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Authors: Leandro Fernández de Moratín

El sí de las niñas (3 page)

BOOK: El sí de las niñas
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Escena V

SIMÓN, DOÑA IRENE, DON DIEGO

SIMÓN
(Sale por la puerta del foro.)
—Señor, el mayoral está esperando.

DON DIEGO.— Dile que voy allá… ¡Ah! Tráeme primero el sombrero y el bastón, que quisiera dar una vuelta por el campo.
(Entra SIMÓN al cuarto de DON DIEGO, saca un sombrero y un bastón, se los da a su amo, y al fin de la escena se va con él por la puerta del foro.)
Conque ¿supongo que mañana tempranito saldremos?

DOÑA IRENE.— No hay dificultad. A la hora que a usted le parezca.

DON DIEGO.— A eso de las seis. ¿Eh?

DOÑA IRENE.— Muy bien.

DON DIEGO.— El sol nos da de espaldas… Le diré que venga una media hora antes.

DOÑA IRENE.— Sí, que hay mil chismes que acomodar.

Escena VI

DOÑA IRENE, RITA

DOÑA IRENE.— ¡Válgame Dios! Ahora que me acuerdo… ¡Rita!… Me le habrán dejado morir. ¡Rita!

RITA.— Señora.
(Saca debajo del brazo almohadas y sábanas.)

DOÑA IRENE.— ¿Qué has hecho del tordo? ¿Le diste de comer?

RITA.— Sí, señora. Más ha comido que un avestruz. Ahí le puse en la ventana del pasillo.

DOÑA IRENE.— ¿Hiciste las camas?

RITA.— La de usted ya está. Voy a hacer esotras antes que anochezca, porque si no, como no hay más alumbrado que el del candil, y no tiene garabato, me veo perdida.

DOÑA IRENE.— Y aquella chica, ¿qué hace?

RITA.— Está desmenuzando un bizcocho para dar de cenar a Don Periquito.

DOÑA IRENE.— ¡Qué pereza tengo de escribir!
(Se levanta y se entra en su cuarto.)
Pero es preciso, que estará con mucho cuidado la pobre Circuncisión.

RITA.— ¡Qué chapucerías! No ha dos horas, como quien dice, que salimos de allá, y ya empiezan a ir y venir correos. ¡Qué poco me gustan a mí las mujeres gazmoñas y zalameras!
(Éntrase en el cuarto de DOÑA FRANCISCA.)

Escena VII

CALAMOCHA

CALAMOCHA
(Sale por la puerta del foro con unas maletas, botas y látigos. Lo deja todo sobre la mesa y se sienta.)
- ¿Conque ha de ser el número tres? Vaya en gracia… Ya, ya conozco el tal número tres. Colección de bichos más abundantes no la tiene el Gabinete de Historia Natural… Miedo me da de entrar… ¡Ay! ¡ay!… ¡Y qué agujetas! Estas sí que son agujetas… Paciencia, pobre Calamocha; paciencia… Y gracias a que los caballitos dijeron: no podemos más; que si no, por esta vez no veía yo el número tres, ni las plagas de Faraón que tiene dentro… En fin, como los animales amanezcan vivos, no será poco… Reventados están…
(Canta RITA desde adentro. CALAMOCHA se levanta desperezándose.)
¡Oiga!… ¿Seguidillitas?… Y no canta mal… Vaya, aventura tenemos… ¡Ay, qué desvencijado estoy!

Escena VIII

RITA, CALAMOCHA

RITA.— Mejor es cerrar, no sea que nos alivien de ropa, y…
(Forcejeando para echar la llave.)
Pues cierto que está bien acondicionada la llave.

CALAMOCHA.— ¿Gusta usted de que eche una mano, mi vida?

RITA.— Gracias, mi alma.

CALAMOCHA.— ¡Calle!… ¡Rita!

RITA.— ¡Calamocha!

CALAMOCHA.— ¿Qué hallazgo es éste?

RITA.— ¿Y tu amo?

CALAMOCHA.— Los dos acabamos de llegar.

RITA.— ¿De veras?

