Read El sí de las niñas Online
Authors: Leandro Fernández de Moratín
DON DIEGO.— Aquí no se trata de ningún desliz, señora Doña Irene; se trata de una inclinación honesta, de la cual hasta ahora no habíamos tenido antecedente alguno. Su hija de usted es una niña muy honrada, y no es capaz de deslizarse… Lo que digo es que la madre Circuncisión, y la Soledad, y la Candelaria, y todas las madres, y usted, y yo el primero, nos hemos equivocado solemnemente. La muchacha se quiere casar con otro, y no conmigo… Hemos llegado tarde; usted ha contado muy de ligero con la voluntad de su hija… Vaya, ¿para qué es cansarnos? Lea usted ese papel, y verá si tengo razón.
(Saca el papel de DON CARLOS y se le da a DOÑA IRENE. Ella, sin leerle, se levanta muy agitada, se acerca a la puerta de su cuarto y llama. Levántase DON DIEGO y procura en vano contenerla.)
DOÑA IRENE.— ¡Yo he de volverme loca!… ¡Francisquita!… ¡Virgen del Tremedal!… ¡Rita! ¡Francisca!
DON DIEGO.— Pero ¿a qué es llamarlas?
DOÑA IRENE.— Sí, señor; que quiero que venga y que se desengañe la pobrecita de quién es usted.
DON DIEGO.— Lo echó todo a rodar… Esto le sucede a quien se fía de la prudencia de una mujer.
DOÑA FRANCISCA, RITA, DOÑA IRENE, DON DIEGO Salen DOÑA FRANCISCA y RITA de su cuarto.
RITA.— Señora.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Me llamaba usted?
DOÑA IRENE.— Sí, hija; porque el señor Don Diego nos trata de un modo que ya no se puede aguantar. ¿Qué amores tienes, niña? ¿A quién has dado palabra de matrimonio? ¿Qué enredos son éstos?… Y tú, picarona… Pues tú también lo has de saber… Por fuerza lo sabes… ¿Quién ha escrito este papel? ¿Qué dice?
(Presentando el papel abierto a DOÑA FRANCISCA.)
RITA
(Aparte a DOÑA FRANCISCA.)
.— Su letra es.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Qué maldad!… Señor Don Diego, ¿así cumple usted su palabra?
DON DIEGO.— Bien sabe Dios que no tengo la culpa… Venga usted aquí.
(Tomando de una mano a DOÑA FRANCISCA, la pone a su lado.)
No hay que temer… Y usted, señora, escuche y calle, y no me ponga en términos de hacer un desatino… Deme usted ese papel…
(Quitándole el papel.)
Paquita, ya se acuerda usted de las tres palmadas de esta noche.
DOÑA FRANCISCA.— Mientras viva me acordaré.
DON DIEGO.— Pues éste es el papel que tiraron a la ventana… No hay que asustarse, ya lo he dicho.
(Lee.)
«Bien mío: si no consigo hablar con usted, haré lo posible para que llegue a sus manos esta carta. Apenas me separé de usted, encontré en la posada al que yo llamaba mí enemigo, y al verle no sé cómo no expiré de dolor. Me mandó que saliera inmediatamente de la ciudad, y fue preciso obedecerle. Yo me llamo Don Carlos, no Don Félix. Don Diego es mi tío. Viva usted dichosa, y olvide para siempre a su infeliz amigo.— Carlos de Urbina.»
DOÑA IRENE.— ¿Conque hay eso?
DOÑA FRANCISCA.— ¡Triste de mí!
DOÑA IRENE.— ¿Conque es verdad lo que decía el señor, grandísima picarona? Te has de acordar de mí.
(Se encamina hacia DOÑA FRANCISCA, muy colérica, y en ademán de querer maltratarla. RITA y DON DIEGO lo estorban.)
DOÑA FRANCISCA.— ¡Madre!… ¡Perdón!
DOÑA IRENE.— No, señor; que la he de matar.
DON DIEGO.— ¿Qué locura es ésta?
DOÑA IRENE.— He de matarla.
DON CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA
Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira.
DON CARLOS.— Eso no… Delante de mí nadie ha de ofenderla.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Carlos!
DON CARLOS
(A DON DIEGO.)
.— Disimule usted mi atrevimiento… He visto que la insultaban y no me he sabido contener.
DOÑA IRENE.— ¿Qué es lo que me sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?… ¿Qué acciones son éstas?… ¡Qué escándalo!
DON DIEGO.— Aquí no hay escándalos… Ése es de quien su hija de usted está enamorada… Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo… Carlos… No importa… Abraza a tu mujer.
(Se abrazan DON CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.)
DOÑA IRENE.— ¿Conque su sobrino de usted?…
DON DIEGO.— Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida… ¿Qué es esto, hijos míos; qué es esto?
DOÑA FRANCISCA.— ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?
DON DIEGO.— Sí, prendas de mi alma… Sí.
(Los hace levantar con expresión de ternura.)
DOÑA IRENE.— ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?…
DON DIEGO.— Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre… ¡Carlos!… ¡Paquita!… ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!… Porque, al fin, soy hombre miserable y débil.
DON CARLOS.— Si nuestro amor
(Besándole las manos.)
, si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida…
DOÑA IRENE.— ¡Conque el bueno de Don Carlos! Vaya que…
DON DIEGO.— Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño… Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece; éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas… Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba… ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!
DOÑA IRENE.— En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se gocen… Venga usted acá, señor; venga usted, que quiero abrazarle.
(Abrazando a DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA se arrodilla y besa la mano de su madre.)
Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección has tenido… Cierto que es un mozo muy galán… Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero.
RITA.— Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña… señorita, un millón de besos.
(Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.)
DOÑA FRANCISCA.— Pero ¿ves qué alegría tan grande?… ¡Y tú, como me quieres tanto!… Siempre, siempre serás mi amiga.
DON DIEGO.— Paquita hermosa
(Abraza a DOÑA FRANCISCA.)
, recibe los primeros abrazos de tu nuevo padre… No temo ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez… Vosotros
(Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS.)
seréis la delicia de mi corazón; el primer fruto de vuestro amor… sí, hijos, aquél… no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa.
DON CARLOS.— ¡Bendita sea tanta bondad!
DON DIEGO.— Hijos, bendita sea la de Dios.
FIN