El secreto del Nilo (65 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Tú eres la única que sabe que yo siempre amé a Mimureya, tu marido, y que tu marido, por otro lado, siempre me amó. Y las cosas que yo escribía y decía a Mimureya, y las cosas que Mimure ya, tu marido, por otro lado, me escribía y me decía a mí, las conocíais tú, Keliya y Mane. Pero tú eres, por otro lado, quien conoce mucho mejor que todos las cosas que nos decíamos el uno al otro. Nadie las conoce tan bien.
[29]

Con semejante carta Tushratta hacía ver a Tiyi la poca confianza que tenía en el nuevo faraón y sus deseos de que las relaciones continuaran como hasta entonces. La reina madre Àse apresuró a contestar en los mejores términos recordándole que su augusto esposo siempre había demostrado un gran amor hacia su padre y a él mismo durante su reinado, y que Tushratta no debía olvidarlo en aquellos momentos para mantener la buena relación con su hijo, el actual faraón.

Envía delegaciones amistosas, una tras otra. ¡No debes interrumpirlas!
[30]

Neferhor fue testigo directo de aquellas misivas puesto que él mismo las tradujo, y se encargó de enviar la contestación. El rey de Mitanni, aliado por excelencia de Egipto, no cesaba en sus quejas y cuando Neferhor recibió una tablilla en la que acusaba al faraón de haberlo engañado se quedó estupefacto.

Los hechos se remontaban a la época en la que el difunto Nebmaatra había tomado por esposa a Tadukhepa, la hija de Tushratta, unión que el escriba se había encargado de negociar. Neferhor recordaba que entre los regalos que el faraón le había prometido a su suegro se encontraban dos estatuas de oro macizo y lapislázuli genuino que, al parecer, nunca le habían sido entregadas. Al cabo de casi ocho años, el rey de Mitanni se lamentaba, con cierta indignación, de haber recibido al fin dos estatuas de madera chapadas en oro, que Amenhotep IV le mandaba para zanjar así la cuestión. «¿Es esto amor?», se preguntaba Tushratta enfadado. Luego finalizaba su misiva con los mejores deseos de su parte para que todo se aclarara.

Nafurreya
(forma en la que los mitannios pronunciaban Neferkheprura), mi hermano, va a tratarme diez veces mejor de lo que lo hizo su padre… Me enviará estatuas de oro macizo…

A Neferhor, los términos de la tablilla le resultaron bochornosos, aunque se limitara a traducirla y poner su sello con la fecha de recepción. Él sabía que sería enviada de inmediato a Tiyi, e imaginó su semblante cuando la leyera. El escriba estaba convencido de que ella era la que había decidido reincorporarle a su antiguo puesto, y también que la reina madre había tomado parte en su desgracia. Por algún motivo ahora le resultaba útil, y esto le dio que pensar.

Los rumores se extendieron por Egipto impulsados por la brisa. La corriente del río los transportaba, y en los caminos podían escucharse al abrigo de los palmerales o en los desolados valles del desierto. Muchos eran los que se mostraban apesadumbrados, pues las noticias resultaban inquietantes. Los poderes que dormitaban en las sombras habían despertado, y comenzaban a dar muestras de su descontento; mientras, en las calles, el pueblo asistía atemorizado a una degradación paulatina del bienestar que habían disfrutado durante tantos años. Nadie se atrevía a levantar la voz, pues el país se hallaba repleto de agentes que todo lo escuchaban.

El faraón imponía un nuevo tributo a los templos por el que les obligaba a enviar a las arcas del Estado oro, plata, incienso, vino, telas…

Los nuevos proyectos del dios suponían enormes gastos que debían ser soportados, por primera vez, por los grandes cleros de la Tierra Negra. Los alcaldes de las villas tampoco se vieron libres del edicto, y fueron requeridos a aumentar los impuestos y a contribuir con más Àalimentos y vino.

Los templos alzaron sus voces a los cielos, y los sacerdotes de Amón protestaron ante el dios sin ocultar su indignación. Pero Neferkheprura los escuchó impertérrito, como si no existieran, y ordenó la construcción de otro santuario en el corazón de Karnak, el Hutbenben, la Mansión de la Piedra Benben, que representaba una ofensa sin precedentes para el clero de Amón. Junto al Gemetpaatón, el faraón erigía un centro de culto al sol claramente heliopolitano. Era bien conocida la rivalidad que siempre habían mantenido los sacerdocios de Ra y Amón, y Neferkheprura colocaba la piedra que representaba el símbolo de aquel antiquísimo culto para transformarlo en centro de adoración al Atón de la mano de Nefertiti, quien dirigiría su adoración diaria.

May, el primer profeta de Amón, se lamentó ante el faraón por sus últimas decisiones, tan contrarias al Oculto, aquel que siempre había acompañado al Horus viviente a la batalla para procurarle la victoria y había velado por su pueblo.

—Yo vivo en el
maat
—fue la escueta respuesta que recibió May de los labios del faraón, a quien gustaba aquella frase sobremanera.

