El sindicato de policía Yiddish (9 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Veis esto?

—Sí, inspectora Gelbfish —dice Berko, y le sale un tono extrañamente insincero—. Lo veo.

—¿Sabéis qué son?

—Sé que no pueden ser todos nuestros casos abiertos —dice Landsman—. Todos amontonados en tu mesa.

—¿Sabéis una cosa buena que tiene Yakovy? —dice Bina.

Ellos esperan que su jefa les informe de sus viajes.

Y ella dice:

—La lluvia. Mil trescientos centímetros cúbicos al año. Llueve tanto que a la gente se le pasa las ganas de hacerse el gracioso. Hasta a los
yids
.

—Eso es mucho llover —dice Berko.

—Ahora escuchadme. Y escuchad con atención, por favor, porque lo voy a decir en idioma patrañas. Dentro de dos meses un jefe de policía americano va a entrar dando zancadas en este barracón olvidado de Dios con su traje de rebajas y su oratoria de catequesis y me va a pedir que le entregue las llaves de este circo que son los archivadores de la Brigada B, que a partir de esta mañana yo tengo el honor de presidir. —A los Gelbfish se les da bien hablar, son oradores y razonadores y ases en el arte de adular. El padre de Bina estuvo a punto de convencer a Landsman de que no se casara con ella. La noche antes de la boda—. Y de verdad, os lo digo con toda sinceridad. Los dos sabéis que me he estado matando a trabajar toda mi vida adulta, confiando en tener un día la bastante suerte como para aparcar el culo en esta silla, detrás de esta mesa, y tratar de mantener esa magnífica tradición de la División Central de Sitka consistente en que de vez en cuando atrapamos a un asesino y lo metemos en la cárcel. Y ahora estoy aquí. Hasta el uno de enero.

—Nosotros estamos de acuerdo, Bina —dice Berko, y esta vez suena más sincero—. Con lo del circo y todo eso.

Landsman dice que él está doblemente de acuerdo.

—Lo agradezco —dice ella—, y sé lo mal que os está sentando… esto.

Ella apoya su mano larga y pecosa sobre la pila de expedientes. Si estos se organizaran de forma adecuada, la pila comprendería once carpetas, la más antigua con fecha de hace dos años. Hay otras tres parejas de detectives en la sección de Homicidios, pero ninguna de ellas puede enorgullecerse de una pila tan grande de casos sin resolver.

—Nos falta poco para el caso Feytel —dice Berko—. Solo estamos esperando al fiscal del distrito. Y el caso Pinsky. Y lo de Zilberblat. La madre de Zilberblat…

Bina levanta la mano para cortar a Berko. Landsman no dice nada. Está demasiado avergonzado para hablar. Por lo que a él respecta, ese montón de carpetas es un monumento a su reciente declive. El hecho de que no sea treinta centímetros más alto es testimonio de la tenacidad que su enorme primo pequeño Berko ha mostrado al cargar con él.

—Alto —dice Bina—. No digas una palabra más. Y prestad atención, porque esta es la parte en que muestro mi fluidez y mi dominio del idioma patrañas.

Ella extiende un brazo hacia atrás y coge una hoja de papel de su buzón de entrada, junto con otra carpeta azul mucho más fina que Landsman reconoce de inmediato, ya que la ha creado él mismo a las cuatro y media de esa misma mañana. Mete la mano en el bolsillo de la pechera de su traje chaqueta y saca unas gafas de media luna que Landsman nunca había visto antes. Ella se está haciendo mayor, igual que él, porque ya les toca, y sin embargo, ahora que el tiempo los estropea, por extraño que parezca, ya no están casados.

—Los judíos sabios que supervisan nuestros destinos en calidad de oficiales de policía del distrito de Sitka han diseñado una estrategia —empieza a decir Bina. Examina la hoja de papel con aire de agitación, hasta de consternación—. Se basa en el admirable principio de que cuando la autoridad le sea entregada al jefe de policía americano a cargo de Sitka, sería un bonito gesto para todo el mundo, por no mencionar el hecho de proporcionar una cobertura posterior adecuada, el que no quedaran casos activos pendientes.

—No me jodas, Bina —dice Berko en americano.

Ha captado desde el principio adónde quiere ir a parar la inspectora Gelbfish. Landsman tarda un minuto más en darse cuenta.

—Nada de casos pendientes —repite con calma atontada.

—A esta estrategia —dice Bina—, le han dado el pegadizo nombre de «resolución efectiva». En esencia, lo que quiere decir es que os vais a dedicar a resolver vuestros casos pendientes exactamente el mismo tiempo que os queda en vuestro cargo de detectives de homicidios con la insignia del distrito. Digamos que unas nueve semanas. Tenéis once casos pendientes. Podéis, ya sabéis, repartirlos como queráis. Cualquier forma en que decidáis hacerlo me parecerá bien.

—¿Ya se acabó todo? —dice Berko—. ¿Quieres decir…?

