—No lo entiendo —Fabel le tendió la mano, lentamente—. Deme el rifle, Georg.
Me lo puede explicar a mí. Podemos hablar de ello, encontrar soluciones.
—¿Soluciones? —Aichinger esbozó una sonrisa triste. Fabel tuvo la impresión de que en aquella sonrisa había una gratitud sincera pero dolorosa. La postura de Aichinger se relajó; el pulgar que tenía en el gatillo dejó de temblar—. Me alegro de que haya sido usted, Herr Fabel. Sé que cuando piense sobre lo que le he dicho, lo comprenderá. Al menos usted hace algo: hay algún sentido, algún significado, cada día en que usted despierta. Salva usted a gente, la protege. Me alegro de que haya sido usted con quien me he podido explicar. Dígaselo a todo el mundo… dígales que no podía vivir siendo otro, y que lo siento.
El sonido del disparo quedó amortiguado por la carne bajo la mandíbula de Aichinger apretada contra el cañón. De la coronilla de su cabeza cayó un hilillo de sangre, fragmentos de hueso y trozos de cerebro, y las piernas se doblaron bajo su peso.
Fabel saltó por encima del cuerpo y corrió hacia el salón. Hacia los piececitos del umbral.
La comida de Ansgar estaba lista.
El hogar de Ansgar Hoeffer en el distrito de Nippes de Colonia era modesto y estaba escrupulosamente limpio y ordenado. Era también un hogar no compartido, no visitado. A lo largo de los años se había ido retirando gradualmente a lugares concretos: su casa, el trabajo, el trayecto entre ambos sitios. Sentía a menudo que su vida era como una gran casa de campo en la que sólo se utilizaban unas pocas habitaciones que se conservaban en un orden perfecto, mientras que el resto permanecía cerrada a cal y canto, a oscuras y protegida del polvo. Eran habitaciones, sabía Ansgar, que más valía no visitar.
La cocina de la casa de Ansgar era, teniendo en cuenta su profesión, sorprendentemente pequeña pero convencionalmente bien equipada; impecable y luminosa por el gran ventanal que daba a la pequeña franja de jardín y el muro blanco lateral de la casa del vecino.
Se oyó el pitido del horno. La carne estaba lista.
Lo raro era que, cuando estaba en casa, Ansgar prefería preparar comidas sencillas, platos fáciles que permitieran que la auténtica textura y sabor de la carne se expresaran con claridad. Como de costumbre, Ansgar lo había cronometrado todo a la perfección: los espárragos que hervían a fuego lento tendrían la consistencia indicada. Sacó el platito de compota de manzana de la nevera para que tuviera la temperatura perfecta —natural, no fría— cuando sirviera la carne con los espárragos.
Sirvió media botella de cerveza Gaffel en un vaso con un equilibrio perfecto entre el líquido y la espuma. Sacó del horno la bandeja de metal y retiró el envoltorio de papel de estaño del filete de carne. Se inclinó un poco a oler el delicado aroma de la carne tierna envuelta en tomillo y las gafas se le empañaron unos segundos. Colocó la carne en el plato, lo adornó con una ramita de tomillo fresco y un poco de la salsa de manzana. Coló los espárragos y los colocó ordenadamente junto a la carne.
Ansgar tomó un sorbo de la Gaffel y contempló su plato. El primer bocado se le fundió en la boca. Mientras lo degustaba, se puso a pensar de nuevo en aquella chica del trabajo, la ucraniana que trabajaba con él en la cocina del restaurante, Ekatherina.
Frunció el ceño y trató de alejarla de sus pensamientos. Otro bocado. Mientras sus dientes se hundían en la tierna carne, ella volvía de nuevo a su cabeza. Su piel pálida y joven, tensa sobre las curvas voluptuosas. Incluso en invierno, la temperatura en la cocina se elevaba con el calor húmedo que desprendían los hornos y los fogones, y la piel pálida de Ekatherina se ruborizaba y humedecía entonces con sudor, como si ella misma también estuviera cociéndose a fuego lento. Trató de desterrarla de su pensamiento y de concentrarse en su cena. Pero a cada bocado pensaba en sus nalgas, sus pechos, sus pezones, su boca. Por encima de todo, en su boca. Siguió comiendo.
Frunció el ceño cuando sintió el cosquilleo entre las piernas; la presión contra la tela de los pantalones. Tomó un poco de cerveza y trató de recomponerse. Comió unos cuantos espárragos. Arregló las vinagreras que había encima de la mesa. Otro bocado de carne. Se sintió todavía más excitado. Sintió la humedad del sudor en el labio superior. Pensó en la carne pálida de la muchacha apretada contra las camisetas negras que vestía. De nuevo, la curva de sus pechos. De nuevo, su boca.
Tenía la cara cubierta por una película de sudor. Luchaba más y más para alejar las imágenes que se le aparecían en la cabeza, aquellas imágenes retorcidas, deliciosas, en las que reinaba el caos que ponía orden a su vida. Aquellas ideas dulces, enfermizas, pervertidas que se había prohibido. Ella formaba parte de las mismas. Ella estaba, siempre, en aquellos escenarios de carne tierna y suculenta y dientes cortantes.
