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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (62 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Neferhor observaba distraídamente el pequeño estanque. Estaba repleto de lotos que saludaban a Ra-Atum por última vez en aquel día. Pronto el sol se pondría para iniciar su viaje nocturno por el Inframundo, y las plantas se sumergirían de nuevo para apartarse de una tierra sin luz a la que no pertenecían. Ellas amaban la vida, y aquellos rayos las hacían renacer cada mañana, como a tantas otras cosas en aquel país sagrado. El escriba se hallaba tan ensimismado en las plantas acuáticas, que no se percató de las suaves pisadas que se le aproximaban. Solo cuando escuchó aquella voz se sobresaltó, justo para postrarse como era su obligación.

—Levanta, noble Neferhor, tu presencia me es muy grata. Sé que Maat te acompaña.

El escriba obedeció, y sus ojos se iluminaron al ver la grácil figura que tenía delante. Sitamón le sonreía, a la vez que le mostraba las palmas de sus manos a modo de saludo. Ella le había hecho llamar con discreción, aunque supiese que su madre acabaría por enterarse, mas deseaba hablar con el escriba al que conocía desde hacía años. El gran Amenhotep, hijo de Hapu, lo había distinguido con su protección, y ella recordaba bien las alabanzas que este dedicaba a su pupilo.

—Thot está en él —le solía decir el anciano, al referirse al joven—, pero las fauces del mundo que nos rodea pueden llegar a devorarlo.

A la Gran Esposa Real aquellas palabras se le quedaron grabadas, como tantos otros consejos recibidos de su viejo mentor. Para Sitamón, Amenhotep había sido una pieza fundamental en su educación; un pilar sobre el cual había edificado su propia vida, su forma de ver cuanto la rodeaba. Su pérdida había supuesto una desgracia, no solo para ella sino para toda la Tierra Negra.

El camino del
maat
se perdía entre las nieblas que a veces se formaban en el invierno, y ningún pie estaba seguro de poder recorrerlo de nuevo. En opinión de Sitamón, existía un antes y un después para Kemet tras la desaparición de Amenhotep, como si un nuevo país naciese a la vida dispuesto a olvidar la milenaria sabiduría del anterior. El gran Huy había administrado la hacienda de la entonces princesa, a la vez que la había animado a no separarse nunca de las tradiciones que habían hecho de la Tierra Negra una civilización que trascendería los milenios.

Desde su posición aventajada, Sitamón era consciente de lo lejos que se hallaban las Dos Tierras de los deseos de su querido maestro. Ser Gran Esposa Real le otorgaba un poder enorme, y una visión clara de cuanto estaba ocurriendo. Ella era hija y esposa del dios, y solo su madre, Tiyi, se abstenía de hacerle reverencias.

Su padre se había casado con ella con motivo de su primer jubileo, como parte de una compleja liturgia en la que se buscaba la comunión absoluta con los dioses. Pero Nebmaatra no se limitó a llevar a cabo una simple ceremonia testimonial. El faraón yació con su hija, y fruto de aquellos amores nació la princesa Baketamón, la pequeña a la que tanto quería.

Cuando Sitamón vio a Neferhor mirar distraídamente hacia el estanque, muchos de sus mejores recuerdos acudieron a su corazón para alegrarlo. Siempre junto al gran Amenhotep, el joven escriba le explicaba detalles de sus cuentas, la cosecha, e incluso se aventuraba a predecir cómo sería la crecida anual del Nilo. Tiempos dichosos aquellos. Ahora Shai le había dado extrañamente la espalda al pupilo del que fuera su preceptor, y Kemet le mostraba la más ingrata de sus caras.

—A esta hora el patio recibe los últimos suspiros de Ra antes de abandonarnos —dijo Sitamón—. Me gusta este lugar, pues a través de las columnas puede observarse cómo el sol atraviesa el río para caminar hacia Saqqara, al reino de las sombras. En ocasiones, la necrópolis nos sorprende para tejer entre los postreros rayos un tapiz de tintes rojizos que parecen suspendidos de la nada, cual si fuera un espejismo, quizá para recordarnos lo efímero de cuanto nos rodea.

—La barca del padre de los dioses se dirige hacia las doce horas de la noche, y su poder somete a las arenas del desierto hasta teñir el aire de rojo, el color de Set, el señor que las gobierna —apuntó Neferhor.

Sitamón le miró un instante, y al ver la dignidad de su porte sintió una inmensa pena por cuanto le había ocurrido. Neferhor era un hombre joven que, no obstante, portaba los valores más rancios de su tierra, aquellos que solo era posible aprender en la quietud de los templos, donde el tiempo se detenía al abrigo de archivos milenarios que guardaban todo el conocimiento que Kemet había acaparado durante miles de
hentis
. Una inconmensurable herencia que corría el riesgo de perecer olvidada.