CALAMOCHA.— No, que es chanza. Apenas recibió la carta de Doña Paquita, yo no sé adónde fue, ni con quién habló, ni cómo lo dispuso; sólo sé decirte que aquella tarde salimos de Zaragoza. Hemos venido como dos centellas por ese camino. Llegamos esta mañana a Guadalajara, y a las primeras diligencias nos hallamos con que los pájaros volaron ya. A caballo otra vez, y vuelta a correr y a sudar y a dar chasquidos… En suma, molidos los rocines, y nosotros a medio moler, hemos parado aquí con ánimo de salir mañana… Mi teniente se ha ido al Colegio Mayor a ver a un amigo, mientras se dispone algo que cenar… Esta es la historia.

RITA.— ¿Conque le tenemos aquí?

CALAMOCHA.— Y enamorado más que nunca, celoso, amenazando vidas… Aventurado a quitar el hipo a cuantos le disputen la posesión de su Currita idolatrada.

RITA.— ¿Qué dices?

CALAMOCHA.— Ni más ni menos.

RITA.— ¡Qué gusto me das!… Ahora sí se conoce que la tiene amor.

CALAMOCHA.— ¿Amor?… ¡Friolera!… El moro Gazul fue para con él un pelele, Medoro un zascandil y Gaiferos un chiquillo de la doctrina.

RITA.— ¡Ay, cuando la señorita lo sepa!

CALAMOCHA.— Pero acabemos. ¿Cómo te hallo aquí? ¿Con quién estás? ¿Cuándo llegaste? Qué…

RITA.— Yo te lo diré. La madre de Doña Paquita dio en escribir cartas y más cartas, diciendo que tenía concertado su casamiento en Madrid con un caballero rico, honrado, bien quisto, en suma, cabal y perfecto, que no había más que apetecer. Acosada la señorita con tales propuestas, y angustiada incesantemente con los sermones de aquella bendita monja, se vio en la necesidad de responder que estaba pronta a todo lo que la mandasen… Pero no te puedo ponderar cuánto lloró la pobrecita, qué afligida estuvo. Ni quería comer, ni podía dormir… Y al mismo tiempo era preciso disimular, para que su tía no sospechara la verdad del caso. Ello es que cuando, pasado el primer susto, hubo lugar de discurrir escapatorias y arbitrios, no hallamos otro que el de avisar a tu amo, esperando que si era su cariño tan verdadero y de buena ley como nos había ponderado, no consentiría que su pobre Paquita pasara a manos de un desconocido, y se perdiesen para siempre tantas caricias, tantas lágrimas y tantos suspiros estrellados en las tapias del corral. A pocos días de haberle escrito, cata el coche de colleras y el mayoral Gasparet con sus medias azules, y la madre y el novio que vienen por ella; recogimos a toda prisa nuestros meriñaques, se atan los cofres, nos despedimos de aquellas buenas mujeres, y en dos latigazos llegamos antes de ayer a Alcalá. La detención ha sido para que la señorita visite a otra tía monja que tiene aquí, tan arrugada y tan sorda como la que dejamos allá. Ya la ha visto, ya la han besado bastante una por una todas las religiosas, y creo que mañana temprano saldremos. Por esta casualidad nos…

CALAMOCHA.— Sí. No digas más… Pero… ¿Conque el novio está en la posada?

RITA.— Ése es su cuarto
(Señalando el cuarto de DON DIEGO, el de DOÑA IRENE y el de DOÑA FRANCISCA.)
, éste el de la madre y aquél el nuestro.

CALAMOCHA.— ¿Cómo nuestro? ¿Tuyo y mío?

RITA.— No, por cierto. Aquí dormiremos esta noche la señorita y yo; porque ayer, metidas las tres en ese de enfrente, ni cabíamos de pie, ni pudimos dormir un instante, ni respirar siquiera.

CALAMOCHA.— Bien. Adiós.
(Recoge los trastos que puso sobre la mesa en ademán de irse.)

RITA.— Y, ¿adónde?

CALAMOCHA.— Yo me entiendo… Pero, el novio, ¿trae consigo criados, amigos o deudos que le quiten la primera zambullida que le amenaza?

RITA.— Un criado viene con él.

CALAMOCHA.— ¡Poca cosa!… Mira, dile en caridad que se disponga, porque está en peligro. Adiós.

RITA.— ¿Y volverás presto?

CALAMOCHA.— Se supone. Estas cosas piden diligencia y, aunque apenas puedo moverme, es necesario que mi teniente deje la visita y venga a cuidar de su hacienda, disponer el entierro de ese hombre, y… ¿Conque ése es nuestro cuarto, eh?

