trama. Sólo tenía el miserable testimonio de un pobre cochero, del que no dudaba. Nadie se atrevería a inventarse semejante historia para contársela al capitán general de la Inquisición, pues se jugaba la cabeza. Así pues, dos cosas lo atormentaron de inmediato. La primera, la ineficacia de su servicio secreto, a la que pondría remedio ocupándose personalmente. Los responsables podían esperar el rayo de su cólera. Menudos ineptos, pero no se irían de rositas. La segunda, que el rey hubiera aceptado encontrarse en secreto con alguien a sus espaldas. ¿Qué tenía que esconder Felipe II que él no pudiera saber? Lo averiguaría de inmediato. Apenas se marcharan aquellos tres, daría instrucciones para que se indagara en esa dirección. Quería saberlo todo de todos.

Capítulo 11

—¿Cómo era la vida en la corte en aquel tiempo? —preguntó Antón, para animar la conversación.

—Era una jaula de oro. —Sofonisba respondió espontáneamente, sin pensárselo—. En total éramos dieciséis damas al servicio de la reina. Debíamos comer siempre juntas, a la misma hora, en el sitio que se nos había asignado, y las raciones eran calculadas con precisión. Bastante escasas, a decir verdad. No se podía pedir otra ración si una aún tenía hambre. Por suerte, esto nunca me sucedió. Además, ninguna podía tener en el palacio más de una criada, aunque quisiese pagarla de su bolsillo.

—¿Por qué? ¿Su personal era pagado por la corte?

—Naturalmente. Como la comida, además de los gastos de lavandería y la adquisición de ropa.

—¿Y quién les daba las instrucciones? ¿La reina en persona?

—Oh, no. La reina era la reina. No se ocupaba de esas cosas. Había una responsable. Era la guardamenor, la dama más anciana. Entre sus cometidos estaba el informe de todo lo que nos podía suceder o que le contaban sobre nosotras. Era la responsable de la disciplina, de nuestra virtud, y se tomaba muy en serio sus obligaciones.

—Pero ¿usted recibía un sueldo como dama de la corte, no?

—Naturalmente. Además, la reina me recompensaba generosamente también con otros regalos: telas de seda, brocados de plata y joyas. Pagaba también a mis dos sirvientes, su comida y alojamiento, mis caballos y mis mulas.

—Y su relación con la reina, ¿cómo era?

—Muy amistosa. Ella siempre fue muy buena conmigo. Hacíamos muchas cosas juntas, pero lo que más le agradaba, por eso apreciaba particularmente mi compañía, era dibujar. Le enseñé yo, y debo admitir que era una excelente discípula.

—¿Le enseñó también a pintar?

—Obviamente, aunque cuando nos conocimos ya tenía cierta práctica y demostraba buena disposición, pero nuestra amistad iba más allá del dibujo. Le agradaba mucho la música, y tocábamos juntas la espineta. Se había hecho traer una especialmente de París. Era muy divertido.

—¿Viajaban mucho?

—Sí, y era la parte menos divertida de la vida en la corte. La corte estaba siempre en movimiento. Nunca nos quedamos más de tres o cuatro meses en el mismo sitio. Eso suponía un gran esfuerzo por parte de todos, porque siempre era un traslado completo, con muebles, vajilla, vestidos y accesorios. Todo. La corte española se distinguía por ser itinerante, no como las cortes italianas, que tienen una residencia fija. Al final, ese continuo viajar resultaba fatigoso, aunque pasábamos largas temporadas en las distintas residencias reales en torno a Madrid. Además del palacio del Alcázar, en el centro de la ciudad, a pocas leguas de distancia, estaba el palacio del Pardo y, más al sur, el castillo de Aranjuez, donde habitualmente permanecíamos en el período que iba de una estación a otra. Las medias estaciones, como las llamábamos nosotros. Recuerdo particularmente un viaje a la frontera con Francia, a Bayona. La reina estaba muy animada con aquel viaje, porque se reencontraría con su madre, la reina Catalina de Médicis, y con su hermano, el rey Carlos IX de Francia, al que no veía desde hacía seis años. Era una oportunidad única, ya que resultaba difícil que una reina pudiera ver de nuevo a sus familiares una vez casada en otro país. En los días anteriores a aquel viaje, la reina Isabel estaba especialmente excitada. Parecía una niña. La idea de ver de nuevo a los suyos la hacía muy feliz. Sabía que probablemente no volvería a ocurrir. Y, en efecto, así fue. Resultó su último encuentro, porque no volvieron a verse. Para festejar el acontecimiento en Bayona se organizaron grandes fiestas, torneos y magníficos bailes. Isabel estaba radiante. Modestamente, he de reconocer que en aquella ocasión también yo tuve bastante éxito. En aquellos días me cortejaron mucho.

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