El sindicato de policía Yiddish (47 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Mientras los
biks
Rudashevsky se iban pasando entre ellos a Litvak desde la puerta, por unas escaleras de cemento con los peldaños de vinilo y por un pasillo que parecía el tiro de una mina hasta la puerta principal de los baños, los puños de sus caras albergaban todos una pequeña luz. Daño, lástima, el resplandor de un bromista, de un torturador, de un sacerdote que se prepara para desvelar al dios caníbal. En cuanto al vetusto cajero ruso dentro de su jaula de acero, el ayudante corpulento dentro de su búnker de toallas blancas dobladas, aquellos
yids
no tenían ojos de ninguna clase, por lo que pudo ver Litvak. Mantenían la cabeza gacha, cegada por el miedo y la discreción. Se encontraban en otra parte, bebiendo café en el Polar-Shtern, o todavía en sus casas en la cama con sus mujeres. A aquella hora los baños ni siquiera estaban abiertos al público. Allí no había nadie, ni un alma, y el ayudante que le pasó un par de toallas raídas por encima del mostrador a Litvak era un fantasma que le estaba sirviendo una mortaja a un muerto.

Litvak se desnudó y colgó su ropa de dos ganchos de acero. Olía el flujo de la marea de los baños, cloro y sobaco y un vapor salado rancio que bien pensado podría venir de la fábrica de encurtidos que había en la planta baja. No había nada que lo debilitara, si aquella era la intención al obligarlo a quitarse la ropa. Sus cicatrices eran numerosas, en ciertos casos horribles, y surtían su efecto. Oyó un silbido por lo bajo procedente de uno de los dos Rudashevsky que trabajaban en el vestuario. El cuerpo de Litvak era un pergamino inscrito por el dolor y la violencia y sobre el que ellos solamente podían confiar en hacer una mínima exégesis. Él sacó su cuaderno del bolsillo de su chaqueta colgada del gancho.

«¿Os gusta lo que veis?»

Los Rudashevsky no pudieron coordinarse para dar una réplica adecuada. Uno asintió con la cabeza, el otro negó. Intercambiaron respuestas sin satisfacer a ninguno. Luego dejaron de hacerle caso y lo mandaron al otro lado de la puerta de cristal empañado, para que se enfrentara con el cuerpo que ellos protegían.

El cuerpo, en todo su horror y su esplendor, desnudo como un globo ocular inyectado en sangre y sin cuenca. Litvak solamente lo había visto una vez antes, hacía años, con un sombrero de fieltro en la cabeza, tan bien enrollado como un puro de Pinar del Río dentro de un abrigo negro y rígido que le rozaba la punta de las delicadas botas negras. Ahora emergió majestuoso del vapor, una losa de piedra caliza mojada recubierta de un liquen negro de pelo. Litvak se sintió como una avioneta envuelta en niebla a la que una ráfaga de viento ascendente lanza por sorpresa contra una montaña. El vientre embarazado de elefantes trillizos, los pechos carnosos y colgantes, cada uno de ellos rematado por un pezón que era como una lenteja de color rosa. Los muslos, enormes bollos veteados y amasados a mano de
halvah
. Perdido en las sombras que los separan, un grueso ombligo de carne de color marrón grisáceo.

Litvak depositó el armazón desprotegido de su cuerpo sobre la retícula de baldosines calientes de delante del rabino. En la ocasión en que se había cruzado con Shpilman por la calle, los ojos de este permanecieron en el ámbito de sombras proyectado por el reloj de sol del ala de su sombrero. Ahora estaban posados en Litvak y en su cuerpo devastado. Eran unos ojos amables, pensó Litvak, o bien unos ojos cuyo jefe los había adiestrado en los usos de la amabilidad. Leían las cicatrices de Litvak, la boca de color púrpura y de labios fruncidos que tenía en el hombro derecho, las tiras de terciopelo rojo de su cadera, el agujero que tenía en el muslo izquierdo y que era lo bastante profundo como para que en él cupiera una onza de ginebra. Ofrecían compasión, estima y hasta gratitud. La guerra de Cuba había sido famosa por su futilidad, su brutalidad y su desperdicio. A sus veteranos les habían hecho el vacío al regresar. Nadie les había ofrecido perdón, comprensión ni una oportunidad de ser curados. Heskel Shpilman le estaba ofreciendo a Litvak y a su pellejo destrozado por la guerra las tres cosas.

—Me han explicado la naturaleza de su problema —dijo el rabino—, así como la sustancia de su oferta. —Su voz de chica, obstruida por el vapor y los baldosines de porcelana, pareció emerger de algún lugar que no era su pecho parecido a un timbal—. Veo que ha traído usted su cuaderno y una pluma, a pesar de que he dado instrucciones claras de que no tenía que traer usted nada de nada.

Litvak sostuvo en alto los objetos ilegítimos, cubiertos de gotas de vapor condensado. Notó la deformación, la curva, de las páginas de su cuaderno.