Neferhor tuvo noticias de todo esto en tanto trataba de apaciguar los ánimos de unos príncipes vasallos que comenzaban a sentirse abandonados a su suerte. En la Casa de la Correspondencia del Faraón las miradas resultaban más huidizas que nunca, y los silencios espesos como sillares de arenisca. Sin embargo, en los pasillos planeaban la conjura y el miedo a lo desconocido.

Una tarde, mientras se encontraba junto a la orilla del río contemplando el atardecer, alguien se sentó junto a Neferhor. Este se sorprendió, ya que se trataba de un hombre cuya pobre condición saltaba a la vista. Sin embargo, sus palabras sonaron graves y conmovedoras.

—La brisa del norte llega saturada por las palabras del Oculto —dijo quedamente el extraño.

Neferhor lo miró sin comprender, pero aquel hombre le sonrió para, seguidamente, entrecerrar los ojos.

—Ella tiene su propia fragancia; a mirra e incienso; a todo lo bueno que los dioses concedieron a esta tierra. Trae el olor que solo se respira en el interior de los templos —señaló el desconocido.

El escriba desconfió de él.

—Tus palabras son hermosas, aunque he de confesarte que soy un profano en tales cuestiones —le respondió.

El extraño volvió a sonreír.

—Solo tienes que mirar dentro de tu corazón.

—¿Quién eres? ¿Qué te trae hasta mí? —preguntó el escriba, receloso.

—Amón reconoce a sus hijos allá donde se encuentren.

Neferhor se incorporó dispuesto a marcharse, pero el desconocido lo detuvo con un ademán.

—Ya no me recuerdas, pero Sejemká nos enseñó a los dos cuál era el camino del
maat
.

—¿Sejemká, dices? —repitió Neferhor con desconfianza.

—Él mencionó tu nombre antes de partir hacia el reino de las sombras. Estuviste en su recuerdo —aseguró aquel tipo.

—El maestro —murmuró Neferhor. Luego, como saliendo de sus pensamientos, miró con más detenimiento a aquel hombre que se escondía bajo el aspecto de la indiferencia—. ¿Qué deseas de mí? —le preguntó.

—La oscuridad se cierne sobre nosotros y amenaza con devorarnos —le respondió el extraño en voz queda—. Amón y todos los dioses de Egipto se disponen a combatirla. Si el mal llega a triunfar, el mundo que conocemos desaparecerá.

Neferhor permaneció en silencio.

—El Oculto ha puesto de nuevo sus ojos en ti. Reclama tu atención y tu ayuda. Nada más puedo decirte. Dirígete mañana a la entrada del templo de Ptah a esta misma hora.

—Pero…

El desconocido le sonrió en tanto se levantaba.

—Sé cauto.

Neferhor lo vio alejarse con la sensación de que algo volvía a la vida en su interior. Un sentimiento adormecido durante años se desperezaba de manera singular, como todo lo que es imprevisto. Desde lo más profundo de Karnak, Amón dirigía su mirada hacia él cuando hacía ya mucho tiempo que el escriba se creía olvidado. Durante casi doce años no había vuelto a mencionar su nombre, y ahora este acudía a su corazón con la nitidez de antaño. El mundo al que pertenecía y del que nunca debería haber salido se presentaba rodeado por el misterio que le era propio. Era la marca del Oculto, y este de nuevo le llamaba.

Aquella noche, Neferhor apenas pudo conciliar el sueño. El simple recuerdo de su viejo maestro le trajo escenas que todavía permanecían vívidas en su memoria. Al escuchar el nombre de Sejemká no pudo evitar un sentimiento de melancolía y, tumbado en su cuarto sobre la estera, otros muchos rostros se presentaron ante él tal y como los recordaba: Ptahmose, Pairi, Nebamón… Todos ellos habían muerto, y entonces al escriba le dio por pensar que sus seres más queridos, de una forma u otra, habían ido desapareciendo de su lado. En el fondo, él era un ser solitario que se abría paso entre la desgracia que se obstinaba en acompañarle; un superviviente que no hallaba explicación a las frivolidades del destino.

Cuando pensaba en este particular siempre terminaba por aparecer la imagen de su hijo, y allí acababa todo.

Durante el siguiente día Neferhor estuvo esperando con impaciencia la hora de su encuentro, y tal y como le dijeron se presentó ante el templo de Ptah a la caída de la tarde. Como de costumbre, los aledaños se hallaban muy concurridos por gentes de toda condición que acudían al templo a elevar sus precesÀ al dios de Menfis para pedirle su ayuda a fin de que aliviara sus penas. Como Ptah tenía fama de milagroso, multitud de puestos se situaban en la plaza que había junto a la puerta principal del templo para vender todo tipo de reliquias y pócimas que, aseguraban, habían sido bendecidas por el dios y resultaban infalibles para expulsar los genios malignos del interior del cuerpo; lo que curaba las enfermedades más extrañas y hasta las penas del corazón.

