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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (54 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Sin embargo, cuando regresaba de su ensoñación, Niut sabía muy bien cuáles deberían ser sus pasos. Como ya había hecho con anterioridad, la joven suplicó al príncipe que le diera muestras de su lealtad, ahora que había decidido abandonarlo todo por amor hacia él, y para ello eligió el momento preciso, justo cuando Kaleb se consumía por tomarla por primera vez.

—Dame una muestra de tu generosidad antes de que desfallezca en tus brazos —le pidió ella. Y a fe que el príncipe se la dio, ya que se presentó una mañana con un papiro por el que se le entregaban grandes riquezas, y tierras de su propiedad, como dote para el enlace.

A Niut se le saltaron las lágrimas al escuchar de los labios de Kaleb cuanto se le otorgaba, y decidió que había llegado el momento de hacerle probar a su amado el elixir de su amor. Aquella misma noche ambos copularon por primera vez con el ímpetu de dos seres enajenados por sus emociones. El príncipe enloqueció entre los muslos de su diosa para entregarse a ella sin reservas. Con un rictus de felicidad en los labios, Niut lo llevó hacia donde deseaba, para amarrarlo como solo ella sabía hacer. Con cada una de sus embestidas la joven buscaba en el interior de su amante para apoderarse de su voluntad, de su esencia divina. Tuvo la sensación de que, en verdad, una especie de Horus reencarnado la penetraba una y otra vez para despertar en ella sensaciones que nunca había percibido. La simiente del faraón estaba en él, y la joven, cual si se tratara de una nueva Isis en brazos del legendario Osiris cuando los dioses gobernaban en la tierra, galopó desbocada sobre un miembro que le hacía recordar las imágenes del dios Min itifálico grabadas en los templos. Kaleb era un amante formidable, y juntos llegaron al paroxismo una y otra vez cual si fueran dos almas errantes en pos del placer supremo.

Como les ocurriera a otros antes que a él, Kaleb creyó encontrarse en un oasis de cuya agua no podría saciarse nunca. Por primera vez se planteó el hecho de que los dioses existieran, y que estos habían permitido aquella suerte de milagro al entregarle a una diosa del amor renacida. Quizá Montu, como demiurgo de la enéada de Karnak, había consentido en enviarle a Hathor, una de las nueve divinidades que la formaban, para su regocijo, como muestra de su divina generosidad hacia aquel príncipe guerrero que lo reverenciaba. Mientras recorría el cuerpo de Niut con sus caricias, Kaleb se convencía de que no había mujer en Egipto que pudiera comparársele. Era un regalo para su
ba
, para sus sentidos, y él corría alborozado en pos de una felicidad de la que ya no estaba dispuesto a prescindir. Le entregaría la Tierra Negra, tal y como le había prometido, y toda la corte palidecería ante el esplendor de una mujer que debía haber nacido para reina. El príncipe sentía que los Campos del Ialú le habían abierto sus puertas antes de que Osiris lo recibiera en su Tribunal, y se prometió que tomaría a su esposa cada noche como si en verdad rememorara los ancestrales ritos isíacos. Niut lo enardecía de tal forma que se sentía transportado a planos desconocidos para él, en los que el placer señoreaba sobre todo lo demás, hasta atraparlo sin remisión. Su voluntad lo abandonaba, pero a él no le importaba. Aquella pasión se había convertido en una necesidad.

A pesar de la discreción que procuraban mantener ambos amantes, los rumores no tardaron en aparecer. Primero fueron miradas maliciosas y luego los comentarios pícaros a los que tan aficionados eran en palacio. Las habladurías de los corrillos no tardaron en convertirse en verdaderos cotilleos, y cuando la pareja acudía a algún banquete las comadres les sonreían ladinas, pues con ellas de poco valían los disimulos.

En realidad, a nadie extrañó que Niut y el joven príncipe se hubieran enamorado. Ambos formaban una buena pareja; mejor que la que constituía ella con Neferhor quien, por otra parte, despertaba pocas simpatías.