—No los va usted a necesitar. —Las aves que eran las manos de Shpilman estaban posadas en la roca de su barriga, y sus ojos se cerraron, privando a Litvak de su compasión, real o fingida, y dejando que Litvak se cociera un par de minutos en el vapor. Litvak siempre había odiado los
shvitz
. Pero aquel local del viejo Harkavy, laico y sórdido, era el único sitio donde el rabino
verbover
podía apañárselas para hacer negocios privados lejos de su corte, su
gabay
y su mundo—. No tengo planeado requerir ninguna respuesta ni ninguna otra petición de usted.

Litvak asintió con la cabeza y se preparó para incorporarse. Su mente le decía que Shpilman no se habría molestado en convocarlo a aquella entrevista nudista y unilateral si estuviera planeando decirle que no. Pero tenía la intuición de que el encargo estaba condenado al fracaso, de que Shpilman lo había hecho ir a la avenida Ringelblum para transmitirle su negativa con toda la autoridad elefantina de su persona.

—Quiero que sepa usted, señor Litvak, que he estado pensando mucho en esta propuesta. Que he intentado seguir su lógica desde todos los ángulos.

»Empecemos con nuestros amigos del sur. Si se diera simplemente el caso de que quisieran algo, algún recurso o artículo tangible… petróleo, por ejemplo, o si los moviera un interés más puramente estratégico en relación con Rusia o Persia, en cualquiera de estos casos, está claro que no nos necesitan. Por difícil que pudiera ser conquistar Tierra Santa, nuestra presencia física, nuestra voluntad de combatir, nuestras armas, no pueden suponer una gran diferencia para su plan de batalla. He estudiado sus afirmaciones de que apoyan la causa judía en Palestina, y su teología, y en la medida en que me es posible, he intentado formarme un juicio sobre los gentiles y sus objetivos. Y la única conclusión a la que puedo llegar es que cuando dicen que desean ver Jerusalén devuelta a la soberanía judía, lo dicen en serio. Su razonamiento, las llamadas profecías y textos apócrifos cuya supuesta autoridad sustenta su deseo, puede que me resulte risible. Hasta abominable. Compadezco a los gentiles por su confianza infantil en el regreso inminente de alguien que para empezar nunca se marchó, ya no hablemos de que llegara. Pero estoy bastante seguro de que a su vez ellos se compadecen del retraso que trae nuestro Mesías. Como base para una asociación, no hay que despreciar la compasión mutua.

»En cuanto al papel de usted en este asunto, es muy sencillo, ¿verdad? Usted es un soldado de alquiler. Le gusta el desafío y la responsabilidad de ser general. Eso lo entiendo. De verdad. Le gusta la lucha y le gusta matar, siempre y cuando los que mueran no sean sus hombres. Y me atrevo a decir que, después de todos estos años con Shemets, y ahora que está solo, ya tiene muy desarrollada la costumbre de aparentar que complace a los americanos.

»Para los
verbovers
, hay un gran riesgo. En esta aventura podríamos perder a toda nuestra comunidad. Aniquilados en cuestión de días, si las tropas de usted están mal preparadas, o simplemente, como parece probable, son superadas en número. Pero si nos quedamos aquí, bueno, entonces también estamos acabados. Dispersos a los cuatro vientos. Nuestros amigos del sur han dejado eso bien claro. Esa es la amenaza. La Revocación es el fuego en el trasero de los pantalones, ¿no? Y una Jerusalén restaurada es el cubo de agua con hielo. Algunos de nuestros jóvenes afirman que tendríamos que resistir aquí, desafiarlos a que nos desalojen. Pero eso es una locura.

»Por otro lado, si decimos que sí, y ustedes triunfan, entonces habremos recuperado un tesoro de un valor tan incalculable (me refiero a Sión, por supuesto) que la mera idea del mismo abre una ventana de mi alma que llevaba mucho tiempo cerrada a cal y canto. Tengo que taparme los ojos para protegerme del resplandor.

Levantó el dorso de la mano izquierda y se lo llevó a los ojos. Su fino anillo de boda estaba sepultado en sus dedos igual que el filo de un hacha perdido en la carne de un árbol. Litvak notó el latido en su garganta, un pulgar que tañía una y otra vez la cuerda inferior de un arpa. Mareo. Una sensación de hinchazón en las manos y los brazos. Debe de ser el calor, pensó. Se dedicó a respirar bocanadas tímidas y poco profundas de aire espeso y tórrido.

—Estoy deslumbrado por esa imagen —dijo el rabino—. Tal vez tan deslumbrado por ella, a mi manera, como los evangelistas. Así de preciado es el tesoro. Así de incalculablemente dulce.

No. No era, o no solamente, el calor y la ranciedad del aire del
shvitz
lo que estaba haciendo que a Litvak le repiqueteara el corazón y le diera vueltas la cabeza. Estaba convencido de que su intuición no le engañaba: Shpilman estaba a punto de rechazar su propuesta. Pero a medida que esa probabilidad se acercaba, una nueva posibilidad empezó a marearlo, a recorrer su mente. Era la emoción de una maniobra deslumbrante.