Neferhor se detuvo junto a una imagen sedente de Sekhmet a la que daban sombra unos sicómoros. Aquella afluencia le resultaba festiva, y se encontraba pensando en el arraigo popular que tenían determinados cultos cuando alguien le habló a sus espaldas.

—El Oculto se siente satisfecho con tu presencia. Ahora debes seguirme con discreción.

El escriba se mantuvo inmóvil, y al momento vio cómo una figura salía desde detrás de la gran estatua y se encaminaba hacia la entrada del templo. Neferhor lo siguió a prudente distancia, como le habían sugerido, y pronto se vio en el interior del recinto sagrado. Tras atravesar el segundo pilono, fueron a salir a un patio columnado por cuyos laterales se accedía a varias salas anexas, casi ocultas por las sombras creadas por la columnata, y hacia allí se dirigieron sus pasos. Al fin entraron en una de ellas, y Neferhor tuvo la sensación de hallarse en un lugar muy antiguo. Las baldosas, desgastadas por el tiempo, devolvían de tal manera el eco de las pisadas que invitaban al recogimiento. Había verdadera paz entre aquellos muros, y el escriba se dejó acompañar por aquella sensación sin saber adónde le conduciría.

Pero al doblar un recodo llegaron a una estancia apenas iluminada por la fantasmagórica luz de una antorcha que dejaba en penumbra una buena parte del habitáculo. Entonces su acompañante desapareció entre las sombras, y el escriba se detuvo, intentando atisbar en la oscuridad. Durante unos instantes el silencio se adueñó de la sala, hasta que una voz pronunció su nombre.

—Neferhor. Los dioses de Egipto te dan la bienvenida.

—¿Quién me llama? —repuso el escriba, sorprendido.

—Tus hermanos, para los que nunca has muerto.

En ese momento una figura surgió de entre las tinieblas y se le aproximó. Neferhor dio un respingo.

—Neferhotep —musitó incrédulo—. ¿Eres tú?

—Los años apenas te han cambiado. Me alegro de que me recuerdes.

Ambos amigos se aproximaron para estrecharse en un abrazo.

—¿Cómo podría olvidarte? Pero dime, ¿y Wennefer? ¿Se encuentra bien? —quiso saber Neferhor, casi atropellándose.

Su amigo le sonrió.

—Él está bien, y ambos hemos hablado de ti muchas veces. Siempre estuviste en nuestro corazón, aunque nuestros caminos tuvieran que separarse inesperadamente. Ahora soy un sacerdote
web
, encargado de atender los asuntos del dios.

El escriba se encontraba tan emocionado que no encontraba las palabras adecuadas.

—Serviste bien al Oculto cuando te viste obligado a abandonar Karnak —continuó Neferhotep—. Pero Amón sabe leer los tiempos venideros; él conoce lo que fue y lo que será.

—Mi padre aún vive en mi corazón —musitó Neferhor en voz baja.

—Él conoce tus sentimientos. Como tú bien sabes Amón es el aire que nos rodea, y aunque no seamos capaces de verle, él se encuentra entre nosotros, atiende nuestras súplicas y se apiada de nuestro sufrimiento.

—Salí de su templo hace tanto tiempo que…

—Por eso él me manda hoy a ti, para recordarte que sigues en su pensamiento como el buen hijo que siempre fuiste. Ahora más que nunca necesita de tu amor.

Neferhor asintió cabizbajo a la vez que dirigía la vista de un lado a otro con inquietud.

—Aquí no tenemos nada que temer. Ptah y el Oculto forman parte de la misma esencia, no olvides que para nosotros Ptah representa el cuerpo de nuestro padre. Y «Amón es el único dios que se convierte en millones». Todos los dioses están en comunión con él.

—Hasta mí han llegado noticias desasosegadoras. El camino del
maat
ha sido borrado de nuestros mapas y Kemet parece abandonado a su suerte. Las viejas fronteras están a punto de desmoronarse y una nueva forma de vida intenta abrirse paso por entre nuestras tradiciones milenarias.

—Escucha, Neferhor, nuestro país, tal y como lo hemos conocido, se encuentra en peligro cierto. Por primera vez nos vemos obligados a pagar impuestos abusivos al faraón, y este nos demuestra su enemistad en cada oportunidad. En realidad todos los dioses son despreciados por Neferkheprura, que ha levantado varios templos en el interior del sagrado Ipet Sut para escarnecernos. El Atón se encuentra ya por todos lados, en cada muro aparece su nombre, y lo hace en el interior de dos cartuchos reales, como si el faraón y el Atón se trataran de una misma persona. ¿Comprendes la gravedad de cuanto te digo?

—La comprendo.

—Hemos levantado nuestras voces sin encontrar respuesta. Nuestras protestas son como el agua que se pierde en el Gran Verde, y nuestra proverbial paciencia de poco nos sirve ahora. —Neferhor lo miró afligido—. Egipto está dividido —continuó el sacerdote—, pero hay muchos que todavía se oponen a la corriente impulsada desde el trono. Existe una desgracia cierta detrás de ella, y cada vez son más los que muestran su disgusto y piden una vuelta a las viejas costumbres.

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