—Menuda diferencia. Con las orejas que tiene su esposo. Por una vez Hathor ha puesto a cada uno en su lugar —comentaban las damas en camarilla.

—Pues yo creo que la joven no pasará de ser una amante más en la larga lista de Kaleb —argumentaba una.

—Esta vez parece que el príncipe ha rendido su plaza —aseguraba la esposa de un juez—. Sé de buena tinta que ella ha solicitado ya el divorcio.

—¿De veras?

—Como os lo cuento.

—Será un escándalo —aseguraban convencidas—. Quién sabe, hasta puede que se haya quedado embarazada.

Estos eran algunos de los cotilleos que corrían por palacio y que daban lugar a maledicencias aún mucho mayores entre los hombres, que estaban de acuerdo en que resultaba sencillo perder la cabeza por una mujer como aquella.

—Qué queréis que os diga; yo también me divorciaría si cada noche me esperara una beldad como esa. Aunque para ello tuviera que conservar mi
sendyit
 ambién como único patrimonio.

Semejantes chanzas eran muy aplaudidas y dieron lugar a los primeros chismes.

—Su esposo está en Menfis. ¿Creéis que habrá llegado ya a sus oídos cuanto ocurre? Con las orejas que tiene, no me extrañaría.

La burla se hizo famosa al poco, y entre banquete y banquete la cosa fue a mayores, seguramente debido a lo festivo de una conmemoración que daba para mucho.

Cuando aquellas habladurías fueron conocidas por el príncipe, este no se extrañó en absoluto. Él mismo era un alumno aventajado en los entresijos de la corte, e hizo ver a su amada que lo mejor sería mostrarse sin tapujos y llevar adelante sus planes como habían convenido.

—Debemos regresar a Menfis cuanto antes y afrontar lo inevitable —le dijo él—. Pronto podremos casarnos, y todos estos cotilleos se olvidarán.

Niut estuvo de acuerdo. Ella había conseguido lo que se proponía, y su estancia en Tebas no lograría más que alimentar nuevos comentarios y procacidades. Ahora se sentía segura y estaba decidida a derribar el último obstáculo que la separaba de su ansiada felicidad: su marido.

Para hacer una demostración pública de su arrogancia, el príncipe Kaleb se paseó en su carro en compañía de su amada por la enorme pista hípica que su augusto padre había construido con motivo de sus jubileos, junto al palacio de Malkata. Esa fue la primera vez que Niut se sintió una verdadera princesa; sobre el cajón de aquella biga, rodeada por los fuertes brazos de su amado. Era la envidia de cuantos los observaban, y ella sonrió satisfecha.

Mas, por alguna inexplicable razón, no todo era alegría en el corazón de Niut. Durante aquellos tumultuosos días vividos en Per Hai, la joven se transformaba en una dama malhumorada y violenta en cuanto ponía los pies en su casa. Entonces todo atisbo de felicidad desaparecía como por arte de algún
heka
oculto, y sentía que el alma se le llenaba de piedras y la boca de los peores insultos. Por cualquier nimiedad arremetía contra sus doncellas, que no sabían qué hacer para agradar a la señora. Sothis solía refugiarse, junto a su hija, en algún lugar apartado de la villa para así escapar de las habituales amenazas, pero Niut se las componía para encontrarla y escarnecerla sin compasión. En los últimos tiempos, la hermosa joven había desarrollado una particular inquina hacia su esclava, a la que apenas soportaba. Su sola presencia le desagradaba, y cualquier motivo era bueno para castigarla.

—Haría bien en desembarazarme de ti, ahora que ya no te voy a necesitar —la amenazaba—. Quién sabe, quizá pudiera sacar algún beneficio si os vendo a los beduinos. Pensaré en ello.