—Ya sabe usted lo que quiero decir, detective —dice Bina. No hay emoción en su voz ni tampoco expresión legible en su cara—. Endosádselos a cualquier pardillo que encontréis. Si no los quieren, atádselos. Los que os queden —y la voz le tiembla un poco—, ponedles una bandera negra y archivadlos en el armario nueve.

El nueve es donde guardan los casos fríos. Archivar un caso en el armario nueve ocupa un poco más de espacio, pero, por lo demás, es como incendiarlo y sacar las cenizas de paseo en medio de una galerna.

—¿Que los enterremos? —dice Berko dándole entonación de pregunta solo al final.

—Que hagamos un esfuerzo de buena fe, dentro de los límites de esta nueva estrategia que tiene un nombre tan musical, y después, si eso falla, que hagamos un esfuerzo de mala fe. —Bina se queda mirando el pisapapeles en forma de cúpula que hay sobre la mesa de Felsenfeld. Dentro del pisapapeles hay una maqueta diminuta, una caricatura en plástico barato, del
skyline
de Sitka. Un embrollo de rascacielos apiñados alrededor del Imperdible, ese dígito solitario que señala al cielo como si lo estuviera acusando de algo—. Y luego les endilgáis a los casos una bandera negra.

—Has dicho once —dice Landsman.

—Te has dado cuenta.

—Después de anoche, sin embargo, con todos los respetos, inspectora, y por embarazoso que sea… Bueno. Hay doce. No once. Doce casos abiertos en manos de Shemets y Landsman.

Bina coge la carpeta fina y azul que Landsman ha parido la noche antes.

—¿Este? —La abre y examina, o finge que examina, el informe de Landsman sobre el aparente asesinato con arma de fuego y a quemarropa del hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker—. Sí. Muy bien. Ahora quiero que miréis cómo se hace esto.

Abre el cajón de arriba del escritorio de Felsenfeld, que durante los próximos dos meses, por lo menos, será el de ella. Hurga en el interior, haciendo muecas como si dentro del cajón hubiera un montón de tapones para los oídos de espuma de goma usados, que es por cierto lo que había la última vez que Landsman miró dentro. Saca una lengüeta de plástico de las que se usan para marcar las carpetas de los expedientes. De color negro. Saca la lengüeta roja que Landsman le ha adjuntado al expediente de Lasker esa misma madrugada y la sustituye por la negra, respirando de esa forma poco profunda en que se respira cuando se está limpiando una herida con mal aspecto o se está quitando algo asqueroso de la alfombra con una esponja. A Landsman le da la impresión de que Bina envejece diez años en los diez segundos que tarda en hacer el cambio. Luego sostiene el caso recién enfriado lejos de su cuerpo, sujetándolo con dos dedos de una mano como si fueran unas pinzas.

—Resolución efectiva —dice.

8

El Noz, como su nombre indica, es el bar de los agentes de la ley, propiedad de una pareja de antiguos
noz
y atiborrado del humo de las quejas y los cotilleos de los
noz
. Nunca cierra, y nunca le faltan agentes de la ley fuera de servicio para apuntalar su enorme barra de madera de roble. El sitio perfecto, el Noz, si lo que quieres es expresar tu indignación por la última obra maestra del idioma patrañas que te acaban de transmitir los jefazos del departamento. Es por eso que Landsman y Berko ni se acercan por allí. Pasan de largo el Pearl of Manila, aunque sus donuts chinos estilo filipino se ponen a hacerles señas como si fueran muestras relucientes y cubiertas de azúcar de una existencia mejor. Evitan el Feter Shnayer, y el Karlinsky’s, y. T el Inside Passage, y el Nyu-Yorker Grill. De todas maneras, la mayoría de ellos todavía están cerrados a estas horas de la mañana, y los que están abiertos suelen tener como clientes a polis de servicio, bomberos y enfermeros.

Se encogen de hombros para combatir el frío y se apresuran, el hombre corpulento y el otro más pequeño, pegados el uno al otro. El aliento sale de sus cuerpos en forma de nubecillas que se enroscan y son absorbidas por la niebla más amplia que flota sobre el Untershtat. Por las calles se retuercen gruesas serpentinas de niebla, manchando los faros de los coches y los rótulos de neón, emborronando el puerto, dejando un rastro de cuentas plateadas y aceitosas en las solapas de los abrigos y en las coronas de los sombreros.

—Nadie va al Nyu-Yorker —dice Berko—. Allí tendríamos que estar bien.

—Allí vi una vez a Tabatchnik.

—Estoy bastante seguro de que Tabatchnik no robaría nunca los planos de tu arma secreta, Meyer.

Landsman solo desearía estar en posesión de los planos de alguna clase de rayo letal o rayo de control mental, algo con lo que pudiera hacer temblar los pasillos del poder. Infundirles a los americanos un poco de verdadero temor a Dios. Detener, aunque fuera solamente por un año, una década, un siglo, la marea del exilio judío.