Masticaba la carne pero era incapaz de tragar. Ansgar Hoeffer pensó en la sensualidad que aportaba la comida en su boca y otra vez en la chica del trabajo. Se estremeció al eyacular dentro de los pantalones.
Fabel tardó cuatro horas en completar la burocracia de la muerte: todos los formularios y partes que daban algún tipo de forma oficial a las insensatas acciones de Aichinger. Como tantas veces a lo largo de su carrera, Fabel se encontró en el corazón de una tragedia humana y se quemó con su abrasivo calor emocional sólo para hacer su papel, consistente en convertirlo en una estadística fría y estéril. Pero la expresión final de triste gratitud de Aichinger no se le olvidaría jamás. Y dudaba que nunca llegara a entenderla.
Fabel se sentaba a un extremo de la mesa de la sala de la Mordkommission, la brigada de homicidios, en la tercera planta del PolizeiPräsidium, sede central de la Policía de Hamburgo, tomando café de la máquina. Lo acompañaban Werner Meyer, Anna Wolff y Henk Hermann: el equipo al que pronto abandonaría después de haberlo dirigido durante quince años. La única ausencia evidente era la de María Klee. Estaba de baja por enfermedad desde hacía un mes y medio; Fabel no era en modo alguno el único que había quedado conmocionado por las tres últimas investigaciones principales.
Suspiró cansado y miró el reloj. Había tenido que quedarse por obligación porque su jefe, el Kriminaldirektor Horst van Heiden, había pedido verle cuando acabara de rellenar los formularios y de resolver las preguntas de la revisión interna.
—Bueno,
Chef
… —El Kriminaloberkommissar Werner Meyer, un tipo fornido y cincuentón, de pelo hirsuto y cortado de punta, levantó su taza de café como si fuera una copa de champán—. Debo admitir que le gusta a usted salir por la puerta grande.
Fabel no dijo nada. Las imágenes de lo que se encontró en el salón del apartamento de Aichinger todavía se agitaban en su cabeza. Y también las emociones: el miedo y la esperanza que le inundaban y le oprimían el pecho mientras corría por el breve pasillo del apartamento.
—Lo ha hecho usted muy bien,
Chef
—le dijo Anna Wolff. Fabel le sonrió. Anna seguía sin parecer en absoluto una Kriminaloberkommissarin de la Mordkommission. Era bajita y guapa, y aparentaba menos de los treinta y nueve años que tenía; llevaba el pelo oscuro muy corto y de punta, y los labios carnosos pintados de rojo oscuro.
—¿Tú crees? —le preguntó Fabel sin ninguna alegría—. He sido incapaz de desarmar a un hombre mentalmente frágil antes de que se volara los sesos.
—Ha perdido a uno —dijo Werner—. A uno que ya estaba perdido cuando usted llegó… pero ha salvado a tres.
—¿Cómo está la familia de Aichinger? —preguntó Anna.
—Bien. Físicamente por lo menos, aunque bajo una fuerte conmoción. Los disparos que oyeron los vecinos eran tiros al techo… y gracias a Dios en aquel momento no había nadie en el piso de arriba. La niña es la que lo está pasando peor.
Fabel encontró a la esposa de Aichinger, a su hija de siete años y a sus dos hijos, de nueve y once. Aichinger los había atado y amordazado con cinta adhesiva de paquetería, y Fabel no sabría nunca si lo había hecho para mantenerlos a salvo o para ejecutarlos más tarde.
—Los críos ven el mundo de una manera muy simple: al despertarse por la mañana, todo en su vida estaba donde tenía que estar; por la noche, en cambio, todo su mundo se había quedado patas arriba —dijo Fabel, pero hizo una pausa al darse cuenta de que acababa de repetir las palabras de Aichinger.
—¿Cómo se le explica lo ocurrido a una criatura de esa edad? ¿Cómo va a vivir con ese recuerdo?
—Lo principal es que va a vivir, aunque sea con ello. —Werner tomó un sorbo de su taza de café—. Todos lo harán. Sí no hubieras logrado que Aichinger siguiera hablando, podrían haber muerto todos.
Fabel se encogió de hombros.
—No lo sé…
El timbre del teléfono interrumpió a Fabel. Werner respondió.
—Te esperan en la quinta planta… —le dijo con una sonrisa al colgar. La quinta planta del Präsidium de la Policía de Hamburgo era donde estaban los despachos de los mandamases, incluido el Departamento de Presidencia. Fabel sonrió.
—Entonces será mejor que vaya…
Taras Buslenko ya sabía dónde se celebraría la reunión, si la información de Sasha era correcta. Pero, por supuesto, eso no lo sabían: lo pasearían por todo Kiev antes de revelar su destino final y él debería pasar por el aro.
Cuando recibió la llamada en su móvil le dijeron al principio que se dirigiera al hotel Mir de la Goloseevsky Prospekt y que esperara en el aparcamiento. Cuando llevaba diez minutos de espera, una segunda llamada le dijo que volviera al centro de [a ciudad, aparcara en el pasaje Kyivsky y empezara a bajar a pie por la calle Khrechatyk.