Sothis apretaba los dientes mientras soportaba las iras de su ama en silencio. Su situación se la hacía más insoportable cada día, y aunque procuraba evitar problemas estos se le presentaban sin avisar, como suele ocurrir a los más débiles. Ella continuaba ocupándose del pequeño Neferhor, que había crecido mucho, y por el que sentía un gran cariño. Sin embargo, la nubia captaba aquella amenaza cierta que planeaba sobre sus vidas, y e del peql peligro que corrían. Tait ya tenía cuatro años, y el mero hecho de pensar en que pudieran separarlas la consumía. Ella se daba aliento, hasta convencerse de que nunca lo permitiría, aunque fuera su vida en ello. Entonces se refugiaba en su magia, en la penumbra de su alcoba, donde guardaba su mundo.

Sothis tenía una idea clara de lo que ocurría. Ya casi una mujer, la joven se había desarrollado por completo para lucir la belleza de los de su raza. Era una joven esbelta, pero fuerte, y su porte parecía sacado de las imágenes que representaban a las antiguas princesas. Era hermosa, sin duda, y esa era la causa principal de sus conflictos. La
nebet
la examinaba a cada momento, como si estudiara cada uno de sus movimientos, de sus gestos. Sothis evitaba maquillarse y vestía con discreción, pero daba igual. Siempre recibía algún reproche o advertencia. Ella no lo comprendía, pero su ama, la mujer más hermosa que había visto, tenía celos de ella.

Para Niut, la cuestión resultaba sencilla. Su esclava se había convertido en un peligro para su hogar, ahora que iba a casarse de nuevo. Durante aquellos años, la nubia nunca había supuesto un problema para ella. Había cuidado bien de su hijo, sin interferir en su vida matrimonial. Pero Kaleb no era Neferhor, y Niut era consciente del riesgo permanente para ella que supondría mantener a Sothis a su servicio. Un hombre como el príncipe, acostumbrado a tomar a sus esclavas cuando le apeteciese, acabaría por convertirla en su amante, tarde o temprano, algo a lo que ella no estaba dispuesta en absoluto. Que una de sus doncellas ocupara su lugar en el lecho, aunque solo fuera por una noche, significaría el peor de los ultrajes, por lo que se hacía preciso no dar pie a semejante dislate. La esclava tenía los días contados a su servicio, como tantas otras cosas.

Sothis intuyó lo que ocurría cuando llegaron a sus oídos los primeros rumores. Fue un cuchicheo de uno de los sirvientes el que la puso sobre aviso, a la vez que la escandalizó íntimamente, pues había cierto tono de burla en el comentario. Al parecer, en Malkata no se hablaba de otra cosa, y la nubia tuvo que reconocer que aquella casa era terreno abonado para la traición desde hacía mucho tiempo. Su primer sentimiento fue de pena hacia su señor, que siempre se había mostrado generoso con ella y con su pequeña, a la que contaba historias mientras jugaba con su hijo. Pero Sothis sabía cómo era la vida, y las reglas que a menudo imponía sin razón alguna. Se aproximaba una tormenta, como ocurría tantas veces en el desierto, e igual que hiciera durante su niñez debía prepararse para soportarla.

Sothis no fue la única en lamentar lo que escuchaba. En palacio, Penw iba de acá para allá, como acostumbraba, aguzando los ojillos y moviendo sus orejas de ratón. Todo eran malas noticias; tan malas que su corazón se llenó de congoja e incluso de contenida ira. ¿Acaso el hijo de Thot merecía ser tratado como un mortal más?, se preguntaba muy digno. ¿Cómo era posible tal dislate? Su mujer lo miraba mientras cenaban, y le hacía ver que esas cosas estaban a la orden del día en palacio.

—Tú mismo lo comentas cada noche, esposo mío. Fornican como demonios del Amenti, unos con otros, sin respeto a su propia condición.