RITA.— Sí. De la señorita y mío.

CALAMOCHA.— ¡Bribona!

RITA.— ¡Botarate! Adiós.

CALAMOCHA.— Adiós, aborrecida.
(Éntrase con los trastos en el cuarto de DON CARLOS.)

Escena IX

DOÑA FRANCISCA, RITA

RITA.— ¡Qué malo es!… Pero… ¡Válgame Dios! ¡Don Félix aquí!… Sí, la quiere, bien se conoce…
(Sale CALAMOCHA del cuarto de DON CARLOS, y se va por la puerta del foro.)
¡Oh! Por más que digan, los hay muy finos; y entonces, ¿qué ha de hacer una?… Quererlos; no tiene remedio, quererlos… Pero ¿qué dirá la señorita cuando le vea, que está ciega por él? ¡Pobrecita! ¿Pues no sería una lástima que…? Ella es.
(Sale DOÑA FRANCISCA.)

DOÑA FRANCISCA.— ¡Ay, Rita!

RITA.— ¿Qué es eso? ¿Ha llorado usted?

DOÑA FRANCISCA.— ¿Pues no he de llorar? Si vieras mi madre… Empeñada está en que he de querer mucho a ese hombre… Si ella supiera lo que sabes tú, no me mandaría cosas imposibles… Y que es tan bueno, y que es rico, y que me irá tan bien con él… Se ha enfadado tanto, y me ha llamado picarona, inobediente… ¡Pobre de mí! Porque no miento ni sé fingir, por eso me llaman picarona.

RITA.— Señorita, por Dios, no se aflija usted.

DOÑA FRANCISCA.— Ya, como tú no lo has oído… Y dice que Don Diego se queja de que yo no le digo nada… Harto le digo, y bien he procurado hasta ahora mostrarme delante de él, que no lo estoy por cierto, y reírme y hablar niñerías… Y todo por dar gusto a mi madre, que si no… Pero bien sabe la Virgen que no me sale del corazón.
(Se va oscureciendo lentamente el teatro.)

RITA.— Vaya, vamos, que no hay motivo todavía para tanta angustia… ¿Quién sabe?… ¿No se acuerda usted ya de aquel día de asueto que tuvimos el año pasado en la casa de campo del intendente?

DOÑA FRANCISCA.— ¡Ay! ¿Cómo puedo olvidarlo?… Pero ¿qué me vas a contar?

RITA.— Quiero decir que aquel caballero que vimos allí con aquella cruz verde, tan galán, tan fino…

DOÑA FRANCISCA.— ¡Qué rodeos!… Don Félix. ¿Y qué?

RITA.— Que nos fue acompañando hasta la ciudad…

DOÑA FRANCISCA.— Y bien… Y luego volvió, y le vi, por mi desgracia, muchas veces… Mal aconsejada de ti.

RITA.— ¿Por qué, señora?… ¿A quién dimos escándalo? Hasta ahora nadie lo ha sospechado en el convento. Él no entró jamás por las puertas, y cuando de noche hablaba con usted, mediaba entre los dos una distancia tan grande, que usted la maldijo no pocas veces… Pero esto no es el caso. Lo que voy a decir es que un amante como aquél no es posible que se olvide tan presto de su querida Paquita… Mire usted que todo cuanto hemos leído a hurtadillas en las novelas no equivale a lo que hemos visto en él… ¿Se acuerda usted de aquellas tres palmadas que se oían entre once y doce de la noche, de aquella sonora punteada con tanta delicadeza y expresión?

DOÑA FRANCISCA.— ¡Ay, Rita! Sí, de todo me acuerdo, y mientras viva conservaré la memoria… Pero está ausente… y entretenido acaso con nuevos amores.

RITA.— Eso no lo puedo yo creer.

DOÑA FRANCISCA.— Es hombre, al fin, y todo ellos…

RITA.— ¡Qué bobería! Desengáñese usted, señorita. Con los hombres y las mujeres sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de todo; la dificultad está en saber escogerlos. El que se lleve chasco en la elección, quéjese de su mala suerte, pero no desacredite la mercancía… Hay hombres muy embusteros, muy picarones; pero no es creíble que lo sea el que ha dado pruebas tan repetidas de perseverancia y amor. Tres meses duró el terreno y la conversación a oscuras, y en todo aquel tiempo, bien sabe usted que no vimos en él una acción descompuesta, ni olmos de su boca una palabra indecente ni atrevida.