Están a punto de afrontar el lúgubre Front Page, con su crema de leche y su café recién llegado de trabajar una temporada como enema de bario en el Hospital General de Sitka, cuando Landsman ve el culo de color caqui del viejo Dennis Brennan ocupando un taburete tambaleante frente a la barra. Ya hace años que la prensa abandonó casi por completo el Front Page, cuando el
Blat
cerró y el
Tog
trasladó sus oficinas a un edificio nuevo situado junto al aeropuerto. Brennan, sin embargo, se marchó de Sitka hace un tiempo en busca de fortuna y de gloria. El viento tiene que haberlo arrastrado de vuelta a la ciudad hace muy poco. Está bastante claro que nadie le ha dicho que el Front Page está muerto.

—Demasiado tarde —dice Berko—. El cabrón nos ha visto.

Por un momento Landsman no está seguro de que el cabrón los haya visto. Brennan está dando la espalda a la puerta y estudiando la página del mercado de valores del importante periódico americano cuya delegación en Sitka estaba constituida por él antes de tener su gran éxito. Landsman agarra a Berko del abrigo y empieza a tirar de su compañero calle abajo. Se le ha ocurrido el lugar perfecto para que puedan hablar, y tal vez comer algo, sin que nadie los oiga.

—Detective Shemets. Un momento.

—Demasiado tarde —admite Landsman.

Se gira y allí está Brennan, el hombre de la cabeza grande, sin sombrero y sin abrigo, con la corbata echada al hombro por el viento, con un penique en el mocasín izquierdo y en bancarrota en el derecho. Parches en los codos de su chaqueta de tweed, que es de un práctico tono de mancha de salsa de carne. A su cara no le iría mal un afeitado y a su calva una capa de cera. Tal vez las cosas no le han ido tan bien a Dennis Brennan después de su ascenso.

—Mira la cabeza del
sheygets
, tiene una atmósfera propia —dice Landsman—. Tiene casquetes polares.

—Es verdad que el tío tiene una cabeza muy grande.

—Cada vez que la veo, lo siento por los cuellos.

—Tal vez debería cogerle el suyo con las manos. Darle un poco de apoyo.

Brennan levanta los dedos blancos como larvas y parpadea con sus ojillos de ese color azul desvaído de la leche desnatada. Esboza una sonrisa tristona ensayada, pero Landsman se fija en que mantiene un metro y medio bien bueno de la calle Ben Maymon entre él y Berko.

—La necesidad de repetir las temerarias amenazas de antaño no existe, se lo aseguro, detective Shemets —dice el reportero en su veloz y ridículo yiddish—. Perennes y maduras gracias a la savia de su violencia original permanecen.

Brennan estudió alemán en la universidad y aprendió el yiddish que sabe de un viejo alemán pomposo, y ahora habla, como alguien comentó una vez, «como una receta de salchichas con notas a pie de página». Bebe mucho, y a su temperamento no le sientan nada bien los crepúsculos largos ni la lluvia. Emite un falso aroma de ser estólido y corto de entendederas, tal como es común entre detectives y reporteros. Pero sigue siendo un
shlemiel
. Nadie pareció nunca más asombrado por el impacto que Dennis Brennan causó en Sitka que el propio Brennan.

—Que yo temo su cólera, acordémoslo de antemano, detective. Y que ahora mismo yo he fingido no verlos a ustedes pasar junto a este agujero tétrico cuya única recomendación, aparte del hecho de que la dirección se ha olvidado durante mi larga ausencia del estado de mi crédito, es una ausencia total de reporteros de la prensa. Yo sabía, sin embargo, que con la suerte que tengo, era probable que dicha estrategia regresara más tarde y me mordiera en el culo.

—Nada tiene tanta hambre, Brennan —dice Landsman—. Probablemente estuvieras a salvo.

Brennan parece herido. Un alma sensible, este gentil macrocefálico, propenso a atesorar desaires, inmune a las bromas y la ironía. Su estilo retorcido de hablar hace que todo lo que dice suene a chiste, un hecho que solamente se añade a la necesidad que tiene de que lo tomen en serio.

—Dennis J. Brennan —dice Berko—, ¿patrullando otra vez las calles de Sitka?

—Por mis pecados, detective Shemets, por mis pecados.

Eso no hace falta ni decirlo. Que te asignen a la oficina de Sitka de cualquiera de los periódicos o cadenas de televisión estadounidenses que se molestan en mantener una es un castigo proverbial a la incompetencia o al fracaso. El que hayan vuelto a asignar aquí a Brennan debe de ser la señal de alguna clase de cagada colosal.

—Yo creía que era por eso que te habían
echado de aquí
, Brennan —dice Berko, y ahora es el único que no está bromeando. La mirada se le endurece y se pone a masticar un Doublemint imaginario, o bien grasa de foca, o bien el bulto lleno de cartílago que es el corazón de Brennan—. Por tus pecados.

—La motivación, detective, para que deje a medias una taza de café terrible y una cita rota con un confidente que, en cualquier caso, carece de nada que se parezca a la información, para salir aquí fuera y arriesgarme a su posible cólera…

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