Era un sábado por la noche: la calle Khrechatyk estaba cerrada al tráfico todos los fines de semana, lo que durante el día le daba a la gente que salía de compras y a los turistas, y por la noche a los juerguistas, la libertad de pasear tranquilamente y apreciar su grandeza. El propio Buslenko, a medida que bajaba por el ancho paseo, no podía evitar pensar en lo bonito que era, todavía adornado con las luces brillantes de Navidad. Había caído una nevada fresca pero ligera y las anchas aceras y los árboles que las alineaban parecían salpicados de azúcar en medio de la fría noche de invierno.
Como le habían explicado con claridad, Buslenko caminaba alejándose de la plaza de la Independencia. Estuvo allí en noviembre y diciembre de 2003 y se quedó maravillado con la visión de las banderolas naranjas, con aquel ambiente electrizado por las promesas de cambio. Se sintió partícipe de algo grande, imparable. Sin embargo, Buslenko no había ido para prestar su apoyo: estuvo al mando de un destacamento de tropas de seguridad, supuestamente enviado a la plaza para impedir el derramamiento de sangre entre los seguidores «azules» de Yanukovych y los revolucionarios «naranjas» que apoyaban a Yuschenko. Lo más probable era que los hubieran mandado como muestra de la fortaleza del régimen, pero la Policía y los jefes de la inteligencia habían reconocido un auténtico cambio de aires, y muchos dentro de los servicios de seguridad, como el propio Buslenko, simpatizaban con la revolución. El destacamento de Buslenko había sido desmantelado. Buslenko se aseguró de pasar por delante de la discoteca Celestia sin mirar. Tal vez Sasha lo hubiera entendido mal, o tal vez la gente con la que se suponía que debía encontrarse estaba siendo extremadamente prudente.
Cuando estaba casi a punto de llegar al centro comercial Central Universal le volvió a sonar el teléfono. Esta vez recibió instrucciones de esperar en la barra del club Celestia. Buslenko se sintió aliviado, pues había empezado a temerse que lo mandaran a alguna parte más remota de Kiev. El Celestia estaba bien, justo en el centro de la ciudad, un lugar más público: allí resultaría más complicado matar a alguien y deshacerse del cuerpo. Era uno de los símbolos resplandecientes de las nuevas aspiraciones de Ucrania: un club
glamouroso
del centro urbano, en el extremo de la calle Khreschatyk que daba a la plaza de la Independencia. Buslenko, a pesar de su historial, seguía siendo un sólido simpatizante de la nueva vía de Ucrania: siempre había sido muy patriota y ahora veía el potencial para el futuro que su país se merecía. Su corazón estaba con la Revolución Naranja, pero algunos lugares, como el Celestia, le hacían sentirse incómodo: buscaban reflejar el lujo y el
glamour
occidentales, pero tenían algo que le parecía falso y prestado, como cuando una muchacha campesina de mofletes rubicundos se enfunda un vestido de cóctel de lentejuelas y se aplica maquillaje con manos inexpertas.
En la puerta del club había dos porteros con traje negro. Uno tenía el cuello ancho y el cuerpo discretamente macizo; el otro era más bajo, más delgado y de aspecto más simpático, y sonrió a Buslenko mientras le aguantaba la puerta de entrada. Como le habían enseñado a hacer en todas las ocasiones, Buslenko evaluó automáticamente el riesgo que presentaban los porteros. En un instante demasiado breve como para ser percibido identificó al más pequeño como peligro principal: se movía con rapidez y agilidad y ocultaba lo que pensaba tras su sonriente máscara. Buslenko reconoció que el tipo bajito, a diferencia del pesado «musculitos», sería capaz de desplegar una violencia rápida y letal. Era un auténtico asesino, probablemente con un pasado en la Spetsnatz. Fue como mirarse al espejo.
Buslenko se dirigió hacia la barra y pidió una cerveza Obolon. El barman, sin sonreír, le dijo que en el Celestia no tenían Obolon ni ninguna otra cerveza ucraniana y Buslenko pidió una cerveza alemana muy cara. El Celestia estaba animado pero no repleto; ocupado por una clientela joven y acomodada que brillaba bajo un aura de Gucci y Armani. La barra era un arco largo y amplio de granito negro y brillante sobre nogal macizo; las paredes estaban iluminadas por focos que proyectaban formas sinuosas, ligeramente eróticas sobre su superficie de un rojo oscuro y aterciopelado. A Buslenko, el Celestia le parecía el concepto de infierno que podía tener un diseñador contemporáneo. «El lugar más indicado —pensó—, para encontrarse con el diablo».
Buslenko advirtió que había alguien a su lado. Se volvió y vio a una mujer joven y rubia; alta y esbelta, con el pelo corto, rostro ancho con los pómulos marcados como las eslavas, la frente ancha y pálida y los ojos de un color azul resplandeciente. Era un rostro realmente bello que no podía salir de otro lugar que no fuera Ucrania.