—Sentémonos un rato, y disfrutemos de este privilegio —le invitó la reina.

Ambos tomaron asiento y perdieron su mirada entre el atardecer.

—Hacía tiempo que quería hablar contigo, noble Neferhor, quizá porque tu persona me trae recuerdos de mi maestro.

—A menudo me acuerdo de él, mi reina.

—¿Y qué piensas?

El escriba dudó un momento, pero la mirada de Sitamón le animó a responder.

—Al gran Huy no le gustaría ver el cariz de determinados acontecimientos, ni lo lejos que parece encontrarse Maat de nosotros.

—Quizá nos haya abandonado por nuestra impiedad. —Neferhor se lamentó en silencio—. Allá donde se encuentre la diosa de la justicia, llorará por ti.

El escriba se sorprendió por el comentario, y miró a la reina con franqueza.

—Los llantos de nada sirven cuando el
ba
ya se ha quebrado
—musitó.

—Pareciese que Set anda suelto para extender su ira sin freno; mas me temo que todo siga su orden, aunque nos neguemos a verlo.

Neferhor asintió, pues sabía muy bien a lo que la reina se refería.

—Te he hecho llamar no para apiadarme de ti o reconfortarte en tu pena, sino porque sé que tu
ka
está impregnado de todo lo bueno que los dioses nos enseñaron un día.

—Te equivocas, gran reina, yo tampoco seguí el
maat
como debiera —confesó el joven con pesar.

—Está en nuestra naturaleza. Mas la amenaza va mucho más allá de tales aspectos. Son los dioses de Egipto los que están en peligro.
—Neferhor mantuvo la mirada a la reina, muy atento a cuanto le decía—. La semilla de la locura está a punto de germinar —continuó Sitamón, en voz baja—. Un nuevo orden se avecina, y este solo nos traerá desgracias. —El joven arrugó el entrecejo—. Muy pronto habrá otro Horus viviente. Mi hermano, el príncipe Amenhotep, será nombrado corregente en breve. Él es distinto a todos, pues sus ideas no parecen propias de las gentes que habitan el valle. Le conozco bien, y temo a donde sea capaz de llevarnos.

—Los acontecimientos se precipitan —murmuró el escriba como para sí.

—Nebmaatra está viejo y enfermo. Hace mucho que no me visita. El mundo en el que se ha instalado resulta lejano, como las estrellas que viven en el vientre de Nut.

—Hace tiempo que el dios no me confía sus asuntos —se lamentó el joven.

—En ocasiones desvaría. Ahora es mi madre la que se ocupa de la mayoría de las cuestiones de Estado. Uno a uno han ido desapareciendo los altos cargos que se forjaron a la sombra de Huy, todos hombres capaces. El actual visir tiene los días contados; solo el bueno de Kheruef resiste en solitario; en realidad desconozco por qué Tiyi no le ha sustituido como responsable de su casa.

—La reina velará por Kemet —apuntó Neferhor.

Sitamón le sonrió.

—Tiyi persigue sus propios propósitos. No olvides que es madre, y que su hijo, el futuro dios, es todo lo que cuenta para ella.

Tras unos instantes de silencio, Sitamón prosiguió.

—Escucha, Neferhor. No todos en Kemet piensan como la reina, ni están contentos con cuanto está ocurriendo. Hombres rectos como tú, que no dejarán que la llama de nuestra propia esencia se apague. Esta debe continuar viva.

El escriba guardó un prudente silencio.

—El futuro de la Tierra Negra depende en gran parte de ello
—concluyó Sitamón.

—Yo soy devoto de sus dioses y creo en el orden cósmico establecido desde el principio de los tiempos. A ellos me debo.

La reina le sonrió, y puso una mano sobre las del escriba.

—Mantente firme en el
maat
, pues no estás solo. No olvides mi nombre. Soy nacida de Amón. Que él te proteja.

—El futuro de la Tierra Negra depende en gran parte de ello —concluyó Sitamón.

—Yo soy devoto de sus dioses y creo en el orden cósmico establecido desde el principio de los tiempos. A ellos me debo.

La reina le sonrió, y puso una mano sobre las del escriba.

—Mantente firme en el
maat
, pues no estás solo. No olvides mi nombre. Soy nacida de Amón. Que él te proteja.