DOÑA FRANCISCA.— Es verdad. Por eso le quise tanto, por eso le tengo tan fijo aquí… aquí…
(Señalando el pecho.)
¿Qué habrá dicho al ver la carta?… ¡Oh! Yo bien sé lo que habrá dicho…: ¡Válgate Dios! ¡Es lástima! Cierto. ¡Pobre Paquita!… Y se acabó… No habrá dicho más… Nada más.

RITA.— No, señora; no ha dicho eso.

DOÑA FRANCISCA.— ¿Qué sabes tú?

RITA.— Bien lo sé. Apenas haya leído la carta se habrá puesto en camino, y vendrá volando a consolar a su amiga… Pero…
(Acercándose a la puerta del cuarto de DOÑA IRENE.)

DOÑA FRANCISCA.— ¿Adónde vas?

RITA.— Quiero ver si…

DOÑA FRANCISCA.— Está escribiendo.

RITA.— Pues ya presto habrá de dejarlo, que empieza a anochecer… Señorita, lo que la he dicho a usted es la verdad pura. Don Félix está ya en Alcalá.

DOÑA FRANCISCA.— ¿Qué dices? No me engañes.

RITA.— Aquél es su cuarto… Calamocha acaba de hablar conmigo.

DOÑA FRANCISCA - ¿De veras?

RITA.— Sí, señora… Y le ha ido a buscar para…

DOÑA FRANCISCA.— ¿Conque me quiere?… ¡Ay, Rita! Mira tú si hicimos bien de avisarle… Pero ¿ves qué fineza?… ¿Si vendrá bueno? ¡Correr tantas leguas sólo por verme… porque yo se lo mando!… ¡Qué agradecida le debo estar!… ¡Oh!, yo le prometo que no se quejará de mí. Para siempre agradecimiento y amor.

RITA.— Voy a traer luces. Procuraré detenerme por allá abajo hasta que vuelvan… Veré lo que dice y qué piensa hacer, porque hallándonos todos aquí, pudiera haber una de Satanás entre la madre, la hija, el novio y el amante; y si no ensayamos bien esta contradanza, nos hemos de perder en ella.

DOÑA FRANCISCA.— Dices bien… Pero no; él tiene resolución y talento, y sabrá determinar lo más conveniente… Y ¿cómo has de avisarme?… Mira que así que llegue le quiero ver.

RITA.— No hay que dar cuidado. Yo le traeré por acá, y en dándome aquella tosecilla seca… ¿Me entiende usted?

DOÑA FRANCISCA.— Sí, bien.

RITA.— Pues entonces no hay más que salir con cualquier excusa. Yo me quedaré con la señora mayor; la hablaré de todos sus maridos y de sus concuñados, y del obispo que murió en el mar… Además, que si está allí Don Diego…

DOÑA FRANCISCA.— Bien, anda; y así que llegue…

RITA.— Al instante.

DOÑA FRANCISCA.— Que no se te olvide toser.

RITA.— No haya miedo.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Si vieras qué consolada estoy!

RITA.— Sin que usted lo jure lo creo.

DOÑA FRANCISCA.— ¿Te acuerdas, cuando me decía que era imposible apartarme de su memoria, que no habría peligros que le detuvieran, ni dificultades que no atropellara por mí?

RITA.— Sí, bien me acuerdo.

DOÑA FRANCISCA.— ¡Ah!… Pues mira cómo me dijo la verdad.
(DOÑA FRANCISCA se va al cuarto de DOÑA IRENE; RITA, por la puerta del foro.)

Acto II
Escena I

Se irá oscureciendo lentamente el teatro, hasta que al principio de la escena tercera vuelve a iluminarse.

DOÑA FRANCISCA.— Nadie parece aún…
(DOÑA FRANCISCA se acerca a la puerta del foro y vuelve.)
¡Qué impaciencia tengo!… Y dice mi madre que soy una simple, que sólo pienso en jugar y reír, y que no sé lo que es amor… Sí, diecisiete años y no cumplidos; pero ya sé lo que es querer bien, y la inquietud y las lágrimas que cuesta.

Escena II

DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA

DOÑA IRENE.— Sola y a oscuras me habéis dejado allí.

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