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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (56 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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—El dios te espera —le repitió de nuevo.

Neferhor jamás olvidaría la escena que presenciaron sus ojos, más propia de los excesos de Bes que de un Horus reencarnado. En los últimos tiempos corrían muchos rumores sobre la vida desordenada que llevaba el faraón. La corte se hacía eco de determinadas prácticas a las que Nebmaatra parecía haberse aficionado, y también de su insaciable apetito sexual, que siempre se encontraba listo para satisfacer. Su esposa mitannia lo había tenido ocupado durante el último año, animándole con sus hábiles caricias, y su más que generoso séquito de doncellas había participado de no pocos juegos. No obstante, Nebmaatra había dispuesto del tiempo suficiente como para tomar a otra de sus hijas, Isis, por esposa, y haber dejado embarazada a su primogénita, Sitamón, que finalmente le había dado una niña.

Cuando Neferhor vio al faraón aquel día le pareció que, lejos de rejuvenecerle, el último
Heb Sed
le había envejecido. Vestido tan solo con un camisón corto, el estado del dios era lamentable, con claros signos de abandono, como si en verdad viviera en otro mundo, apartado de cuanto le rodeaba. Su obesidad era manifiesta, y sus piernas aparentaban estar más hinchadas de lo que el escriba recordaba. La alopecia se había apoderado de él por completo, y su rostro, congestionado, lucía unos más que generosos mofletes. Hacía tiempo que el monarca sufría de abscesos en la boca y, según decían, se veía obligado a tomar con frecuencia cocciones de amapola tebana, a la vez que se había aficionado a la mandrágora.

Olía a canela y, sentado sobre una cama, Nebmaatra sostenía una copa mientras le observaba abstraído. Neferhor supuso que sus pensamientos se encontrarían muy lejos, probablemente junto a los dioses de los que, aseguraba, ya formaba parte. Su mirada ausente podía significar cualquier cosa, y el escriba apartó la suya enseguida para dirigirla hacia sus invitadas. En aquella hora el faraón se había reunido con lo más granado de la corte, pues las tres mujeres que lo acompañaban eran de sobra conocidas, y no precisamente por ser virtuosas.

De la dama Tawosret poco se podía decir. Había sido amante del rey durante muchos años, y siempre que este se lo había demandado, ya que el excesivo celo sexual de la señora le había granjeado una merecida fama entre la aristocracia a la que pertenecía. A su marido le había ido francamente bien con ello, ya que al poco de percatarse de que no había hombre capaz de satisfacer a su esposa decidió que era mucho más práctico sacar beneficio de sus ilustres amantes. Su cornamenta no le importaba pues, como él aseguraba, solo era cuestión de acostumbrarse, sobre todo si detentaba un puesto tan apetecitico sacarble como era el de escriba del Tesoro.

La segunda acompañante era Takhat, una mujer más joven que la anterior, pero que poseía unas aptitudes similares para abandonarse en brazos del desenfreno. Como había sido bailarina, a Takhat le gustaba mostrar sus facultades para la danza a la menor oportunidad. Ella se contoneaba como ninguna y efectuaba repertorios eróticos de todo tipo, muy del gusto de Nebmaatra, que la hacía llamar en cuanto podía, quizá como preámbulo a sus desenfadadas veladas.

La tercera en cuestión era una cosa más seria; una dama de cuidado, sin duda; hermosa y tan viciosa como las otras, pero con un carácter que la había hecho famosa en Menfis, por su crueldad y malas maneras. Se llamaba Sati, aunque todos se referían a ella como Señorita Latigazo por su afición al sadomasoquismo, en el que, aseguraban, era una maestra consumada.

A Neferhor no le sorprendió en absoluto verla con uno de aquellos artefactos en la mano, y enseguida recordó el restallido que había escuchado con anterioridad.

La escena la completaban varios músicos que le observaban con cara de circunstancias aunque, con toda seguridad, estarían preocupados por aquel látigo que a Sati le gustaba emplear con ligereza.

Neferhor no tenía el ánimo para bromas, aunque hubo de reconocer que aquella escena resultaba ciertamente cómica; y al punto se imaginó a las tres damas en cueros fustigando las reales nalgas, en tanto daban muestras de su buena disposición para la perversión.

Todas le miraban con desdén, como molestas por haber interrumpido su particular sesión. Pero el faraón se levantó de repente y acudió a saludarlo con su mejor sonrisa, sin importarle todo lo demás.

—Servid vino al bueno de Neferhor —dijo en voz alta mientras le hacía un gesto para que se alzara—. Hoy me harás sentirme dichoso, como de costumbre. —El escriba hizo un gesto de agradecimiento—. Siempre es portador de buenas noticias —aseguró el rey, mirando a las damas—. Todos deberían ser como él. Pero cuéntame detalles. Estoy en ascuas.

Neferhor observó al monarca con disimulo. Sus ojos brillaban con el fulgor que los caracterizaba cuando había negocios de mujeres por medio, aunque esta vez estuvieran ojerosos y algo amarillos.