LIBRO SEGUNDO

El libro de la herejía

La residencia dorada
1

Egipto abrió sus puertas a un nuevo dios, y los peores presagios tomaron cuerpo para que todos supiesen que un faraón llegaba a Kemet dispuesto a cambiar su milenaria historia. El pasado no importaba, pues había sucumbido al poder de la ambición en todas sus formas. Una nueva visión de lo humano y lo divino aguardaba, agazapada, el momento en el que la historia le tendiera la mano para hacerse por fin corpórea, y sacudiera los cimientos de la más grande civilización que conocieran los tiempos. Habría un antes y un después de aquel momento para la Tierra Negra, aunque muchos prefirieran ignorarlo.

Cuando el príncipe Amenhotep se unió a su divino padre en el gobierno de las Dos Tierras, apenas contaba con veintiún años. El joven había accedido al trono después de que el primogénito, Tutmosis, hubiera fallecido de forma inesperada poco antes de que Nebmaatra celebrara su primer jubileo. El nuevo heredero siempre se había mostrado como un joven introvertido, alejado de los círculos del poder, al que le interesaban sobremanera los antiquísimos ritos solares llevados a cabo por los sacerdotes de Heliópolis, de cuyo clero fue nombrado primer profeta. Estudioso de los textos antiguos, Amenhotep sentía predilección por los tiempos en los que se levantaron en Egipto las grandes pirámides. Una época sin parangón en la que la esencia de la cultura de Kemet se mantuvo pura en todas sus formas, y durante la cual los dioses gobernaron con mano de hierro, alejados de los mortales como correspondía a su auténtica naturaleza.

Aquel misticismo desarrollado en el interior de los templos había impreso en él un carácter ciertamente reservado que había terminado por forjar una personalidad difícil, que no dejaba de proclamar el profundo abismo que le separaba del resto de los hombres. Amenhotep poseía una inteligencia brillante, pero también una arrogancia que superaba con mucho la de cualquier miembro de la familia real. Su carácter era imprevisible, y a su paso gustaba de que sus súbditos cayeran de bruces, con la nariz bien pegada al suelo, hasta que no dispusiera lo contrario.

Su aspecto era un tanto afeminado. Aunque de estatura media, Amenhotep tenía el vientre algo abultado y los muslos redondeados como sus hermanas, con las caderas ligeramente más anchas de lo que le correspondería a un varón. Sin embargo, había heredado de su augusto padre la afición por las mujeres, y aquel apetito sexual en el que le superaría con creces.

Nebmaatra llevaba reinando en Egipto treinta y seis años cuando su hijo ascendió a la corregencia, y todo el mundo se alegró por este motivo ya que un nuevo dios velaría por ellos a la muerte del gran Amenhotep III, sin tener que esperar a que finalizaran los funerales de rigor.

Por su parte, Tiyi se encontraba eufórica. Su última jugada había llevado la figura de su hijo hasta el trono de Horus, en el momento más adecuado. Había sido una lucha titánica, pero al final todo había salido tal y como la reina deseaba para su vástago. Este podría gobernar las Dos Tierras sin la presión permanente de los poderes fácticos que tanta ambición habían demostrado durante siglos. Las permanentes intrigas de la reina habían logrado relegarlos a una mera representación, sin capacidad para decidir nada. Las purgas llevadas a cabo durante los últimos años habían resultado definitivas, aunque para ello se hubiera tenido que prescindir de hombres capaces, como su último visir, Amenhotep, que había sido relevado por Aper-El, un hombre de origen extranjero. Pero la reina conocía muy bien cuáles eran las servidumbres que se ocultaban detrás de cada uno de ellos; raíces que parecían abarcarlo todo y de las que su hijo debía sentirse libre antes de que gobernara. Solo así podría este llevar a efecto su proyecto a su debido tiempo.

A partir de aquel momento Tiyi no sería únicamente
hemet-nisut-weret
, Gran Esposa Real, sino que se convertiría en
mut-nisut
, Madre del Rey; un puesto privilegiado que la mantendría lejos de la lucha que las mujeres del faraón sostendrían permanentemente en busca de un lugar preeminente para ellas y, sobre todo, para sus hijos.

La vejez de la reina sería tan dorada como los tiempos que esperaba llegaran a Egipto, y vería a su divino hijo brillar sobre cuanto le rodeaba.

Como era costumbre en ella, Tiyi había pensado en todos los detalles. Cuando Amenhotep portara la doble corona necesitaría una reina, una mujer acorde con la naturaleza de su hijo, que tan bien conocía, capaz de poder manejar los hilos del poder de forma apropiada cuando así lo exigiera la situación, y que lo supiera acompañar en toda su magnificencia. A Tiyi no le fue difícil encontrar a la candidata, ya que esta se hallaba muy próxima a su persona, pues formaba parte de su casa.

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