Penw se movía incómodo, pues él sabía mejor que nadie lo exagerado que podía llegar a ser en ocasiones, mas ponía a Bes por testigo de que muchas de aquellas remilgadas podían ser acusadas de adúlteras por cualquier tribunal medianamente serio.

—¡Nada menos que con un príncipe! —exclamaba consternado en tanto mordisqueaba una cebolla.

—La dama pica alto, pero quién puede resistirse a un príncipe de Egipto; sobre todo si ella es hermosa.

Penw fruncía el ceño.

—¿Qué quieres decir? No te creo capaz de hacer algo semejante. Además, no debes olvidar que Neferhor es un sabio entre los hombres. Una persona de bien, y que si Kaleb es príncipe, él es semidiós por parte de padre.

Su esposa reía con las ocurrencias de Penw. Llevaban toda la vida juntos y nunca habían dejado de quererse. Su marido era un pillo de cuidado, pero la hacía reír con frecuencia y había resultado ser un buen esposo y padre.

—No te cambiaría por ningún príncipe, tonto —le decía ella—. Tú también eres divino. El hijo del dios de los ratones. ¡Ja, ja, ja!

Aquellas mofas estaban bien para las cenas en familia, pero más allá de esto Penw se mostraba compungido y consternado por no poder ayudar a Neferhor. Un ser tan elevado como él no merecía algo así. El escriba estaba por encima de aquellos indeseables que llenaban su panza cada noche entre chismes y escándalos. ¿Conocería el hijo de Thot cuanto estaba ocurriendo? ¿Habría llegado a sus oídos? Por experiencia, Penw sabía lo que tardaban los maridos engañados en enterarse de que llevaban cornamenta. En la corte los había que no estaban al corriente después de años de enredos, aunque otros prefirieran no darse por enterados.

Para el pinche de cocina fue un alivio el saber que regresaban a Menfis, a pesar de que ello supusiera abandonar el lugar que le viera nacer. Ardía en deseos de ver a Neferhor para contarle cómo estaban las cosas.

17

El viento del norte traía rociones de lluvia y los peores presagios. Amón aullaba y aullaba para sembrar con su aliento el temor entre las gentes. El vendaval se encallejonaba en los pasajes para levantar lamentos estremecedores, y las rachas creaban infinidad de remolinos en las calles, como los que se formaban en el desierto, que a todos amedrentaban. Nadie en Menfis recordaba una tempestad parecida, y las gentes se afanaban por apilar cuantos excrementos secos podían para alimentar el fuego de sus casas y calentarse. El invierno se había presentado inusualmente crudo, y las avenidas de la ciudad lucían solitarias, como si Set, el dios del caos, se hubiera apoderado de la capital por completo.

—La crecida no ha sido buena, y este viento es el heraldo de la desgracia —decían los paisanos al cruzar las callejuelas, embozados en sus frazadas.

Para Neferhor, el aliento de Amón, la suave brisa del norte, se había transformado en tormenta por la soberbia de Kemet. El Oculto les gritaba en aquella hora, quizá porque muchos no eran capaces de escucharle, o simplemente para recriminar a la Tierra Negra su olvido por los antiguos dioe Kemet. ses. Tendido en su lecho, bajo la manta, el escriba oía el incesante ulular y el sonido de la lluvia que caía a cántaros. Él trataba de descifrar su mensaje; lo que aquel ventarrón le decía empujado por Set desde el Gran Verde. El señor de las tormentas soplaba con fuerza, y su caótico hálito le hablaba de terribles desgracias, de engaños y las más taimadas traiciones. Resultaba difícil de creer, pero así lo había dispuesto Shai. El destino volvía a sorprenderle con uno de sus acostumbrados quiebros. Era su sino, aunque en esta ocasión el escriba pensara que Shai había ido demasiado lejos. Aquello era una burla de proporciones gigantescas de la que salía vilipendiado y reducido a un simple actor del esperpento. Jamás hubiera podido imaginar semejante escenario, y sin embargo…

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