—Tal y como el dios me vaticinó, todo se desarrolló a su satisfacción. El rey de Babilonia está dispuesto a emparentar con el Atón Dyehen al precio que sea —le informó el escriba.

—¡Bes bendito, Hathor divina! —exclamó Nebmaatra, alborozado—. Hemos tardado años en doblegar a ese beduino insolente.

—Kadashman-Enlil se encuentra dolido por no haber sido invitado a ninguno de tus jubileos y espera que, ahora que seréis consuegros, tengas la deferencia de sentarle algún día a tu mesa.

Nebmaatra soltó una risita.

—Está desesperado, ¿no es así?

—Tu divinidad le ha ofuscado las entendederas, pero se postra ante ti.

Ahora el faraón lanzó una carcajada.

—Te lo dije. Unos pocos
deben
de oro bastarán para cerrar el acuerdo —apuntó el dios en tanto se daba palmadas en los muslos—. Disponlo todo para que se vierta aceite sobre la cabeza de su hija lo antes posible. Sella el trato ofreciéndole cualquier chuchería. Unas telas de lino de la mejor calidad podrán valer. Ah, y prométele que le enviaré más oro cuando su hija haya llegado a palacio. Quién sabe, puede que la princesa participe de nuestras fiestas. Las babilonias son muy proclives a la depravación —aseguró el faraón en tanto miraba a Sati. La dama hizo restallar el látigo y Nebmaatra volvió a desternillarse de risa—. Es adorable —murmuró entre hipidos—, deberías fomentar su amistad, Neferhor.

Ahora todas las damas rieron, y el escriba se abochornó. Mas al poco el dios pareció reconsiderar su actitud y cambió de tono.

—Sé que tu tumba se halla próxima a ser terminada. Es un lugar digno de príncipes, un buen sitio donde pasar la eternidad. Mi corazón se alegra por ello, ahora que el tuyo está afligido.

Neferhor se sorprendió por aquellas palabras y cruzó su mirada con la del faraón.

—Kaleb es un buen muchacho, algo alocado y arrogante, pero un buen hijo para mí. Es valiente como pocos, y muy diestro con los caballos. Pero en el amor ha salido a su padre, y también a su difunta madre, que era muy fogosa. Él es hermoso y además príncipe de Egipto, y no hay nada que tú puedas hacer por cambiar eso.

Neferhor bajó su vista al instante para ocultar la desazón que le producían aquellas palabras.

—Siempre quise servir dignamente al Atón Dyehen —dijo al fin el joven, tras buscar las palabras adecuadas.

—Tu dignidad no tiene nada que ver en esto. Kaleb posee privilegios que nunca podrás obtener. No pueden existir disputas entre los dioses y los hombres, ¿comprendes? —Neferhor tragó saliva con dificultad—. Estas cosas son habituales en la corte y, como te decía, tu dignidad no debe sentirse menoscabada por ello. Yo mismo tengo hijos concebidos por esposas de algunos de mis funcionarios, y ellos se sienten agradecidos. Kaleb lleva mi simiente, aunque tenga difícil el portar algún día la doble corona.

El escriba se sentía tan humillado que era incapaz de articular palabra. Había olvidado que ante el señor de las Dos Tierras todos eran simples
meret
, que él era la única ley en Kemet, y así se lo había hecho ver. Además, Nebmaatra le había agasajado públicamente hasta el punto de otorgarle una tumba privada, lo cual representaba una recompensa que el faraón no dispensaba más que a sus súbditos más queridos. Solo por eso debería alabar al Atón Dyehen durante el resto de sus días, pero su corazón parecía no entender de alabanzas.

—Bueno, Neferhor, de nuevo me serviste bien, pero ya es hora de que te retires y te encargues de cuanto aquí hemos hablado. Espero ve="Mer pronto a mi nueva esposa.

El joven se postró ante el dios y acto seguido se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba a punto de cruzarla oyó la voz del faraón que lo llamaba.

—Ah, Neferhor, casi se me olvidaba. Sería muy oportuno que escribieras a Milkilu, gobernador de Gazru, para que me envíe más mujeres coperas; ya sabes, «de increíble belleza y sin defecto alguno».

19

Aquel invierno sería recordado por varios motivos. Fue inusualmente frío, y por primera vez en muchos
hentis
el río mostró su nivel más bajo. La cosecha sería mala, y después de tantos años de abundancia no había nadie en la Tierra Negra que recordara una situación semejante.

Nebmaatra decidió que el sol de Tebas sería un buen remedio para sus huesos, y se trasladó a Per Hai, donde el clima resultaba más benigno, para desesperación de los alcaldes en cuyas ciudades se detendría la comitiva. Esto representaba un problema de consideración para ellos, pues era costumbre que dichos municipios se hicieran cargo de los costes generados por la estancia real, que no reparaba en gastos, ni se apiadaba de las miradas temerosas de los funcionarios locales. Si el faraón quería huevas de mújol o carne de buey, había que proporcionárselas, por muy pobre que fuera el lugar.