—Con todo, no es bastante —estaba diciendo el rabino—. Yo ansío la llegada del Mesías más que ninguna otra cosa en este mundo. —Se puso de pie, y la barriga se le derramó sobre las caderas como la espuma de la leche hirviendo que cae por los lados de un cazo—. Pero tengo miedo. Tengo miedo del fracaso. Tengo miedo de la posibilidad de una pérdida enorme de vidas entre mis
yids
y de la completa destrucción de todo aquello por lo que llevamos trabajando sesenta años. Al final de la guerra quedaron once
verbovers
, Litvak.
Once
. Le prometí a mi suegro en su lecho de muerte que nunca permitiría que una destrucción semejante cayera sobre nosotros.

»Y por fin, se lo digo de verdad, tengo miedo de que esta misión pueda ser simplemente absurda. Hay muchas y muy persuasivas enseñanzas en contra de hacer nada para acelerar la llegada del Mesías. Jeremías lo condena. También los Juramentos de Salomón. Sí, por supuesto, quiero ver a mis
yids
aposentados en un nuevo hogar con garantías financieras de Estados Unidos, ofertas de asistencia y de acceso a todos los nuevos mercados imaginablemente enormes que su éxito en esta operación crearía. Y quiero al Mesías igual que después de este calor quiero hundirme en las aguas frías y oscuras del
mikvah
que hay en la sala de al lado. Pero que Dios me perdone estas palabras, tengo miedo. Mucho miedo de que el mero sabor del Mesías en mis labios no sea bastante. Y puede usted decirle eso a la gente de Washington. Dígales que el rabino
verbover
tiene miedo. —La idea de su miedo parecía casi hipnotizarlo con su novedad, como un adolescente pensando en la muerte o una puta en la posibilidad de un amor inmaculado—. ¿Qué?

Litvak levantó el índice de la mano derecho. Tenía algo, una cosa más que ofrecer al rabino. Una cláusula más para el contrato. No tenía ni idea de cómo la iba a transmitir o ni siquiera de si podía transmitirla. Pero mientras el rabino se preparaba para darle su espalda inmensa a Jerusalén y a la complicada enormidad del trato que Litvak llevaba meses preparando, sintió que iba creciendo dentro de él como una jugada brillante de ajedrez, puntuada con signos dobles de admiración. Pugnó por abrir su cuaderno. Garabateó dos palabras en la primera página vacía, pero por culpa de la prisa y del pánico, apretó demasiado y su pluma rasgó el papel mojado.

—¿Qué pasa? —dijo Shpilman—. ¿Tiene usted alguna otra cosa que ofrecer?

Litvak asintió, una vez, dos.

—¿Algo más que Sión? ¿El Mesías? ¿Un hogar, una fortuna?

Litvak se puso de pie y cruzó chapoteando el suelo de baldosas hasta detenerse junto al rabino. Hombres desnudos cargando con las historias de sus cuerpos destrozados. Cada uno de ellos, a su manera, arruinado y solo. Litvak estiró el brazo y, con toda la fuerza y la inspiración de esa soledad, y con la punta del dedo, escribió dos palabras en el vapor que se había condensado en el cuadrado blanco de un baldosín.

El rabino las leyó y levantó la vista, y las palabras se volvieron a cubrir de gotas y desaparecieron.

—Mi hijo —dijo el rabino.

«Es más que un juego —escribió ahora Litvak, en la oficina del estrecho de Peril, mientras él y Roboy esperaban la llegada de aquel hijo díscolo e irredento—. Yo prefiero luchar para llevarme un premio aunque sea dudoso que esperar a ver qué migajas me echan.»

—Supongo que en alguna parte de eso hay un credo —dijo Roboy—. Tal vez todavía haya esperanza en usted.

A cambio de proporcionarles mano de obra, un Mesías y más financiación de la que podrían imaginarse, lo único que les pidió alguna vez Litvak a sus socios, clientes, jefes y socios en aquella empresa fue que nunca esperaran que él se creyera las tonterías en que creían ellos. Allí donde ellos veían el fruto de los deseos divinos en una vaquilla roja recién nacida, él veía el producto de un millón de dólares en dinero del contribuyente gastados secretamente en semen de toro y fertilización in vitro. En la quema final de aquella vaquilla roja, ellos veían la purificación de todo Israel y el cumplimiento de una promesa que tenía milenios de antigüedad. Litvak veía, como mucho, una maniobra necesaria dentro de una partida muy antigua: la supervivencia de los judíos.

«Oh, yo no diría tanto.»

Se oyeron golpes en la puerta y Micky Vayner asomó la cabeza.

—He venido a recordarle aquello, señor —dijo con su buen hebreo de americano.

Litvak miró con cara inexpresiva aquella cara rosada con sus párpados pelados y su barbilla blanda de bebé.

—Cinco minutos para la puesta del sol. Me dijo usted que se lo recordara.

Litvak fue a la ventana. El cielo tenía rayas en los mismos tonos rosado, verde y gris luminoso que la piel de un salmón. Estaba claro, veía una estrella o un planeta en lo alto. Hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza en dirección a Micky Vayner. Luego cerró la caja del ajedrez y engarzó el cierre.

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