A Penw, la decisión real le pareció muy acertada, ya que así regresaba a su terruño, al que tanto añoraba. Antes de partir hacia Tebas pudo hablar con Neferhor, por quien se sentía preocupado.

—Eres hijo de Thot —le dijo—. No debes sufrir por causa de los ignorantes. Por muy hermosos o príncipes que sean. —Neferhor lo miró sorprendido—. He conocido muchas personas así en palacio. Llevan la infelicidad en su
ba
, dondequiera que vayan —le aseguró el hombrecillo.

Al escriba, el pinche de cocina no dejaba de asombrarle con sus juicios; sin embargo, no pudo evitar mirarle con tristeza.

—Es mejor apartarse de ellos —continuó Penw, para animarle.

Neferhor escuchó aquellos consejos sin poder apartar sus sombríos pensamientos. Penw tenía razón, pero su corazón se resistía a renunciar al amor con el que siempre había soñado. Luego intentaba convencerse de que había despertado definitivamente de un sueño que nunca debió producirse, y no pudo sino lamentarse.

Cuando visitaba a la familia de Penw, el escriba se daba cuenta de lo poco que se había parecido su hogar al de sus amigos, que siempre se mostraban felices.

Temeroso de su sino incierto, Neferhor permaneció en Menfis, junto a su hijo, con quien pasaba el mayor tiempo posible.

Sin embargo, todas aquellas horas no eran más que agua entre los dedos, que se deslizaba lenta pero inexorablemente. El escriba sabía que estaba condenado a perder al pequeño, yell un sentimiento de impotencia le atenazaba el corazón cada vez que abrazaba al chiquillo. No se resignaba a separarse de él por culpa de un destino al que no terminaba de entender, y el hecho de constatar que sus razones poco importaban solo le producía más pena y desolación. Estaba condenado de antemano, si bien era cierto que no adivinaba cuáles serían los motivos que esgrimiría el tribunal para fallar en su contra. No existía ninguna prueba que ofreciera credibilidad a las acusaciones de su esposa, y dudaba de que ningún magistrado de Kemet pudiera darles pábulo. A pesar de los consejos recibidos por los que le amaban, Neferhor no permitiría que le separaran de su hijo. Solo por él se negaría a divorciarse, aunque con ello arrastrara su nombre el resto de sus días, rodeado por la burla y la ignominia.

Niut se había transformado en una figura fantasmagórica con la que evitaba cruzarse y que, no obstante, siempre se hallaba presente. Era como un demonio surgido del Amenti que le recordaba que nunca se libraría de ella, que su voluntad no contaba pues hacía años que se la había entregado. Cada vez que se encontraban, sus
kas
, antes unidos, se rechazaban entre improperios y amenazas. Estas se extendieron por toda la casa hasta envolverla en una especie de pesadumbre que a todos asfixiaba.

Sothis tenía razón. Aquel lugar estaba maldito, y cuantos allí vivían solo conocerían la desgracia. La angustia de la joven era mucho mayor si cabía que la de su señor, ya que conocía el terrible destino que se cernía sobre ella. Su ama la separaría de Tait, y se refocilaría en su crueldad. Niut no perdía ocasión de recordárselo. Las vendería por separado, y de la forma más apropiada para sus intereses. Así recuperaría lo invertido en ellas. La nubia se había convertido en una mujer apetecible, y Niut conocía entre los grandes funcionarios de la corte a aquellos que estarían dispuestos a pagar una buena suma por ella. La egipcia no deseaba tener a la vista nada que le recordara la condición que estaba a punto de abandonar, así como su pasado. Neferhor y cuanto le rodeaba desaparecerían como por arte de algún poderoso conjuro, para no regresar jamás, y hasta había decidido cambiar el nombre a su hijo.

Una noche, mientras Neferhor se abstraía entre oscuros presagios, llegaron a sus oídos ruidos que provenían de las habitaciones de la servidumbre. Al principio no los identificó, pero al prestar más atención se convenció de que se trataba de lamentos. Al punto sintió curiosidad por saber lo que ocurría, y se dirigió con sigilo hacia el lugar del que procedían. Alguien lloraba, y aunque intentara ahogar sus sollozos estos se abrían paso irrefrenables, sin duda surgidos del mayor desconsuelo.

Al asomarse al habitáculo, Neferhor se quedó estupefacto. En su interior, Sothis y su pequeña Tait gemían entre hipidos apenas contenidos, con gran pesar. Al ver a madre e hija, abrazadas de semejante guisa, el escriba se sintió desconcertado, sin saber qué hacer. Era tal el abatimiento que demostraban, que la escena se le antojó más propia de un funeral en la necrópolis que otra cosa. Había una lamparilla de aceite en un rincón que proyectaba su paupérrima luz sobre la estancia para crear una atmósfera lúgubre donde las hubiera. Apenas era capaz de crear sus propias sombras hasta confundirse con la oscuridad del fondo, cual si se tratara de un cuadro espectral. Pero de improviso Sothis se percató de su presencia, y al momento reprimió sus lamentos para poner una mano sobre sus labios en tanto abría los ojos aterrada.

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